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Lección de Ory

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JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | Ory creía en la lectura. Lo aprendió, antes de hacerlo por cuenta propia, de la práctica de su padre y en los libros de la biblioteca de este a los que tuvo, desde muy temprano, acceso directo en su casa natal de la Alameda en Cádiz. Cuando llegó a Madrid, con apenas 20 años, había acumulado lecturas que no se estilaban en la España de entonces. Lecturas que incluían desde Emerson, Nietzsche o Carlyle, hasta Dostoievski o Faulkner, pasando por los románticos y simbolistas franceses o por los autores hispanoamericanos modernistas y decadentes. Una extensa y compleja fuente de raíces estéticas y literarias diversas que Ory absorbe y a las que da una impronta personal y sugerente. La intersección de todas ellas no pudo ser más fértil en su creación literaria. En ese patrimonio, copioso y heterogéneo, no faltaron lógicamente los autores del 27, a los que leyó con interés desde bien pronto. En especial, se sintió deslumbrado por Lorca y por Alberti. De hecho, al granadino lo homenajeó, consciente y emocionadamente, en su libro manufacturado Romancero de amor y luna de 1941. No obstante, aquellos versos no pasaron de ser un ejercicio de admiración adolescente. Un pecado liviano del que liberarse lo antes posible.

Por eso, cuando Ory llega a la capital, el poeta de mayor influencia y popularidad de la literatura española del siglo XX no solo no mereció ocupar un lugar destacado entre sus referentes literarios sino que fue objeto de rechazo por parte del recién creado grupo postista. Su mentor, Eduardo Chicharro, le enseñó al gaditano, con mayor o menor éxito, a detestar a Lorca y otros poetas sagrados -«¿Qué son, en realidad, para el Carlos de Ory el soniquete de Juan Ramón Jiménez, los oropeles de Rubén Darío, los monigotes de García Lorca y las cochinerías de Pablo Neruda…?», se pregunta- y a todo lo que en España «apestaba a gitanería y machungería (sic), a retórica, a podredumbre, a casa de putas, y a españolismo, al cacarear sobre Ortega y d’ Ors, sobre Maetzu y Zunzunegui». Además, por estas fechas, Ory inicia su Diario donde tampoco habrá referencias a Lorca ni este figurará en sus listados de autores predilectos. Lo que no es significativo, pues en esas listas nunca incluyó el poeta gaditano a ningún autor español de la pasada centuria. Una aparente desatención que no es sino una pose a la hora de situarse frente la sociedad literaria de su tiempo.

No será hasta mediados de los 60 que Carlos Edmundo de Ory no vuelva «oportunistamente» a Federico García Lorca para incluirlo en alguno de sus proyectos literarios. Serán unos años de constantes viajes a España para dar lecturas y conferencias. Y el granadino comparecerá como tema en alguna de ellas. La primera, el 17 de agosto de 1965, en los XVI cursos de verano de la Universidad de Sevilla en Cádiz. Dos años antes lo hará en un artículo en la revista Índice en el que el gaditano pone en relación al poeta granadino con el surrealista francés Robert Désnos.

A finales de 1967, Ory vive uno de sus periodos vitales más críticos: separado de su mujer, sin empleo, alejado de su hija y sin el reconocimiento que su obra merece. En tales circunstancias, trata de sobrevivir de lo único que se le da bien: la literatura. Aparece entonces, editado por Éditions Universitaires, en una colección de estudios monográficos sobre grandes autores (“Clasiques de XX siècle”), su ensayo Lorca, en traducción francesa de Jacques Deretz. Hubo una posibilidad de publicarlo en la célebre Gallimard, pero el gaditano se negó cuando pretendieron disminuir el número de sus páginas. Se trataba de un breve análisis interpretativo del universo poético del granadino que intentaba aprovechar el interés que el asesinato del poeta estaba suscitando en el ámbito cultural y periodístico. Lorca era un tema habitual en la prensa de 1967: ABC, Mundo Hispánico, conferencias de Giménez Caballero. En esa línea, Francisco Umbral publicará al año siguiente su Lorca, poeta maldito. Y como casi todos los libros de Ory, tuvo también este un accidentado proceso de edición. El libro se retrasó por culpa del traductor –en un principio lo iba a traducir su mujer- que «es un verdadero pelma», según palabras del gaditano. Además, lo que había visto de Deretz no le había gustado nada: «correcto quizás, a salto de mata, no sabe a fondo el español. ¡Qué desgracia!». El editor dice, por otra parte, que la traducción al francés le compete pagarla a Ory. Por eso no recibirá los derechos de autor que le corresponden por contrato. Pero es que ni siquiera conseguirá ver los primeros ejemplares hasta bien entrado 1968. Luego de publicado en francés, cuando empezó Ory a aparecer con cierta continuidad en España, no le tuvo el gaditano especial aprecio a su libro lorquiano, pues no lo ofreció a editorial alguna, relegándolo quizás por la necesidad de dar a conocer antes su poesía, su narrativa y sus diarios.

