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Las máscaras del anti-héroe

valleJOSÉ MARÍA MORAGA | Ocioso resultaría a estas alturas presentar aquí la figura de don Ramón María del Valle-Inclán, uno de los personajes más característicos del siglo XX cultural español. Su talla en el canon literario es indudable (y aun así, sostengo que no sabemos de verdad la deuda que nuestro lenguaje tiene con el de Valle), su mirada deformante sobre la realidad política y social es norma en España. A pesar de todo lo anterior, al hablar de Valle-Inclán suelen ser recurrentes los términos “figura”, “personaje” o “máscara” (yo ya he usado los tres) debido a que la imagen pública del autor gallego tuvo en demasiadas ocasiones más importancia que su producción literaria. Esto, que no siempre fue un problema para don Ramón, tampoco fue siempre buscado y fomentado por él, cuidadoso como pocos de presentarse a la prensa y al ágora de una cierta manera (léase decadentista, carlista, republicano o lo que tocara). Por ejemplo, uno de los máximos exponentes del teatro español nunca pudo disfrutar de un éxito de público a la altura de su obra (sí de crítica, al final de sus días). Divinas palabras, la trilogía Martes de carnaval o Luces de bohemia pertenecieron a un “teatro del arte” (alternativo, diríamos hoy), cuando no quedaron directamente sin estrenar en vida del autor.

Paralela a su obra y a su vida, corre, desde prácticamente el principio, su leyenda. Esta se alimenta de medias verdades, anécdotas algunas ciertas y las más de las veces apócrifas, y esa personalidad arrolladora: encantador con amigos y contertulios pero un trueno contra cualquiera que él percibiera como un posible ofensor, percepción debida a su peculiar y trasnochado (ya en 1900) sentido de la hidalguía. Añádanse una estética extravagante, agravada desde que se quedó manco en 1899 debido a un ridículo altercado asociado a un duelo, y un ingenio digno de Oscar Wilde y ya se consigue el cóctel perfecto para trascender al ámbito de la leyenda. Con un anecdotario y un acervo de citas célebres dignos del propio Wilde, Truman Capote o Groucho Marx, es normal que la vida y obra de Valle-Inclán se confundan con las del personaje, la figura. No obstante, tal vez radique en esto el interés de esta monumental biografía de Valle, a cargo de Manuel Alberca Serrano, quien no es la primera vez que se atreve con un libro sobre el tema. En una breve pero acertadísima “Presentación”, el biógrafo expone sus intenciones a la hora de dar a la imprenta esta obra, tras años de exhaustiva investigación: Alberca se propone nada menos que acercar la verdad al personaje de Valle-Inclán, o al menos, despojarlo de esa hojarasca de anecdotario falso y de exageraciones que se le ha ido pegando con el tiempo, debido entre otras cosas a varias anteriores (y deficientes, según él argumenta) biografías del escritor gallego. Entre ellas las de Francisco Madrid (1943), Melchor Fernández Almagro (1943) y Ramón Gómez de la Serna (1944), que pecan -al parecer- de poco científicas y nada rigurosas a la hora de dar por buenos los datos y anécdotas de la vida del biografiado. Tampoco está contento Alberca con su propia obra de 2002 Valle-Inclán. La fiebre del estilo, libro que tilda de “modesto” porque le “faltaban datos”. Así pues, don Ramón del Valle-Inclán, personaje a veces genio a veces chisgarabís (los calificativos son del biógrafo) merecía una mirada detenida y objetiva sobre su vida y obra. Es verdad que da la impresión de que todos sus coetáneos hablaron de él en sus diarios o memorias, por somero que fuera el trato que tuvieron (incluso de niños), y también es verdad que su leyenda ha perdurado hasta nuestra generación, con toda la distorsión que ello supone (estoy pensando en dos ejemplos: el Valle-Inclán que aparece como comparsa en Las máscaras del héroe de Prada, orinando en la calle y el retratado este verano por Eva Díaz Pérez en un artículo de prensa, plagado de errores, si hemos de creer el relato que de los mismos hechos hace Alberca).

