Juan Carlos Sierra
Confío en el criterio de mis amigos lectores. Y también en el dicho de que la mejor promoción de un libro es aquella que se hace «de boca a oreja», por encima de campañas de marketing o de suplementos especializados. Por eso el recorrido de mis lecturas de este año tiene que ver más con lo que me han ido recomendando esas personas cercanas. Parafraseando libremente a José María Moraga, qué lástima de tiempo y de dinero perdido en la formación de uno como filólogo para al final despreciar el camino más o menos científico de los estudios literarios -si es que eso se puede aplicar a la literatura- y apostar por las charlas de barra de bar. Pero, ¿qué se le va a hacer?
El primer libro que se me viene a la memoria es ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? Superficiales, del estadounidense Nicholas Carr, una reflexión bien documentada y argumentada acerca de las posibles consecuencias que el uso cotidiano de internet puede causar no solo en nuestros cerebros, sino en nuestra identidad como seres humanos y en nuestra responsabilidad como ciudadanos. Ya había leído un artículo de este autor que iba en la misma línea -«¿Google nos está volviendo estúpidos?»-. Hablando de este artículo con un compañero de trabajo -y, sin embargo, amigo-, me mencionó Superficiales con un entusiasmo contagioso e insistente. Así que me lo puse de deberes para las vacaciones estivales y he de admitir que tras su lectura puedo resultar tan entusiasmadamente pesado -y viceversa- recomendándolo que cualquiera podría pensar que me llevo algún tipo de comisión.
Antes de este ensayo, ya me había metido en la red con el filósofo surcoreano Byung-Chul Han y su En el enjambre. Un libro que termina con esta afirmación en su último párrafo -“La psicopolítica digital se apodera de la conducta social de las masas, pues echa la zarpa en su lógica inconsciente”- bien merece una ojeada armado con un buen lápiz señalador. En esta ocasión el consejero de lectura no fue otro que mi vagabundear por un afamado establecimiento de libros y otros cacharritos.
Siguiendo en esta línea ensayística y casi apocalíptica, en la última reunión del club de lectura al que pertenezco una compañera nos habló con verdadero deslumbramiento del escritor israelí Yuval Noah Harari y de su obra De animales a dioses. Breve historia de la humanidad. Pues bien, lo terminé el pasado fin de semana y he de admitir que el punto de vista que maneja, estrictamente biológico, contribuye a que este volumen no solo sea original en su planteamiento, sino sobre todo en su finalidad, que me da la impresión que no es otra que la de desbaratar esos artificios, mitos y prejuicios que están adheridos a nosotros tanto como nuestro ADN; hasta el punto de que pensamos que forman parte de la naturaleza humana.
También desde el club de lectura me vino la sugerencia de releer a Mohamed Chukri. Hacía un par de veranos que había leído El pan a secas y Paul Bowles, el recluso de Tánger. Ahora se trataba de finalizar el camino iniciado con la primera parte de su biografía novelada o novela autobiográfica. De modo que durante el pasado otoño cayeron, con la misma fascinación y desasosiego que en su momento El pan a secas, Tiempo de errores y Rostros, amores, maldiciones, todos ellos en las magníficas ediciones que Cabaret Voltaire está sacando para poner a Chukri en el lugar que se merece. Y al final fui a una especie de mesa redonda donde se hablaría de todo esto y me encontré como moderador a Fran G. Matute y a Alejandro Luque tocando el piano.
Y aquí empieza el relato de la comunidad de Estado Crítico, mucho menos frecuentada de lo que yo quisiera, pero muy rica en amistad lectora. Así, Fran me pasó la primera parte de las memorias de Roger Wolfe, Luz en la arena; y está pendiente la segunda. Alejandro me invitó a releer a Antonio Machado para una pequeña colaboración en el periódico para el que trabaja. José Mª Moraga y José M. López me reclutaron para una mesa redonda sobre Platero y yo, para lo cual tuve que releer el ¿clásico? de Juan Ramón Jiménez. Nunca les agradeceré lo suficiente esta invitación a trotar sobre el burrito de Juan Ramón por los campos de Moguer, porque gracias a ellos ahora tengo claro que este pollino no me pega ni un revolcón más. También he leído con gran placer libros nacidos también de las plumas de EC, especialmente La lluvia y Los huesos olvidados de Antonio Rivero Taravillo, Simulacro de Rafael Suárez Plácido y Escarnio de mi vecino Coradino Vega.
