JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | El genial Alfred Hitchcock tenía una enorme capacidad para inmortalizar de un modo fascinante en sus películas algunas de las tendencias más extrañas del ser humano, como la habilidad de observar a través de las ventanas la vida privada de una comunidad entera de vecinos. Lo hizo magistralmente en La ventana indiscreta, donde un hombre de acción, atrapado con una pierna escayolada, sin nada interesante que hacer, se dedica a capturar imágenes de aquello que tiene frente a sus ojos. Sin embargo, el acto de espiar lo engulle de tal manera que la observación de la vida de los otros se convierte en su propio mundo.
Si en algo se parecen el protagonista sin nombre -quizás porque dentro de él podríamos en alguna medida caber muchos de nosotros- de nuestra novela y James Stewart es precisamente en ese comienzo: una persona obsesiva se transforma en un voyeur ocasional, especulando acerca de lo que les ocurre a los seres humanos que se dedican a vivir en ese único e intrigante paisaje que observa. Una ventana abierta por la que se adivina una misteriosa historia a la que, desde nuestra posición de lectores mirones, iremos entrando de un modo impúdico.
Escrita como un diario secreto, Mírame, es el libro con el que el colombiano Antonio Ungar (Bogotá, 1974) regresa, tras más de siete años, a la narrativa. Después del éxito de su anterior novela, Tres ataúdes blancos, con la que ganó el prestigioso Premio Herralde en 2010 y fue finalista del Rómulo Gallegos al año siguiente, Ungar desplaza la crítica feroz de la política en América Latina de aquella, para centrarse en esta en la crisis de la sociedad europea actual. Una mirada -la de un escritor emigrante y latinoamericano- que nos permite ampliar nuestra conciencia y nuestro juicio sobre muchos de los problemas que acontecen con los extranjeros en Occidente.
De nuevo lo visible, la realidad y su representación son nociones fundamentales de una historia cuyas fronteras, en ocasiones, se perfilan como difusas dentro de un recorrido donde se enfrentan las acciones de ver y de ser visto.
Como en Tres ataúdes blancos, también en Mírame, el protagonista es solitario y antisocial. Mas el de esta novela no es solo eso: es un tipo racista, homófobo y supremacista. Acomplejado y fetichista. Una persona con un trastorno obsesivo compulsivo de libro que repite compulsivamente y con enfermiza precisión (las cronometra, incluso) una serie de conductas en todas sus rutinas: la limpieza del cuerpo y de la casa -que anuncia una limpieza de las almas-, las caminatas programadas o las medicinas que él mismo se administra. Un protagonista (y narrador) que escribe en secreto, de forma minuciosa y metódica, en un diario íntimo, dirigido a una hermana prematuramente muerta y a cuyo recuerdo vive apegado, todo lo que va sucediendo en su vida. Lo ha empezado a escribir a raíz de la llegada a un piso al otro lado de los patios de su edificio de una familia paraguaya (un padre, dos hermanos y una hija de unos 17 años llamada Irina) en un barrio en el que cada vez hay más inmigrantes: hindúes o árabes o gitanos, da igual. El protagonista no hace distinciones. Para él todos son oscuros y enseguida despliega sobre ellos la presunción de culpabilidad. Muy pronto, el lector será testigo de las andanzas de esos nuevos vecinos, de los que el autor del diario sospecha que trafican con drogas.
En cambio, Irina, la hija, es otra cosa. Joven, hermosa y alocada -y a la que nadie parece querer en esa familia- empieza a convertirse para el protagonista en una obsesión. La espía primero con unos prismáticos, después la sigue en sus pasos por la ciudad y en sus relaciones, interviene en su vida sin que ella lo sepa y acaba colocando cámaras y micrófonos que le permiten verla desnuda en el baño, tendida en la cama, haciendo la comida y, en apariencia, siendo insultada y agredida por sus hermanos.
Pero, poco a poco, la lujuriosa y delictiva mirada del protagonista irá cobrando matices inquietantes. Con disciplina y persistencia, como supuestas virtudes, este «héroe de nuestro tiempo», que trabaja como traductor de folletos publicitarios y tiene en el banco una considerable cantidad de dinero, irá mostrando no solo sus traumas, sus debilidades o sus problemas para socializar sino una peligrosa e irracional obsesión con la idea de que los extranjeros algún día harán algo. Un odio frecuente en nuestro mundo y una cuestión, la de la inmigración, sobre la que Europa persiste en mirar hacia otro lado.
