Una de las estrellas del verano de 2013 es La verdad sobre el caso Harry Quebert, escrita por un jovenzuelo suizo, Jöel Dicker, que así plantea sus credenciales para convertirse, en el mejor de los casos, en el Ken Follett del siglo XXI y, en el peor, en el multimillonario autor de un solo éxito. La verdad sobre… puede leerse de dos maneras. En primer lugar, como un entretenido subproducto que cumple todas las condiciones para arrasar en las listas de ‘best-sellers’: una escritura que, siendo muy generosos, puede calificarse como transparente y, en el peor, como totalmente impersonal, carente de cualquier rasgo de estilo: el autor puede ser Dicker, a sus veintisiete años, o un redactor competente de folletos de Mercadona o Viajes de El Corte Inglés. Luego, posee un protagonista atractivo, Marcus Goldman (a pesar de sus orígenes, el autor lo ha ubicado en Estados Unidos, probablemente porque es el país que, sin duda, tiene más resonancia en la imaginación global), un joven escritor con una crisis literaria (ya no sabe de qué escribir, vaya por dios). Goldman es simpático e inofensivo. Carece de tendencias depresivas, rarezas irritantes, manías absurdas y obsesiones megalomaníacas: es decir, no se parece en nada a cualquiera de los muchos escritores de carne y hueso que conoce quien escribe esta modesta reseña y no inquieta en absoluto a un lector medio. Su crisis literaria es igualmente irreal y tópica (si quieren leer una descripción genuina de una, les aconsejo echar un ojo a Mao II de Don DeLillo); le lleva a viajar a una Nueva Inglaterra reducida a unas cuantas agradables postales turísticas, donde reside su mentor, Harry Quebert, un legendario sabio y escritor que también es muy simpático y agradable: mientras leía, a ratos me lo imaginaba con la cara de Jack Lemmon y, a veces, con la de Robin Williams, aunque la trama pergeñada por Dicker no estaría a la altura de tan notables intérpretes, sino más bien correspondería a uno de los muchos telefilmes de intriga que suelen (o solían) emitir en la tele a primera hora de la tarde o de madrugada. Bien: resulta que el bueno de Quebert guarda un gran secreto en su pasado. Mientras estaba redactando su primer novelón, mantuvo una relación con una jovencita llamada Nola (que es ciertamente menor de edad, pero no tanto como para convertirla en una peligrosa y pederástica lolita y por lo tanto agitar la adormecida conciencia del citado lector medio) que, además de inspirar su obra, fue, al poco tiempo, asesinada o, al menos, se supone que fue asesinada, porque nadie ha encontrado su cuerpo… hasta ahora. Lo que sigue es el acostumbrado juego de pistas falsas, vueltas de tuerca, engaños y personajes-que-no-son-lo-que-parecen, con unos policías que actúan exactamente como lo hacen los policías en los telefilmes, unos cuantos palurdos estadounidenses que corresponden con toda exactitud a la imagen que tenemos de ellos tras cientos de referencias cinematográficas y la gran, gran sorpresa final, que es todo menos sorpresa, si hemos leído antes unas cuantas novelas de esa hábil prestidigitadora que fue doña Agatha Christie, cuyo talento para los finales inesperados supera en mucho al del joven Dicker.
En una escala ‘best-seller’, colocaríamos La verdad sobre… por encima de engendros infumables como 50 sombras de Grey o las obras completas del muy infame Dan Brown, pero decididamente por debajo de (Stieg) Larsson que, al menos, fue capaz de colocar a una auténtica friki casi autista en el corazón de su trama y a varios años luz de la mejor versión de Stephen King.
Hay otra manera de leer esta novela: como la ganadora de un Premio Goncourt des Lycéens, de un premio de la Academia Francesa y del Premio Lire. Como una novela “de verdad”. No lo aconsejo. Resulta, francamente, descorazonador y deprimente.
Totalmente de acuerdo: demasiado ruido para tan pocas nueces
Y mucho crítico de grandes medios siguiendo «la voz de su amo»…