JOSÉ MARÍA MORAGA | Cuando oigo a alguien contar una historia o leo una historia, una de las cosas que me fascinan es imaginar por qué –al margen de la fábula que cuenta– el narrador ha decidido presentarnos la trama de la manera en que lo hace. ¿Por qué ha fijado allí el punto de partida y no cinco días antes? ¿O cinco minutos después? ¿Por qué ha seleccionado tales o cuales escenas como significativas y se ha callado otras, acaso más interesantes o reveladoras? De haber sido otras sus decisiones, la historia tendría un aspecto completamente: sería otra, como ya sabían bien los formalistas rusos.
También la secuencia en que se presentan los hechos es crucial, recordemos La contadora de películas de Rivera Letelier, con su final en el medio cual filme en que se hubieran trastocado los rollos. Pero no hay que ceñirse a la literatura: basta acudir a los chistes o a algún delirio nacionalista actual para comprender la importancia de fijar el comienzo y el fin de los relatos o sus jalones principales. “¿En qué momento se jodió el Perú?”, preguntaba Zavalita, y “¿en qué momento empieza a desintegrarse una relación de pareja, sin posibilidad de vuelta atrás?” es lo que parece querer contestar el argentino Francisco Bitar en su fantástica novela corta Tambor de arranque.
Después de varios libros de poemas y de cuentos, el santafesino desembarca en España con esta concentrada y altamente evocadora novela sobre el hundimiento de una familia, sobre cómo empieza a terminarse. De ahí que el título Tambor de arranque, tan polisémico y sugerente, merezca tal vez una explicación para los lectores de este lado del Atlántico. En efecto, el “tambor de arranque” es el dispositivo del automóvil que aquí llamamos “contacto”, lo que permita que se encienda el coche, lo que lo pone en marcha. Precisamente, Bitar nos presenta a una pareja, Leo e Isabel, con una hija de siete años, que atraviesa una crisis prolongada. De cuándo y por qué la crisis anterior al arranque de la novela nada se dice; el lector conoce a los protagonistas tratando de salvarse (primero juntos, irremediablemente separados luego) a través del poder cuasi mágico que parecen conferir a algunos objetos cotidianos.
Ahorran para comprar una cama buena, con la esperanza de que eso arregle el matrimonio, pero después se deciden a comprar un coche de segunda mano, un Ford Taunus del 81, lo que desencadenará una serie de acontecimientos que harán desintegrarse a la pareja, para perplejidad de los propios Isabel y Leo, simultáneamente protagonistas y espectadores del naufragio. Desvelar más sería restarle disfrute al libro, pero sí resulta imprescindible explicar cómo está presentada la historia. Si Juan Gabriel Vásquez habló de “el ruido de las cosas al caer”, Bitar nos muestra el ruido que hacen las personas en caída libre, y ese ruido lo vamos a percibir a través de ventanas, al otro lado de paredes, en conversaciones telefónicas.
Toda lectura de novela es un acto de voyerismo, de intrusión en vidas ajenas a las que hemos sido invitados por el autor, pero en este caso se diría que Francisco Bitar tampoco quiere invitarnos del todo al meollo del cotilleo, sólo dejarnos entrever la realidad a través de rendijas, de fragmentos con que nosotros deberemos reconstruir la historia completa que tan interesante resulta (acaso gracias a esta trama fragmentaria e incompleta, que deja siempre con ganas de más). Tambor de arranque está estructurada en dos partes, cada una con cuatro capítulos que son viñetas de la vida de Leo, Isabel y su hija en momentos muy concretos; decisivos, si hemos de confiar en el autor.
Independientemente de si son o no los más reveladores, queda claro que son los únicos con los que cuenta el lector, y por tanto algunas acciones triviales alcanzan el estatus de ejemplares. Como si fuésemos vecinos fisgones, asistimos a los fracasos más íntimos de la pareja, a sus desencantos, problemas económicos e intentos por imponer sentido al mundo, muchas veces a través de sustitutos de los sentimientos como son la cama, un árbol, el coche, la perra, las casas o los tesoros de la infancia de Isabel. Igual que en un momento dado alguien en Tambor de arranque salta una tapia y accede indebidamente a la intimidad del vecino, nosotros lectores conocemos los entresijos de una historia sin estridencias, claramente fijada en un tiempo y lugar (Santa Fe en la actualidad) pero perfectamente extrapolable, como lo es toda buena obra literaria.
Pese a tener en común la sordidez de algunas escenas y el ambiente de crisis argentino, no encontramos aquí nada de lo que nos inquietaba en Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enriquez. No hay ningún monstruo ni elementos sobrenaturales, ni falta que hacen. Las armas de Bitar para el desasosiego son el realismo y el poder evocador de los objetos. ¿Quién no ha asociado –con razón o sin ella- algún infortunio a un acontecimiento, objeto o número determinado con el que coincidió en el tiempo? Leyendo Tambor de arranque me he sentido como aquel oficial de la Stasi de la oscarizada película de 2006 que espiaba la vida de los otros, para luego acabar embrollado en ella. Y es que a veces sucede que espiar al vecino puede conducir a terribles revelaciones sobre uno. Puede que, como dijo aquel, el infierno sean los otros, pero ¿acaso no os habéis dado cuenta de que los otros somos nosotros mismos? De quién y cómo narre nuestra historia dependerá que nos salvemos o nos vayamos todos a ese sitio que empieza con “c” y rima con carajo.
Tambor de arranque (Candaya, 2015) de Francisco Bitar | 112 páginas | 13 € | Premio Ciudad de Rosario 2012