El biógrafo, enarbolando las banderas de la precisión y el rigor, lleva al lector por un viaje de seiscientas cincuenta páginas a través de la vida de Valle, más otras cien de notas con sus fuentes, por si acaso no nos fiábamos de la veracidad de lo contado. Esto, que a todas luces debe ser aplaudido por su rigor científico y académico, no es garantía automática de “legibilidad”, y pese a que el propio Alberca es consciente de que “[u]na biografía debe observar el difícil equilibrio entre información y narración”, en este caso lamento decir que la narración es la gran derrotada en esta obra, seguramente porque “[l]a exhaustividad informativa es una de esas metas por las que el biógrafo daría casi la vida”. No me cabe duda, pero mucho me temo que la mayoría de los lectores no queramos darla.

Entonces, si Manuel Alberca se propone despojar a don Ramón de sus muchas máscaras, ¿cómo es la persona que se dibuja a través de sus acciones, sus declaraciones comprobadas y su carácter? Desde su juventud decadentista y calavera hasta sus años postreros de enfermo cascarrabias republicano ‘malgré soi’, Valle aparece como un hombre osbtinado, caballeresco, admirador de conceptos tradicionales como la hidalguía, el mayorazgo, los foros (instituciones caducas de un pasado con el que siempre gustó de entroncar) y pronto ligado al carlismo, como parece lógico según el credo expuesto. Pese a su trato encantador y amenísima conversación, cuando le buscan las cosquillas Valle aparece colérico, desafiante, sin miedo a ser detenido o a batirse en duelo, movido por su particular sentido del honor de caballero español. La contradicción parece ser una de las claves de un Valle sobreexpuesto en lo público pero receloso de mostrarse en privado salvo al círculo más íntimo. Desdeñoso de la Modernidad (no del Modernismo literario, en sus inicios), siempre admirará la ética castrense de los “hombres fuertes” frente al descontrol del parlamentarismo, lo cual no le impedirá ir en listas políticas (por el partido carlista) o padecer cárcel bajo la dictadura de Primo de Rivera (por el cariz antimilitarista de su obra, pese a ser admirador del etos guerrero). Amigo personal del general Obregón (presidente de México), cuando viva en Italia dirá que admira a Mussolini, mientras en España cultiva una amistad íntima con destacados políticos socialistas y otros republicanos como Manuel Azaña. Archienemigo de la Restauración borbónica (cómo olvidar su serie de novelas El ruedo ibérico), Valle no tuvo empacho en disfrutar de varios momios o cargos públicos a dedo vacíos de contenido, en los que sólo había que ir a firmar la nómina.

Frente a la tradición de un Valle medio liberal, uno de los dinamiteros del podrido régimen Alfonsino, que ocupó cargos en la II República, bienvenido en los actuales exámenes de Lengua de las Pruebas de Acceso a la Universidad, Alberca no duda en presentar a un don Ramón de extrema derecha, porque lo fue, según se demuestra en esta biografía. Su carlismo, mal reconciliado con su vanguardismo literario y apertura de mente en cuestiones artísticas, no fue como se ha repetido hasta la saciedad (en parte para acallar la mala conciencia que produce), un adorno o una veleidad estética. Fue en todo caso, una coherente bien que ingenua opción política e ideológica, como lo demuestran (más allá de su serie de novelas La guerra carlista) su duración en el tiempo, su trato frecuente y profundo con las élites carlistas de toda España (incluso con la familia real pretendiente) y su admiración por esta opción católica tradicionalista, que no se cansó de proclamar en entrevistas y conferencias, aunque pasara por fases de mayor o menor militancia. Valle fue, por tanto, un enemigo de la Restauración y un zapador del régimen de Alfonso XIII en tanto en cuanto él quería adelantarlos “por la derecha”. En otras palabras, criticaba a Isabel II por parecerle demasiado progresista, y así sucesivamente. Y si el lector me permite una pirueta, demos gracias a que el escritor gallego falleciera en enero de 1936 y no después, y a buen entendedor pocas palabras bastan.

