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Ladran, luego escribimos

EDUARDO CRUZ ACILLONA | Para un lector que huye de la comodidad de las mesas de novedades de las grandes superficies comerciales, para un lector con cierta inquietud por traspasar las portadas de los convencionalismos y del pensamiento único que impera en la mayoría de las listas de libros más vendidos, para ese lector, digo, siempre es un motivo de fiesta y regocijo el descubrimiento de un nuevo autor, de un nuevo libro, bien sea un novel o un consagrado y reconocido, bien sea un texto premiado o un manuscrito olvidado.

Eso me ha ocurrido con Miguel Ángel González. Crítico, profesor, cantautor, promotor musical, escritor, investigador y periodista. Así reza su tarjeta de visita. A caballo entre las letras y el estudio del flamenco, con una más que meritoria trayectoria en ambos palos se me aparece este granaíno de la mano de la editorial El Envés, que rescata de entre sus manuscritos, un año después de su muerte, la novela Cave canem, consecuencia directa de una sesión de espiritismo celebrada en su juventud y que detalla, entre otros aspectos de su vida, el poeta Álvaro Salvador en el prólogo que acompaña a la novela y que, a diferencia de otros muchos casos, es de más que recomendable lectura para conocer, entender y acercarse a la persona de Miguel Ángel González.

Cave Canem arranca con los parroquianos de una venta pobre (la Encrucijada se llama, al estar ubicada en el cruce de las afueras de un barrio también pobre en una ciudad cualquiera). Allí se juntan para conversar y arreglar el mundo a su manera a base de tragos de ginebra de dudosa calidad (aunque el camarero sostiene orgulloso que en su establecimiento no da gato por liebre, que el garrafón siempre es el mismo). Llama la atención que todos se expresan con lo que el narrador, en primera persona, pues es uno de dichos parroquianos, da en llamar “género barroco ditirámbico”, algo que se entiende fácilmente con un ejemplo:

“Pero prosiga, le suplico, sentiría como cosa inexcusable que mi presencia estorbase elocución tan circunstanciada como la suya”.

El propio narrador, Gabriel Monsalud Calpena, “cronista de barrio”, como lo define uno de los personajes, también se contagia de ese lenguaje engolado, rebuscado, antiguo, asemejándose a un valleinclanesco notario de lo cotidiano, dentro de las fronteras invisibles y cerradas de Muladar City, el pueblo donde habitan. Un pueblo, unas situaciones, unas gentes, que bien podrían haber sido contadas con anterioridad por el aire más costumbrista de Camilo José Cela o de Fernando Quiñones (amigo personal, por cierto, del autor; por lo que, quizás algo tuvo que ver en el uso de este estilo).

En la novela, el autor juega con el lector, lo traslada de escenario y de premisas sin advertencia previa y se inmiscuye en la trama en un hábil ejercicio metaliterario, convirtiendo al protagonista y narrador en poco menos que en un muerto de hambre de no ser por haber requerido de sus servicios y haberle contratado como “negro” literario. Así, el autor, con la ayuda de este escritor y de un enigmático anciano que viene a revolucionar su vida, entreteje una ficción a caballo entre lo onírico y lo real, entre lo fantástico y lo vivido. Estructura el relato de tan hábil manera que, según avanzamos en la lectura, nos va impregnando de incertidumbres, haciéndonos gozosamente partícipes del juego, un juego al que no adivinamos final o resolución lógica y, lo que es muchísimo mejor, ni siquiera nos importa, tal es el disfrute de ir avanzando en este extenso campo de páginas que más parecen arenas movedizas. La propuesta vital que el escurridizo y misterioso anciano ofrece al protagonista, hace que lo enfrente a sus más firmes convicciones, arrastrando al lector a posicionarse éticamente ante situaciones tan terribles como probables en un mundo donde, al contrario de lo que piensa el autor, el perro no es el único animal capaz de obedecer ciegamente la orden de matar… La amistad, la honestidad, la traición, la manipulación, el totalitarismo y el egoísmo son asuntos que subyacen en toda la novela y que nos hacen cuestionarnos sobre la condición humana. Escrita hace ya unos años, la novela no puede ser más actual.

Si antes mencionamos las reminiscencias de Cela y de Quiñones, también podemos transitar por el espíritu de las locas y justas andanzas de aquel quijotesco Faroni que inventó Luis Landero en sus Juegos de la edad tardía, para continuar atracando, sin solución de continuidad, en los puertos de un relato de Stevenson, El diablo de la botella, y de El extranjero de Camus, y finalizar con un “The End” de exquisito regusto cinematográfico que no hace sino corroborar el derroche imaginativo del autor (o de quien demonios haya escrito este libro, que uno ya no sabe…).

Cave canem (El Envés Editorial, 2021) | Miguel Ángel González | 176 págs. | 18,00€

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