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La visita perfecta para tomar el té

ELENA MARQUÉS | Hace unos años descendí a los infiernos de Gustavo Faverón con Vivir abajo; una puñetera novela maravillosa que no me atreví a reseñar porque, dijera lo que dijera sobre sus múltiples historias y sus escalofriantes personajes, me iba a quedar corta. Veía imposible plasmar la estructura laberíntica de un proyecto tan ambicioso como logrado, inspirado en la locura y con más crueldad de la que algunos son capaces de soportar («el horror, el horror…»).

Si esta vez no tengo tantos remilgos a la hora de decir cuatro cosas sobre Minimosca es porque me parece una injusticia dejar de compartir tamaña experiencia. (Una experiencia, aviso, dura y exigente.) Y porque ambas tienen muchos puntos en común, con lo que al hablar de una podemos perfectamente recordar la anterior.

Por lo pronto, el peruano ha conseguido que, en unos días terribles para mí, el universo contenido en sus seis novelas cruzadas me atrapara hasta el punto de olvidar momentáneamente el exterior. Si la literatura, por definición, tiene el «deber» de crear su propio mundo ajeno al nuestro, regido por sus leyes, pero tan real en su ficticia irrealidad que no dudamos en ningún momento de su existencia (¿no nos hace ver como normal la presencia de unas moscas bastante comunicativas con nombres de músicos barrocos?), Faverón escribe una literatura que te cagas. Su estilo es simplemente hipnótico y aterrador, lírico y brutal, único en su especie. Como si siguiera alguna de las consignas sobre el arte de vanguardia que aparece en la primera parte de la novela: hacer desaparecer «la creatividad y el placer estético, para que el arte muriera y comenzara algo diferente». Porque desde luego lo que hace Faverón es distinto a todo y huye del gozo de la belleza, aunque hay frases hermosísimas y ciertamente poéticas.

Pero sigo.

Los relatos de esta obra total son recorridos, también literalmente (nos trasladamos de un punto al otro del planeta), por unas vidas bien trágicas regidas por la maldad, el miedo, la locura, la desesperación, la soledad, el odio, el dolor, el caos, la ceguera, el crimen, la violencia y la muerte. Un cúmulo de sensaciones solo soportables por ese tono onírico continuo que te hace dudar de que todo este sindiós esté pasando. ¿Cómo pueden existir seres que sean descritos así: «Mataba por placer y le gustaban los actos simbólicos» o «Corre por Manantiales gritando poemas con un ladrillo en cada mano»? O esto último: «Intuí que sus ojos eran tiernos pero que en sus pupilas brillaba un fuego insoportable, como pasa con los personajes de Dostoievski».

No falta la intrusión de referentes literarios (Dante, claro, pero también Kafka) y de seres de carne y hueso (Duchamps, Stephen King, César Vallejo), más otros que ya aparecieron en su novela anterior, como el «cineasta» George Bennet, en un interesante y logrado juego metaliterario y autorreferencial por el que asistimos a fórmulas cervantinas de manuscritos encontrados y relatos insertos (las Memorias orates de Virgilio Luces, por poner un ejemplo). Aparte de que algunos de esos personajes parecen tener más de una vida o morir por etapas, como ese particular Herman Melville que es dos Melville, el que escribe El viejo y el mar y el autor de Moby Dick, mientras otros aparecen y desaparecen en los sitios más inverosímiles igual que si se abrieran de repente grietas o agujeros negros para que habiten en ellos.

Quizás por ese motivo, porque cada persona contiene a una multitud, el libro aparece precedido por una «Nota de los autores». Quizás también por ello hay personajes (Orpo-Kripo; el Santo-el Diablo; el Pintor Fugitivo-Richard Diekenborn; el mismo Virgilio Luces, cuyo romance con Matilde «fue multitudinario») con nombres distintos e incluso con una biografía real y otra inventada. O con una vida como persona y otra para su calidad de artista. Una puta locura porque a veces puede llegar a ocurrir lo de «La película del hombre que se quita una máscara de oso ante un espejo y descubre que hay un oso tras la máscara».

En cualquier caso la mayor parte de los protagonistas de esta historia que se bifurca hasta el infinito (aunque adelanto que hay sorpresa final e incluso final cerrado con anagnórisis clásica) están en continuo tránsito, son vagabundos empeñados en una misión de búsqueda o de huida o de ambas cosas a la vez. Y tienen con sus padres (y con alguna madre tal vez) una relación, más que conflictiva, enfermiza.

Por último (en algún sitio hay que parar, pues ya digo que Minimosca es inabarcable), otro elemento destacable de la novela es el descriptivo y plástico. En un momento dado se explica: «Dije que adaptar una novela al cine era un viaje de regreso, porque todas las novelas, antes de ser palabras, eran imágenes». Algunas de esas películas, o sus guiones, o sus proyectos de guion, se desarrollarán delante de nuestros ojos; y, para bien o para mal, oleremos, veremos, tocaremos y rozaremos todo lo que se nos pone delante como si estuviéramos allí; sentiremos el calor del desierto, la inseguridad del manicomio, la náusea ante un cuerpo que arde o que se pudre…

Como se dice hoy, esto no es un libro, sino una experiencia. Una narración con sabor a Borges (el peruano es, entre otras cosas, autor del ensayo El orden del Aleph, para que a nadie se le olviden sus preferencias y/u obsesiones), pero también a Bolaño y a Palahniuk, donde el lector oscila entre la estupefacción ante una escritura cuasi perfecta y las ganas de salir huyendo de la pesadilla y de un humor en ocasiones demasiado negro. Como cuando dice «una vez hubo un boxeador que entrenaba pegándole a su madre todas las mañanas hasta que un día la mató a golpes y el resto de su vida se la pasó culpando a su madre por no apoyarlo e su carrera». Así son los personajes de Faverón. La visita perfecta para tomar el té.

Minimosca (Candaya, 2024) | Gustavo Faverón Patriau | 720 páginas | 25,00 euros

admin

Un comentario

  1. Gran reseña. Entiendo que con «Bolaños» la estadista nos está diciendo que teníamos un único, inimitable Bolaño, y con Faverón ahora contamos con dos.

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