Misión de la Universidad
José Ortega y Gasset
Cátedra, 2015. Colección «Letras hispánicas»
ISBN: 978-84-37633-57-2
144 páginas
12,50 €
Edición de Santiago Fortuño Llorens
Manolo Haro
En raras ocasiones llega a la realidad, como una voz que atravesara el tiempo para traer la flor de Coleridge a nuestras manos, ideas que, a pesar de que alguien las enunció hace ya demasiado, llegan ahora frescas, irrumpiendo en este momento como una Casandra que hubiera abandonado sus presagios escritos con el dedo en la arena y nos tocase a nosotros ahora descifrarlos. Ese «ahora»está cargado de estimulantes preguntas en torno a lo que José Ortega y Gasset pergeñó a modo de conferencias que luego verían la luz en el rotativo El Sol allá por 1930. Este librito que tengo entre mis manos plantea una serie de interrogantes en torno a lo que fue la Universidad, lo que debía ser y, tal como nosotros mismos nos hemos de plantear «ahora», ha de ser en nuestro momento histórico.
En el contexto político de la «Dictablanda» del general Dámaso Berenguer, huido a París Primo de Rivera, Ortega acomete la tarea de repensar la Universidad, una institución que adolecía de una enfermedad congénita, alejada del tren europeo que los novecentistas, a los que perteneció el propio filósofo, propugnaban como la única salvación de España. Claro que Ortega sabía también lo que se decía, pues conocía las versiones alemanas e inglesas, y se resistía a un mero calco de ambas en el suelo patrio. Planteaba que la mera imitación restaría calidad a un proceso en el que más valía repensarse para dar a la luz un estilo propio, a sabiendas de que el ambiente y el contexto del país requería de una versión propia. En cinco capítulos, cuyos elocuentes títulos ofrecen ya interesantes caminos de reflexión de por sí, el autor desgrana su particular visión del tema, sacando a la palestra asuntos que aún hoy la Universidad no se ha atrevido a abordar seriamente. Él mismo afirmaba ya en 1924 que a los individuos y a cada generación corresponde una misión, “pero acontece que las generaciones, como los individuos, faltan a veces a su vocación y dejan su misión incumplida”.
Para Ortega y Gasset la Universidad tiene como «misión» –término que está muy presente en su filosofía desde sus inicios– el enseñar la cultura o sistema de ideas vivas que el tiempo requiere para que los dirigentes vivan e influyan vitalmente al resto, por lo que la Enseñanza Superior no se puede ceñir únicamente a formar a investigadores científicos, sino que a ello han de sumársele otras «misiones». Lo que se venía haciendo hasta ese momento era formar profesionales e investigadores, olvidando tal vez una función de más calado que resultase útil a la sociedad. Es entonces cuando hay que dirimir si la Universidad está actuando desde la autenticidad o está varada en la repetición irreflexiva y ramplona que deja en los Departamentos a estériles eminencias que cacarean lo aprendido de otros y que tejen una tupida red clientelar que arrampla con el talento y deja colocados a los discípulos. Si se vuelve sobre las páginas que dan comienzo a El árbol de la ciencia de Baroja, a pesar de que la obra está ambientada a finales del XIX, se puede disfrutar de veraces descripciones (don Pío estuvo allí) de las aulas y los profesores de entonces: viejas glorias engoladas que repetían sin cesar y sin un ápice de crítica lo que aprendieron de eminentes cráneos una vez que fueron a París. “Cuando el régimen de un hombre –dirá Ortega– es ficticio, brota de él una omnímoda desmoralización. A la postre se produce el envilecimiento porque no es posible acomodarse a la falsificación de sí mismos sin haber perdido el respeto así propio”. En ese punto de inautenticidad e irreflexión se encuentra la institución en aquel momento.
