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Las nevadas de San Isidro

Durante este mes de julio publicamos reseñas especiales. Les hemos pedido a nuestros estadistas que escriban sobre el libro más destrozado que tienen en sus respectivas bibliotecas. Y éste es el resultado.

LAS NIEVES DEL KILIMANJAROJABO H. PIZARROSO | Parece que está muerto pero no es verdad. Tan vivo en mí como lector que a veces me dan ganas de despertarlo aún a riesgo de saber que una vez despierto del todo, morirá para siempre en un contenedor azul para papel. Por eso no lo zarandeo. Por ese motivo no abro sus páginas. Por eso no entra este libro en mi txoko de relecturas y sobrevive, desde hace mucho tiempo, en una de las estanterías bajas de esta biblioteca que se asoma al acantilado de la calle Portal de Arriaga. Una vez soñé que se suicidaba, de tan cerca de la ventana como está, pero al despertar, comprobé que seguía allí, igual de viejo, igual de roto, igual de muerto, como un dinosaurio momificado. Y pensé en Monterroso. Entendí su cuento.

Miento, porque hoy he abierto con suavidad sus primeras páginas y he vuelto a olerlo. Huele como huelen los libros-cadáver. El perfume de tinta fresca que envuelve los primeros años de un libro se parece al perfume a limpio que envuelve los años primeros de un crío. Luego llegan otros, llegan como los años arriban, como atraviesan la visión las imágenes de cada estación en un viaje en ferrocarril: el olor a sudor de los sobacos, el olor a queso de cabrales de los pies, el olor a a costa y a leche agria del sexo húmedo, el olor de las grasas que se acumulan en los poros del cuerpo, el olor a humo del pelo maduro, casi cano. Las hojas de este libro de Hemingway incluso han superado esa fase de olores característica de la madurez, y más propia de la decadencia, de una casa que hasta el tiempo abandonó. Apenas huelen ya.

Pero si te concentras, se puede apreciar un cierto y lejano alarido olfativo que apenas es audible cuando acercas tu nariz a su tapa de cartulina de bajísimo gramaje o a sus páginas a las que es mejor no acariciar con las yemas de los dedos, no vaya a ser que se deshagan, que sean polvo, polvo enamorado, polvo de amor, de puro amor hecho polvo.

Las páginas están pegadas al lomo. Los libros fresados nunca se pueden desvirgar, no se pueden abrir con una apertura de ciento ochenta grados, ni cuando los compras, ni mucho menos cuando tienen, como este, cuarenta y tres años. ¿Cuántas personas lo habrán leído durante todo este tiempo? Recuerdo, y ahora hablo de memoria, que cuando lo compré, en una de las hojas de cortesía finales, había una lista de nombres. No era una lista de nombres caligrafiada por la misma mano. Cada nombre estaba escrito con un pulso diferente, cada nombre estaba grafiado desde un resorte de falanges distinto, desde una apoyatura diferente de índice, pulgar, pulgar-índice, índice-pulgar-corazón. También las tintas eran distintas, y las plumas, los bolígrafos con los que quedaron registrados en este libro-tumba unos nombres que ahora no me atrevo a descubrir. Supe que nombraban a los lectores y lectoras que se prestaban en medio de la noche aquel ejemplar y lo devoraban en horas para que aquel roadbook revolucionario siguiera su curso imparable en medio de la ciudad más oscura del mundo cuando el sol se hunde en el Caribe: La Habana.

Los cuantos de los flashes que sí persisten, como persistieron hasta hace unas décadas, harían que se esfumaran en la piedra las pinturas de Santimamiñe, son parecidos a los cuantos de luz que de manera sobresaltada desdibujarán la débil tinta y la poca consistencia de las páginas de este libro si decido alguna vez abrir y recorrer cada una de sus páginas en una sala iluminada por una lámpara cualquiera, ¡qué extraño! este libro se ha convertido en un libro latente, como lo estaba la imagen en el antiguo celuloide a la espera de la cámara oscura y del revelado. Solo podré leerlo a oscuras. Inmensa paradoja la de los libros muertos: hay que leerlos sin luz.