Entre el ocio y el negocio, entre la amistad y el compromiso, también se me han arrojado guantes que he recogido con gusto. El más importante, por el tamaño del volumen y por el cariño que le tengo, me vino del poeta gaditano Jesús Fernández Palacios, quien me invitó a leer Huésped del tiempo esquivo. Francisco Brines y su mundo poético, libro homenaje al poeta de Oliva coordinado por Sergio Arlandis, para publicar una reseña en la revista de la Fundación Caballero Bonald de Jerez Campo de Agramante. Gracias a esta fundación pude conocer, en mayo de este año, con algo más de tranquilidad a Pepa Parra. Siempre me ha interesado su poesía -bueno, sería más exacto decir que la sigo desde principios de los 2000, cuando recalé por motivos de trabajo en Cádiz- y no perdí la oportunidad de su cercanía para que me dedicara su por entonces último poemario Materia combustible, del que no comentaré nada hasta que salga reseñado en el número 11 de Paraíso. Revista de poesía, dirigida por mi amigo y tocayo Juan Carlos Abril. Fue él precisamente quien me sugirió leer Vigilia, su antología sobre la poesía de José Julio Cabanillas en la «colección de los colorines» de la editorial Renacimiento, quizá para una reseña, pero alguien se me adelantó. En cualquier caso, antólogo y antologado salen muy bien parados.
Entre los lectores y los libreros -los buenos libreros- se establece un vínculo muy especial y muy similar al que existe entre el camarero y sus clientes habituales. Cuando entras por la puerta del bar, ya te están preparando la media con tomate y el café con leche; cuando entras en la librería, tu amigo librero te va a indicar las novedades o los clásicos que cree o sabe que te pueden interesar. En la librería Libros Prohibidos de Úbeda, José Carlos Moral me recomendó este verano El tren cero de Yuri Buida, una novelita corta de la que ya dejé aquí una reseña. Y en Madrid, José María Gutiérrez, en su faceta de librero de la caseta de Ediciones de la Torre en la Feria del Libro, me acercó al primer poemario de Marina Casado Los despertares, que leí en el tren de vuelta a Sevilla y del que me quedó una muy buena impresión.
Se me quedan libros y amigos por el camino. Pero no quiero finalizar este artículo sin mencionar la que sin duda ha sido la lectura estrella de este año para mí. Por motivos de trabajo y porque fui un lector muy tardío -esto ya lo he contado en alguna ocasión aquí-, este verano leí por primera vez La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. Y es que en su lectura se conjugó todo: el tiempo sin agobios del verano, el mascarón de proa rompiendo las olas, el olor a pólvora y a traición, por supuesto un tesoro y, sobre todo, dos nuevos amigos literarios, Jim Hawkins y Long John Silver.
La lista de lecturas de este año se puede completar, para ir terminando, con la recomendación que me hizo mi excompañera de trabajo Mar Fuentes de la primera novela de Delphine de Vigan Días sin hambre, el último poemario de Inma Luna Divina, que se lo debo en cierto sentido a Ariadna G. García, o el recién estrenado libro de poemas de Juanma Romero Desaparecer. No obstante, faltaría a la verdad si no mencionara todos esos libros que mi hijo mayor me ha «obligado» a leer este año sobre dinosaurios, elefantes de colores, piratas con pata de lata, camellos de Gloria Fuertes,… Pero, sobre todo, he conocido gracias a él al simpático extraterrestre Pupi y al murciélago aventurero Batpat.
Y es que los caminos de la lectura son inescrutables.