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Las chicas de oro

LasChicasdeCampo

 

Las chicas de campo

Edna O’Brien

Errata Naturae, 2013

ISBN: 978-84-15217-58-9

300 páginas

18,90 €

Traducción de Regina López Muñoz

 

 

Sara Mesa

Me concentré en las hojas de té amontonadas en el fondo de mi taza e intenté predecir mi futuro. Buscaba en ellas alguna señal de aventura, ya que al cabo de una semana estaría en Dublín, lejos de todo”. Sed de vida. Necesidad de huir, de reafirmarse. Novela de iniciación y de descubrimientos. La protagonista: Caithleen, una chica a la que el hermoso paisaje de la Irlanda rural de los 50 comienza a asfixiar con su brutalidad (el padre alcoholizado y violento), su cerrazón (todos los habitantes se conocen y murmuran los unos de los otros) y su soledad (orfandad, rivalidades). Y sin embargo, Caithleen avanza siempre guiada por una luz que no se pierde: la del futuro, esa promesa de cambio, ese constante disfrutar del milagro de la vida. Nuestra protagonista hace constantes apreciaciones sobre el paisaje, que es capaz de admirar a pesar de ser para ella el telón cotidiano de su existencia: “Hacía unos de esos días límpidos y ventosos tan frecuentes en la región, con un viento potente que desplazaba alegremente las nubes. Era un día claro, y experimenté la felicidad de estar viva”.

Las chicas de campo es una novela luminosa y, a su vez, nada complaciente. Una novela que enfoca, a través de la mirada de una adolescente, las dificultades de crecer en un entorno complejo, pero que no se recrea en las paredes del pozo, sino que mira hacia arriba y hacia adelante. Caithleen es, junto con la maravillosa protagonista de Frankie y la boda de Carson McCullers, uno de los personajes femeninos más ingenuo y atrevido con los que me he encontrado nunca. El gran logro de la novela de Edna O’Brien (autora para mí desconocida hasta ahora, y a la que he llegado gracias a los halagos de grandes como Alice Munro, Philip Roth o John Berger) es dibujar a este y los otros personajes de su novela -especialmente los femeninos- con tal nitidez y profundidad que nos parecen estar realmente vivos.

El argumento de Las chicas de campo es muy sencillo: la joven Caithleen, desprovista de una familia en la que apoyarse, pero dotada de una fuerza de voluntad y una energía imbatibles, parte con su amiga Baba (o no tan amiga) a estudiar a un horrible convento, de donde escaparán para irse a Dublín e iniciar una nueva vida. Por el camino habrá amores, desilusiones, enfados, expectativas incumplidas, traiciones y sueños; en definitiva, todo lo que conforma el inicio de la vida adulta. La voz de Caithleen se nos antoja inocente y casi infantil, de modo que la novela tiene un tono de diario juvenil que al principio da la falsa impresión de descuidado, pero que no es más que el reflejo de una mente confusa y todavía inmadura. En un solo párrafo, Caithleen puede hablarnos al mismo tiempo del miedo de que su padre le dé una paliza su madre y de la ilusión de comprarse un par de calcetines nuevos, mezclando sus emociones como la niña que todavía es. Este recurso permite a la autora deslizar dentro de la narración -en apariencia liviana- una sutil crítica a la rudeza de la Irlanda rural, que nos recuerda a aquella otra que aparecía en los cuentos de Liam O’Flaherty o a la de, en otro contexto geográfico, el Winesburg Ohio de Sherwood Anderson. Hay que situar la novela en su momento de aparición: Irlanda, 1960. No olvidemos que se trata de una narración escrita por una mujer cuyos protagonistas son también mujeres que quieren defender su personalidad ante la opresión que las rodea: mujeres que se independizan, que estudian y trabajan, que fuman y beben y salen por la noche, que se rebelan ante la autoridad paterna y religiosa, que no se conforman, que lloran cuando el camino es difícil -pero también ríen-, y todo esto sin idealismos, sin sentimentalismos, con una naturalidad diáfana y, en el fondo, provocativa. Como era de esperar, la novela fue un escándalo en ciertos sectores puritanos, lo que a su vez la llevó a convertirse en un éxito y a que O’Brien prolongase su atmósfera en un ‘corpus’ literario formado por otras novelas de similares características (que, según anuncia la editorial Errata Naturae, serán traídas al público español dentro de poco).

Se ha comparado Las chicas de campo con El hombre tranquilo de John Ford por ese humor ligero, despreocupado y ácido que impregna un ambiente de fachada festiva. La melancolía que produce su lectura es la misma también que la de las canciones populares que se van intercalando en algunos pasajes (normalmente melodías de la época que tararean las niñas). Si el lector tiene tiempo, hará bien en acompañarse de esta curiosa banda sonora: “The Humour is on me Now”, “K-K-K-Katy” o “Buttons and Bows”. Una época dorada, aunque para llegar al oro estas chicas tengan que pasar momentos muy duros, y no son pocos. Una de las escenas que más me impresionó en este sentido sucede en el convento, donde Caithleen se hace amiga de una alumna mayor, Cynthia, que la protege de la autoridad cruel y arbitraria de las monjas. Todas las noches, antes de acostarse, Cynthia le daba un beso a Caithleen, quizá la única muestra de cercanía y cariño que podía recibir en todo el día. La reflexión de Caithleen al respecto es demoledora: “De habernos sorprendido, nos habrían matado”. Pero aún así siguieron. Con eso y con más, con mucho más. Esas son, justamente, mis chicas de oro.

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