Ahora el texto original en castellano de aquel libro se pone a nuestro alcance, más de 50 años después de que viese la luz la versión francesa, de la mano de El Paseo Editorial, con un trabajo introductorio amplio, concienzudo y esclarecedor de la profesora Ana Sofía Pérez-Bustamante, quien nos demuestra que, aunque en su origen sus capítulos pudieron funcionar como artículos o conferencias, hay en el resultado final una clara concepción de unidad.

Que Ory no es un lector cualquiera lo demuestra precisamente en esta obra. Su acercamiento al escritor más renombrado y recordado de la Edad de Plata de las Letras españolas es sorprendente y revelador. Si bien es verdad que el libro fue un encargo y una manera de paliar necesidades, sus logros metaliterarios no son para nada una manera de salir del paso. La actitud y el carácter con el que el poeta gaditano se enfrenta a Lorca, su agudeza e intuición, están al alcance de pocos estudiosos de la literatura. Algo que probablemente pasara desapercibido para los lectores franceses, pero que ahora en la versión original es todo un descubrimiento.

Ory mira a Lorca de poeta visionario a poeta visionario. Y lo estudia con una admirable capacidad para desmenuzar sus textos poéticos primordiales. Retirarles la piel, cortarlos hasta la médula, seguirlos cada arteria y cada vena y luego poner en pie a un nuevo ser con argumentos solventes. Con un análisis desprejuiciado, valiente e incisivo, trata de iluminar sus sombras, desvelar sus misterios, desentrañar su energía, ubicar su tradición, diseccionar sus inquietudes religiosas, sus referentes espirituales, filosóficos y literarios (Virgilio, Platón, San Juan de la Cruz, Góngora, Mallarmé, Unamuno, Nietzsche, Wordsworth, Antonio Machado…). Referentes que, a veces, son los del propio Ory que se estudia a sí mismo en el Lorca de sus primeras influencias poéticas y en el Lorca más adulto, en los ecos de la tradición modernista andaluza, en la ascendencia de los orientalismos y las vanguardias, en la nostalgia del paraíso perdido o en la confrontación del estilo neopopular de Alberti (alegre y luminoso) con el del poeta de Fuentevaqueros (sombrío y dramático).

No estamos ante un estudio académico. Aquí habla un poeta con la mirada y el lenguaje de un poeta. Y ese poder es lo único que le permite ver algo que otros no han visto en la obra de Lorca. Ory se las apaña para adentrarse en el laberinto de su poesía para sorprendernos con juicios y observaciones nuevas. Su lectura nos ofrece, por ejemplo, una más que interesante revisión del Romancero Gitano, reivindicando su valor desvestido del ropaje de su gitanismo, una cuestión meramente decorativa que, en realidad, cuenta menos de lo que se ha querido entender. Además vincula con acierto este libro a la resurrección de Góngora llevada a cabo por el 27 y señala que la voz más pura de Lorca con respecto al Sur y al mundo flamenco se halla en el Poema del cante jondo, un libro mal leído, pero más profundo y verdadero.

También es convincente Ory cuando, al leer Poeta en Nueva York, desarma su retórico surrealismo impenitente planteando la obra como un excelente ejemplo de expresionismo literario. Algo menos, por forzado y casual en la mayoría de ocasiones, se muestra el gaditano cuando traza más que un paralelismo entre la obra del modernista y amigo de su padre Salvador Rueda (polémico capítulo que apareció publicado en Cuadernos Hispanoamericanos en 1971) y la poesía lorquiana.

A lo largo del libro, nos damos cuenta de que Ory, ya liberado de las provocaciones postistas, no desmerece en ningún momento el genio de Lorca. Pero eso no quita para que deje de señalar sus debilidades, esa facilidad suya para el espumillón y la guirnalda, para ese porcentaje de «ajonjolí», como él mismo lo llama, que aparece, de vez en cuando, en sus símbolos e imágenes. Pero es que Ory está ahí también para detectar algunas flaquezas y combatir convincentemente algún que otro tópico lorquiano.

El Lorca de Ory no es un libro menor. Nos ayuda a profundizar en la obra del granadino y nos invita a releerlo con ojos oryanos. Hoy España es un país plagado de escritores que no leen. Crecen y se multiplican al igual que las setas venenosas, que diría Bukowski. Por eso, encontrarnos en el cuadrilátero de estas páginas con dos pesos pesados que representan, cada uno en su medida, buena parte de la literatura española del pasado siglo, es una oportunidad para recuperar lo que en las letras españolas se está perdiendo: la lectura y la relectura de nuestros textos y autores más sagrados.

Lorca (Edición de Ana Sofía Pérez-Bustamante. El Paseo Editorial, 2019) | Carlos Edmundo de Ory | 288 páginas | 19,95 euros

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