No todo en la figura de Valle-Inclán es, por supuesto, su vida pública, y Alberca desbroza en la medida de lo humanamente posible (en ocasiones con una exhaustividad dolorosa para el lector) su vida familiar, incluidos matrimonio con la actriz Josefina Blanco, hijos y posterior divorcio en la República; su economía doméstica y pormenores de la administración de su obra publicada, en cuya protección y rentabilización mostró siempre un celo que lo aleja de la figura del bohemio o genio distraído. En este apartado, lo que más me ha sorprendido e interesado es comprobar el paulatino desencanto de Valle con el teatro, posiblemente el género que le granjeará la inmortalidad, debido a que los escasos éxitos comerciales que obtuvo en vida se debieron a traducciones o adaptaciones de obra ajena, o al estreno de obras suyas menores. Como ya se ha dicho, sus piezas de caza mayor (Divinas palabras, Luces de bohemia, etc.) solo fueron apreciadas por una selectísima minoría que las leyó o escuchó recitar por su autor.

Con todo, y a pesar del evidente interés que suscita la historia de un gigante de nuestras letras y de la vida tan movidita que llevó, esta biografía de Valle-Inclán adolece de otros dos grandes defectos, además del ya señalado de la falta de amenidad. Me duele decirlo, pero la redacción es, por momentos, defectuosa. Se trata de un problema de coherencia y cohesión, sin duda fruto de errores en la edición o de una labor de poda que no ha tenido en cuenta al eliminar un párrafo que en el siguiente aparece un pronombre que quedará sin antecedente, y estos son detalles que fácilmente podrán corregirse en siguientes ediciones, pero que detraen brillantez del conjunto final. Si a esto unimos la exhaustividad rayana en el tedio, hay que ser muy fan de Valle para leer La espada y la palabra sin arquear la ceja más de lo que a uno le gustaría en un libro tan serio. La otra gran pega que le pongo es que pese a las tesis iniciales de la “Presentación” (despojar a Valle de sus máscaras, clarificar la veracidad de los hechos contrastando todas las fuentes posibles), se echa en falta un capítulo de cierre a modo de epílogo, coda o corolario de todo lo investigado: una conclusión, vaya. Verdad es que el biógrafo desliza frecuentes preguntas retóricas e incluso brotes de lirismo en cada uno de los capítulos en que divide el texto, pero a mi juicio no llega a rematar con una conclusión autoritaria desde el punto de vista académico, algo así como un juicio para la posteridad, que se echa en falta.

Por prosaico que parezca, no me resisto a finalizar este texto sin un veredicto claro para el que lo vaya buscando. ¿Merece la pena esta biografía de Valle-Inclán? Sí, porque es la mejor y más nueva, y está exhaustivamente investigada. Merece la pena siempre y cuando nos interese mucho el personaje porque es mucha la información que vamos a recibir, y no siempre de la manera más deleitosa (digresiones sobre la industria conservera en la ría de Arosa en el siglo XIX, ‘anyone?’). Si no, haremos bien en mantenernos alejados de ella y conformarnos con, por ejemplo, un documental. Con todo, siempre agradeceremos a Alberca su esfuerzo por establecer, frente a la leyenda, “el relato veraz de los hechos”; por despojar a Valle-Inclán de sus máscaras.

La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán (Tusquets, 2015), de Manuel Alberca | 776 páginas | 26,90 € | XXVII Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias

admin

2 comentarios

  1. No me parece, en cambio, nada ocioso decir que esta reseña es magnífica, no solo por estar escrita (y documentada) de forma excelente sino porque se atreve a juzgar la obra en cuestión con todas sus consecuencias. ¡Aplausos!

  2. La industria conservera del XIX se merece esas páginas y muchas más, qué diablos, no menospreciemos su impacto, por dios. Por otro lado, aplaudamos al reseñista, qué diablos también.
    Excelente reeeentrè, rintrée, ggantgée o como se diga, Estado Crítico 🙂

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