
Después, veo en una de las mesas pequeñas a una camarera picando de una ensalada. Siento que puedo habitar alguna capa de su agotamiento. Me resisto al deseo imperioso de preguntarle si buscan personal. El anhelo intenso de dejar mi otra vida, de volver a mi pasado. Pero quizá de la misma manera que Jimmy Stewart en “Vértigo” deja de ser detective y a la vez no. Como Wittgestein con la filosofía. O Walser con la escritura. Cada vez que Walser se iba a vivir a otra ciudad, se olvidaba de su pasado. Todas las pensiones cutres en las que vivió.
CAROLINA EXTREMERA | Cuando estudiaba tercero de Matemáticas, en la Universidad, me apunté a un taller de elaboración de relatos que duraba tres meses. El primer día, el profesor nos pidió que, improvisando, escribiésemos lo que se nos ocurriera. Éramos diez personas y ni siquiera recuerdo qué escribí, no solo aquel primer día, sino ninguno de los demás. No obstante, sí que puedo evocar con cierta nitidez los bocetos de dos compañeras. Una de ellas era una señora a la que veía muy mayor pero que, probablemente, tendría mi edad de ahora, que escribió un texto sobre cómo había recorrido la calle hasta el local donde se impartían las clases utilizando un estilo similar al de Virgina Woolf, con onomatopeyas y monólogo interior, sin apenas puntuación. La otra, una chica de mi edad, nacida exactamente en el mismo año que yo, contó cómo estaba en un taller de escritura pero no sabía qué escribir en su primer día. Podría parecer un vil truco de alumnos vagos, pero a ella le salió muy bien. Enlazaba una cosa con otra, como si el mero hecho de haber cogido el bolígrafo y haberse obligado a encadenar palabras hubiera generado todo un torrente de inspiración. Dicen que es un efecto neurológico que la escritura a mano desata – y que no consigue desatar la tablet que vuestro hijo tiene en el colegio – pero, aún así, la admiré mucho por ser capaz de escribir sobre nada.
Eso es lo que decide hacer Kate Zambreno cuando se da cuenta de que no consigue concentrarse lo suficiente como para trabajar en el libro que tiene proyectado. Se supone que será un ensayo derivativo sobre el tiempo y el cuerpo examinando las obras de Durero y Vermeer, pero pasan los días y solo va tomando notas que ya no sabe cómo ordenar. Pide prórrogas a la editorial y, mientras, van pasando los días en Nueva York y ella lee, ve películas, sale a pasear con su perro y se preocupa por su futuro económico. El título del ensayo, que iba a ser Derivas, pasa a ser el título de este libro en el que nos cuenta cómo no llegó a escribirlo.
Derivas queda convertido en una especie de diario donde la autora nos hace partícipes de sus paseos por el barrio, su amistad con una gatita callejera, sus lecturas o su obsesión con Rilke y el periodo en el que éste escribía su única novela. Como Rilke, ella también quiere vivir una vida monástica donde no tenga que ocuparse de la vida cotidiana pero, al igual que el famoso escritor, ella y su marido tienen dificultades económicas y están constantemente preocupados por el dinero. Por eso, el tiempo libre que consigue para escribir se hace cada vez más valioso, lo que la acaba conduciendo al bloqueo: “Me queda muy poco tiempo antes de volver a dar clases, muy poco tiempo puro, y el que tengo lo estoy malgastando”. La narradora intercala periodos de desesperación en los que se interroga a sí misma sobre cómo vivir y cómo seguir realizando su trabajo artístico con otros periodos en los que se limita a observar la naturaleza circundante o a leer sobre otros artistas que ni siquiera están relacionados con lo que, inicialmente, pretendía escribir. Además del ya mencionado Rilke, desfilan por las páginas de Derivas Elizabeth Hardwick, Joseph Cornell, Nan Goldin, Robert Walser, Enrique Vila Matas o Chantal Akerman. Todo lo que comparte sobre otros autores o artistas está escogido sin ningún cuidado, como si fuera, simplemente, lo que le ha ido llamando la atención de sus propias lecturas sin pararse a pensar si nos interesaría o no. Y el caso es que, por supuesto, nos interesa. Igual que nos acaba interesando todo lo que hace cada día, sus charlas con sus conocidas al teléfono o su preocupación por la salud de su terrier, al que llama Genet.
En la faja, alguien que no recuerdo decía que este es un libro excelente sobre el embarazo. Como tiro inmediatamente a la basura las fajas de los libros, no puedo dar ni el más mínimo detalle sobre esa reseña, pero sí quiero decir que es muy reductora, en el sentido de que el embarazo, efectivamente, aparece, aunque solo en el último tercio del libro. No me ha parecido que tuviera tanta relevancia, solo ha resultado un añadido más a la estructura de diario, algo más que contar mientras el tiempo va avanzando inexorablemente. La facilidad con la que se escapan los días y cómo tal vez escribir pueda fijarlos de alguna manera.
Más avanzado el otoño, cuando cambia el tiempo, empiezo a viajar sola al centro en mis días libres, para caminar sin rumbo, para convertir el tiempo en espacio. Mis paseos son lo opuesto al impulso de buscar mi nombre en internet para ver si sigo existiendo. Me acuerdo de ese fragmento de Sontag: “Para el personaje nacido bajo el signo de Saturno, el tiempo es el medio de la coacción, de la inadecuación, de la representación, mera realización. En el tiempo, se es solo lo que se es: lo que siempre se ha sido. En el espacio se puede ser otra persona”.
Derivas (La uña rota, 2023) | Kate Zambreno| 320 páginas | Traducción de Montse Meneses Vilar |22€