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Libertad con ira

descarga (2)Probablemente sea el último «clásico», arropada ni más ni menos que por la revista Times y el presidente Obama. La publicación de Libertad (2010) de Jonathan Franzen se vendió al mundo como «el gran acontecimiento literario» del año y muchos lectores corrieron a comprobarlo. Como nuestro estadista José María Moraga, que quedó absolutamente desolado ante el inocuo y conservador mensaje que planea sobre esta ‘über roman’ con alma de ‘best-seller’, más preocupada por las libertades de los pájaros que por las de los seres humanos.

 

 

José María Moraga

El supuesto clásico del que voy a hablar mal es la novela Libertad de Jonathan Franzen, publicada en España en 2011. Pero antes, me gustaría recordar que el DRAE define “clásico” en su tercera acepción como “Dicho de un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia.” ¿Acaso os da pereza que dé noticia aquí de lo que es obvio o fácilmente accesible en cualquier otra parte? ¿Y si os dijera que considero I-M-P-R-E-S-C-I-N-D-I-B-L-E remontarme a una fuente clásica (“7. Que no se aparta de lo tradicional, de las reglas establecidas por la costumbre y el uso”) para explicar una cosa de anteayer? Seguro que también os parecería un gesto estúpido, y sin embargo, eso es lo que se viene haciendo desde siempre en las aulas de la universidad española, donde para decirte qué es un microrrelato se tienen que remontar a la definición de poesía que dio Aristóteles hace veinticinco siglos.

Basta ya de ranciedad y apulgaramiento, abramos pues las ventanas y que entre un poco de aire fresco en el canon literario, por ejemplo. Después de todo, el sintagma “clásico moderno” tampoco es de reciente invención, y obras nuevas o relativamente recientes bien pueden dar un paso al frente y aspirar a su lugar en esa lista egregia de lecturas que deben ser tenidas como modelo, que son objeto de estudio universitario, que se recomiendan una y otra vez. Así, en los últimos quince años nos ha llegado de los Estados Unidos (verdadero faro de la literatura del siglo XX, ¿por qué no habrá de serlo en el XXI?) una nueva generación de escritores con vocación de clásicos modernos. Hijos del postmodernismo, todavía cabalgándolo con firme zancajo por más que rechacen su etiquetado, los Jeffrey Eugenides, David Sedaris, Dave Eggers, David Foster Wallace o el que nos ocupa -Jonathan Franzen- han dado ya a día de hoy un influyente ‘corpus’ literario que va camino de convertirse en impresionante.

Algunas de sus obras tienen clara vocación de clásico, aunando el aplauso de crítica y público, como es el caso de Middlesex (2002) de Jeffrey Eugenides, La broma infinita (1996) de David Foster Wallace o Las correcciones (2001) del propio Franzen. Si tuviera que apostar por un solo nombre de esta “generación” para pasar a la posteridad (algo que nadie me ha preguntado, soy consciente), yo diría que será David Foster Wallace el que se lleve el gato al agua de figurar en los libros de texto. Esto lo digo por razones literarias y de las otras, a tenor de lo que he leído de todos estos autores y del “culto” que ya parece rodear a la figura del difunto escritor neoyorquino. Dado este contexto, la irrupción de Libertad de Jonathan Franzen en el mercado literario global pareció estar acompañada del apetecible marbete de “Clásico instantáneo”, acaso infundido por sus editores pero rápida y ágilmente recogido y amplificado por toda reseña o suplemento literario que se preciase. Recuerdo que hubo un tiempo, hace tres años, en que resultaba imposible acudir a una librería seria y pedir una recomendación sin que le intentasen a uno colocar la cuarta novela de Franzen.

Yo piqué, confieso que movido más por lo que de participar en el ‘Zeitgeist’ pudiera tener leerla que por un verdadero interés en la obra, y desde sus primeros compases me di cuenta de que me encontraba ante lo que castizamente se podría definir como un “queo”. Nada en aquella robusta novela (587 páginas en mi edición) parecía justificar ni remotamente la fama o mérito que por doquier leía atribuidos a la novela: ni el lenguaje (llano, ramplón, carente de artificio o belleza), ni los personajes (anodinos tipos aspirantes fallidos a epítomes de su generación), ni la estructura (postmodernamente estándar), lograron emocionarme o hacerme pensar en que Libertad iría a perdurar o a ser tenida por “modelo digno de imitación”. Ni siquiera la trama, último refugio del postureo lector en esta era de Lisbeth Salanders, Señores Grey y canciones de hielo y fuego, podía salvar la lectura de una tediosa novela, abundante en lugares comunes y a todas luces fallida, pues cometía el que para mí constituye el peor de los pecados: ni entretenía ni hacía pensar (en nada que no fuese cerrarla), con el agravante de tratarse de una obra obviamente concebida para representar una generación de la historia norteamericana y su visión del mundo, en otras palabras: una novela pretenciosa.

