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Lo (no) grandilocuente

Tríptico
Santos que yo te pinte

Julián Rodríguez

Errata Naturae, 2010

ISBN: 978-84-937889-3-3 y 978-84-937889-4-0

48 y 64 páginas

5,90 y 7,90 €

Carolina León

Lo que nos supera, nos aniquila”; «Mujeres que dejan atrás las pesadillas cuando se convencen de que son amadas«; “Así lo digo: sin la televisión, la soledad habría sido peor”; “Querer, una palabra insondable”; “Posiblemente tengas razón. Siempre la tuviste”; “Vaguedades como las palabras de amistad sucedánea, y el amor sucedáneo, y el tiempo sucedáneo«.

He visto todas estas frases anotadas una junto a la otra, convocándome para escribir una reseña, y se ha despertado en mí algo antiguo, un reclamo de otros tiempos, de la adolescencia incandescente o de la juventud desbocada, de los primeros descubrimientos literarios -quizá los únicos verdaderos. He creído recordar cómo leía en aquellos tiempos: sorbiendo cada frase, tratando de descifrar los sortilegios, maravillada por la guerra interior de toda prosa.

Porque eran otros tiempos, quizá más inocentes. Ahora las cosas no nos arrebatan igual -y perdonen la crítica inmanente, ombliguista-. ¿Y entonces? ¿Tiene sentido hablar de ímpetu, de juventud, de ardor, para escribir sobre estos pequeños volúmenes de Julián Rodríguez, cuatro textos dependientes-independientes, de los que nos dicen que fueron escritos alrededor de 1998 y reescritos durante años hasta hoy? Tiene sentido, y me explico. Son relatos antiguos, sometidos a reescritura exigente a lo largo de los años. Se dan por primera vez a la lectura después de esa larga rumia, en dos libros separados: Santos que yo te pinte es un relato autónomo, Tríptico contiene, como su nombre indica, tres cuentos que se anudan por algunos de sus cabos. Viven del «entonces» y viven del «mientras tanto», así como de este momento.

El primero repta como una alimaña, inquieta por su discurso ensimismado, por la falta de referentes que aqueja al lector y las capas de significación que se amontonan en su prosa aparentemente liviana. El segundo, el Tríptico, es un retablo al estilo gótico, que en lugar de invocar episodios bíblicos tiene los pies narrativos bien pegados al suelo, a las «cosas del mundo». Se narran interrelaciones, incomunicaciones, ausencias, vacíos, deseos inacabados. Parejas que ya no se entienden, progenitores ponzoñosos e interlocutores no especificados. Brevedad, densidad, intensidad: en un primer recorrido alcanzamos a intuir que no hay ni una coma al azar y la palabra esconde mucho más de lo que muestra. ¿De qué «cosas» se está hablando, a las cuales nos referimos por medio de pedazos abstractos de grafías entrelazadas, significantes aislados?

Lo que pasa en ellos, en sí, no es importante, lo es la sensación de que la prosa lo contiene todo. El efecto que crea esta ebanistería tranquila, paciente, de la prosa es el de dar luz a esos huecos de la existencia, ese absurdo profundo que nos invadía cuando éramos jóvenes y teníamos menos armas -o menos cansancio- para entender. Lo que hace Rodríguez en estos libritos (que son, por utilizar una imagen enológica, «crianzas» que han envejecido muy bien, pero no precisamente por haber quedado inmóviles al fresco) es dar categoría filosófica a esos huecos. Un trabajo, una filigrana semántica y temporal que estamos más acostumbrados a encontrar en la poesía, pero que tiene grandes referentes en narrativa (pienso en Mario Levrero o en Natalia Ginzburg, por decir ejemplos que tengo fresquitos). No es que lo «cotidiano» entre aquí en categoría de nada, no es que ontológicamente se llene de «ser», puedo intuir que se trata de una materia cualquiera, como podría haber sido «el asesinato de Julio César» -y que hace involuntariamente de vehículo para otro tipo de cuestiones.

Sin embargo, en su germen está ese ardor que el escritor ha querido trascender a base de elaboración. Por eso pienso en la lectura gozosa y desprejuiciada de los años adolescentes. Pienso en el asombro constante. Y pienso en los abismos, en el sinsentido derrumbado que uno sentía en cada aspecto de su vida, la de verdad, y la muy acogedora y reconciliable sensación de protección, de perfección que deparaba una canción pop cuando no entendíamos nada de nada. ¿Capricho de reseñista? Santos que yo te pinte es un tema de Los Planetas, Rodríguez menciona A letter to Elise de The Cure en una de las notas finales, yo no puedo dejar de pensar en No hay nada como tú de Esclarecidos.

Así que me es fácil imaginarme a las muy afortunadas lectoras adolescentes del 2010 con estos libros en las manos -que bien pueden pedir como regalo al novio que pronto se les irá-. Si bien en el interior de estos cuentos sus personajes están desencontrados y ausentes (el mundo es así), cualquiera puede sucumbir a la belleza de las palabras, al «desdén de la grandilocuencia» inmanente en su prosa, a su condición insondable: traicioneras como son, las palabras en relatos como estos cuentan con espesor suficiente para rellenar vacíos. Algunos, al menos.

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