Yo lo compré en 1997. Lo compré en una librería del Vedado, en La Habana. Se trataba de una librería que no sé si existe hoy. Estaba detrás del cine La Rampa, donde aquel día ponían Fresa y chocolate. En una cuadra trasera a Rampa, la avenida principal, esa calzada que baja hasta Malecón. No recuerdo cómo se llamaba. Yo buscaba otra cosa, y me encontré con Las nieves del Kilimanjaro. Estaba en mejor estado de lo que está hoy, pero ya encanecido por el tiempo, nevado como el título. Aún se podía leer. Descubrí que entre los cuentos de Ernest, esta edición había incluido la entrevista tan famosa que le hizo George Plimpton para The Paris Review en 1954. Y leí con ese síndrome de Sthendal previo a la compra de un libro aquella respuesta de Hemingway sobre cómo y dónde escribió tres de los cuentos de este libro: «Los asesinos», «Diez indios» y «Hoy es viernes».

Hemingway responde:

Los cuentos que usted menciona los escribí en un solo día en Madrid, el dieciséis de mayo, cuando debido a una nevada se suspendieron las corridas de San Isidro. Primero escribí «Los asesinos», que había tratado de escribir antes y no había podido. Después de comer me metí en la cama para calentarme y escribí «Hoy es viernes». Tenía tanto jugo que pensé que tal vez me estaba volviendo loco y tenía como seis cuentos más que escribir, de modo que me vestí y me fui al Fornos, el viejo café taurino, y tomé café, y volví y escribí «Diez indios». Esto me puso muy triste y bebí un poco de brandy y me dormí. Había olvidado comer y uno de los camareros me trajo un poco de bacalao y un pequeño bistec, papas fritas y una botella de Valdepeñas.

La mujer que administraba la pensión siempre estaba preocupada porque yo no comía bastante y me haba enviado al camarero. Recuerdo que me senté en la cama y comí y me tomé el Valdepeñas. El camarero dijo que traería otra botella. Dijo que la señora quería saber si yo iba a escribir toda la noche. Le dique que no, que pensaba que iba a descansar un rato, ¿Por qué no escribe usted uno más?, preguntó el mesero, Se supone que solo escriba uno, dije yo. Tonterías, dijo él, usted podría escribir seis. Lo intentaré mañana, le dije. Inténtelo esta noche, dijo él, ¿para qué cree que mandó la comida la señora? Estoy cansado, le dije. Tonterías, dijo él (bueno no, la palabra no fue tonterías exactamente), ¿Cansarse después de escribir tres cuentecitos?, tradúzcame uno, dijo. Déjeme solo, le dije. ¿Cómo voy a escribir si usted no me deja solo? Así que me senté en la cama y me tomé el Valdepeñas y pensé qué formidable escritor era yo si el primer cuento era tan bueno como yo esperaba que fuera.

Salí de aquella librería a “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, y recorrí perdido algunas calles de aquella ciudad “donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo”, con mi libro bajo el brazo, recién nacido, como un Gálvez con su hijo muerto al pecho parándome en las cantinas mientras la noche caía gozando para, buchito a buchito, leer ametrallado por las visiones que me provocaban cuentos como «La breve vida feliz de Francis Macomber», «El gato bajo la lluvia», «Campamento indio», o «Colinas como elefantes blancos». Ayudé en mucho a que ese ejemplar se descompusiera, mediante tres sendas lecturas en las que alguna páginas de deshojaban y caían al suelo con un estruendo de pluma de ave. Luego lo abandoné. Años después viajó conmigo a Madrid, a Sevilla, a Bilbao, Vitoria, Cádiz, a toda cuanta ciudad colocaba puntos de fuga en mi transcurrir vital. Hoy aquí sigue. Muerto, muertecito como las cosas queridas. A veces a punto de lanzarse a la sima de su desaparición, un libro suicida, un libro que nunca más ninguna mano podrá acariciar sin miedo a romperlo, un ejemplar que en polvo se convertirá en medio de otros libros más robustos con los que comparte anaquel en mi biblioteca.

Las nieves del Kilimanjaro (Ediciones Huracán, 1975), de Ernest Hemingway | Traducción de Felipe Cunill

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