En cuanto a su mensaje o importancia ideológica, también en esa pata del banco flaquea Libertad de Jonathan Franzen, ya que este reputado ‘best-seller’ cuasi folletinesco puede ser resumido en tres ideas clave (como ya escribí por ahí en otra parte): #1: Si somos libres para elegir cómo vivimos, no podemos culpar a los demás de nada de lo que nos pase (de ahí el ‘leitmotiv’ libertario que llega al título), #2: El capitalismo es malo y el Hombre Blanco malo se está cargando a Mama Tierra y #3: La familia es lo primero. Conviene recordar que en los Estados Unidos, la palabra “liberal” tiene el sentido opuesto al que últimamente se le da aquí. Si en España un liberal es un capitalista de derechas que escucha a Federico Jiménez Losantos, allá un liberal es un progresista, me atrevería a decir que de izquierdas. De ahí que las ideas liberales constituyan la columna vertebral de esta novela, con su énfasis en la ecología, la crisis de las hipotecas ‘subprime’, la condena a los años Bush y a todo el quilombo del 11-S, Irak y las armas de destrucción masiva. No obstante, en su historia de varias historias de una familia y sus allegados, Libertad es también una novela de amores, y no deja de resultarme paradójico (cuando no contradictorio) que una obra con un tan claro ADN progresista acabe por concluir que lo más deseable para todo el mundo sea casarse y procrear, cada oveja con su pareja, porque fuera de la familia solo hay chaladuras, dolor, injusticia, gente borracha, intentos de suicidio, accidentes de coche, esguinces… lo cual, si se me permite observarlo, encierra el mensaje más absolutamente conservador y reaccionario del mundo.

En conclusión, que si la ranciedad y el inmovilismo hacen daño a los libres espíritus lectores, en ocasiones la dictadura de lo efímero y el atractivo del “aquí a hora” (valores supremos en nuestra mentalidad actual) tampoco son garantía de calidad o clasicismo entendido como lo entiende el DRAE. Nada más lejos de mi intención que desacreditar a la generación de autores norteamericanos mencionados en el segundo párrafo: antes bien, recomiendo mucho su lectura, pero atenta y reposada, porque hay que separar muy bien la paja del grano. Y no, tampoco quiero con esta reseña mandar automáticamente al paredón a Jonathan Franzen, quien -lejos de parecerme un charlatán o un payaso- se me antoja un intelectual mediano obligado a llevar unos ropajes de genio que (todavía al menos) le vienen grandes. Lo que sí espero que haya quedado claro es el hecho de que considero su Libertad un falso clásico, una pipa vana, un “buñuelo de aire” (robo la frase a Manolo Haro). El emperador tiene un traje nuevo, amigos, y está confeccionado con plumas de reinita cerúlea.

admin

3 comentarios

  1. Y aquí es el momento de afirmar que Las correcciones tampoco es tan, tan. Ni mucho menos.

  2. Muy buena, amigo. A mí «Las correcciones» me gustó, pero desde luego no me atrevería a asegurar ni de lejos que es un clásico.

  3. Me permitiré disentir con el recensor, sanamente. La crítica, admito, va a la yugular y despieza a la res de 700 páginas (mi edición norteamericana) en sus partes esenciales. La alusión al «Zetgeist» es brutal, y admito que fue mi señuelo para acudir a la novela, pese a estar bastante desabastecido de estrictas novedades en condiciones habituales.
    Me parece que vamos a estar en desacuerdo en el valor que le damos al uso del lenguaje de Franzen. Ignoro los aciertos y desaciertos de la traducción española, pero el punto fuerte de la escritura es ese «posmodernismo estándar» que perfectamente describes en la nota, y que en mi opinión pone en cuestión los mecanismos comunicativos de la sociedad estadounidense (por absurdos y someros, se entiende). Me parece muy trabajado y sutil ese aspecto. Pero como la lengua de comunicación estándar es tan, tan distante entre EE.UU. y España, y no me refiero a gramática descriptiva precisamente, pues ahí se pierde el núcleo duro del valor que pueda tener la novela. Volatilidad que ni el más ducho traductor puede transferir cabalmente, supongo. Pero esto es sólo mi opinión, vamos.

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