Pero en esta novela, la expresión de ese odio al diferente, Ungar nos la muestra enmascarada, al presentarla como una amenaza para la identidad pura. Una idea sobre la que, precisamente, un análisis reciente de la Universidad de Lund (Suecia) incidía, relacionando la nostalgia por el pasado imperial perdido en Europa -esa vieja república que tanto añora nuestro protagonista- con el crecimiento de la xenofobia. La llegada incontrolada de inmigrantes a la ciudad del narrador -un París no tan imaginario- hace más visible la pérdida del poder colonial con el consiguiente daño para el orgullo nacional o el prestigio internacional.
En una de las anotaciones del diario, se lee: «El barrio se está vaciando de personas y hace tiempo que se ensucia con esa avalancha que ya no se irá ni descansará hasta ensuciarnos a todos». Los inmigrantes, rumanos o paquistaníes, ocupan los supermercados y las farmacias, roban los trabajos, invaden con su cultura y con los olores de sus comidas, amenazan con la guerra. Para evitarlo el protagonista tiene un plan que nos intriga, un plan para un enigmático y presumible día N -«el final de todo lo conocido»- cuyo anagrama, como el de las caminatas, introduce en algunas páginas como el elemento visual que uno trazaría en un diario. Pero en esa idea exterminadora se cruza un elemento imprevisto: Irina.
Porque Mírame es una obra que, por lo que quiere ser y por lo que no, por lo que ofrece o se adivina, es muchas cosas a la vez. Es una obra transida de un poderosísimo aliento sexual que responde a un sexo primitivo y bestial que está antes y después del amor, pero que a menudo se confunde con el amor. Una obra en la que nuestro protagonista, enredado en los bucles confusos del deseo y de ese amor hacia la chica que vigila, creerá saberlo todo sobre ella, aunque acaso las cosas no sean al final como él piensa y, de pronto, el vigilado se convierta en vigilante. Porque hacia la mitad de la novela de Ungar, nada es lo que parece. Se abrirá una brecha ineludible entre la realidad y la percepción que el cerebro del protagonista hace de la misma. Y aparecerá, como sucede en el amor, el engaño, la vanidad y la ilusión: la certeza de que todo es apariencia, puro teatro.
Pero aún con su víctima en la tela de su araña, Irina, la única persona capaz de hundirlo y de hacerlo dudar de esa percepción de la realidad, será también la única persona capaz de salvarlo. Él y ella se han escogido, a pesar del odio que ambos sienten hacia todo aquello que significan. Sin embargo, al final, lo que crece entre los dos es la dependencia, la sumisión, el linchamiento emocional, lo que nos indica bien a las claras la cruda y patológica intensidad con la que viven su erótica y violenta relación.
Para sostener todo este edificio, Ungar hace uso de la reiteración simbólica de una serie de conceptos clave: una serie de palabras que el protagonista va recortando cada semana de los periódicos e introduciendo en un frasco, los viajes a una misteriosa granja y el proceso de construcción de unos enigmáticos ángeles de yeso, esos larguísimos paseos por la ciudad… En torno a ellos se articula la trama y se mantiene mientras va mutando el carácter de la historia.
Con todos esos mimbres, el autor nos presenta un diario salvaje, terrorífico y nihilista que ofrece un retrato poco favorecedor de la sociedad europea actual y de sus protagonistas. Como en su anterior novela, también en esta, existen varios niveles de lectura: uno que habla sobre la locura y el aislamiento del protagonista, otro que narra una historia de amor, sexo y engaño, otro cercano al thriller sombrío o a la novela de intriga y ese otro referido al pánico y al desprecio que siente el narrador hacia el extranjero.
Ungar hace un esfuerzo para que todas estas piezas encajen en las cuatro paredes de su libro y el argumento fluya, sin depresiones, en la estructura creciente de ese falso diario. Era un ejercicio arriesgado del que el colombiano sale airoso. Lo hace con el estilo brillante al que nos acostumbra, directo y conciso, el que pide la narración vertiginosa de unos acontecimientos que irán precipitando un desenlace que, solo a medias, se adivina.
Antonio Ungar ha escrito una novela «absorbente, inquietante y perturbadora». No solo es una reflexión acerca de la crisis actual de esta Europa que no sabe qué hacer con los inmigrantes y de nuestro papel ante esa realidad y frente a la xenofobia. El portentoso retrato de su personaje, arrastrado por dos obsesiones, Irina y saldar las cuentas con estos invasores extranjeros, nos enseña, en un imparable crescendo, más sobre la Europa de la inmigración o del odio al extranjero, que las frías estadísticas que aparecen diariamente en los periódicos. Una novela, en definitiva, de emociones elementales mostradas con crudeza y excelente pulso en la que todo lector se sentirá cuestionado, horrorizado, entretenido, y de la que saldrá, seguro, conociendo un poco más sobre la naturaleza humana y sobre uno mismo.
Mírame (Anagrama, 2018), de Antonio Ungar | 192 páginas | 16, 90 euros.