Cuando en el segundo capítulo del libro enuncia lo que el llama “Principio de economía en la enseñanza”, ofrece una propuesta modernísima que, incluso hoy, a veces se olvida: la Universidad ha de partir del estudiante, no del saber ni del profesor. “La Universidad tiene que ser proyección institucional del estudiante, cuyas dos dimensiones son: una, lo que es él: escasez de su facultad adquisitiva de saber; otra, lo que él necesita para vivir”. Ortega arremete así contra aquellos que entienden la enseñanza como un amontonamiento de saberes sin aplicación alguna en la sociedad del presente. Por esa urgencia de convertir los saberes universitarios en una herramienta útil, no en estéril demostración de sapiencia, bajo el epígrafe “Lo que la Universidad tiene que ser «primero»”, enuncia lo siguiente: ha de consistir en la enseñanza superior que debe reunir el hombre medio; ha de hacer un hombre culto a la altura de su tiempo, por lo que éste tendrá que dominar la imagen física del mundo (Física), la vida orgánica (Biología), el proceso histórico de la Humanidad (Historia) y el plano del Universo (Filosofía); y, por último, ha de formar buenos profesionales que tengan en su haber método. Todo ello alejará los mayores males que se sufren en el medio, es decir, la pedantería y la falta de reflexión que da lugar al “cientifismo” y al predominio de la investigación. A estas alturas se observa un luminoso movimiento hacia el compromiso y hacia un nuevo humanismo. La confusión entre «cultura» y «ciencia» es lo que provoca en su momento que se entreguen “las cátedras, según la manía del tiempo, a los investigadores, los cuales son casi siempre pésimos profesores, que sienten la enseñanza como un robo de horas hecho a su labor de laboratorio o archivo”. La «cultura»es el plano de la vida, “la guía de los caminos por la selva de la existencia”.
Al final de su libro, une a lo dicho una última urgencia que ya enunciábamos arriba: la necesidad de que la Universidad esté abierta a la plena actualidad. Cuando se lee una serie de ideas como éstas, uno no puede dejar de preguntarse por cómo se ha desarrollado la historia de la Enseñanza Superior en España y, por qué no, los estudios inmediatamente inferiores de la formación de nuestros jóvenes. Resulta de una actualidad pasmosa este hexálogo que casi cierra el volumen: la Universidad tiene que formar al estudiante como un hombre culto y buen profesional; pretenderá del estudiante lo que prácticamente pueda exigírsele; se dedicará sólo un porcentaje pequeño para la investigación científica; el conocimiento se ofrecerá de forma pedagógicamente racionalizada, o sea, sistemática, sintética y completa; la elección del profesorado observará su capacidad de síntesis y sus dotes como docente; y la Universidad será inexorable en sus exigencias hacia el minimunque se le supondrá al estudiante. Que cada uno se pregunte, si ha pasado por la Casa de la Fama, si ha visto cumplidos estos adagios orteguianos en sus carnes.
Ortega entendió la Universidad como motor de cambio de la sociedad y como un lugar vitalista en el que se formarían los dirigentes de la sociedad de masas. Si esta preparación no se fundamentaba en el pensar, ni en la capacidad de intuir en el presente las necesidades del momento, todo lo voluntarioso de este ejercicio se iría al traste, y no se mudaría finalmente la mecánica de la historia: la masa mayor aplastará a la menor. La semana que viene la comunidad universitaria y de enseñanzas medias saldrá a la calle para protestar por la capitalización y tácita privatización de los estudios en España por mor del “Plan Bolonia”. Pienso que el país ha dejado pasar la ocasión para repensarse dentro del ámbito universitario y responder a cuestiones tales como ¿puede la Universidad absorber a tal cantidad de alumnos?, ¿tiene sentido multiplicar facultades para satisfacer una demanda de entrada que se ahoga una vez que se sale al mundo real?, ¿está respondiendo a una verdadera necesidad social o se ha institucionalizado la superstición de la clase media española de mandar a sus vástagos a las aulas magnas?, ¿se puede poner en parada biológica algunas de las facultades que más parados produce?, ¿cuánto tiempo seguiremos jugando al juego de “qué hacéis aquí si sólo se colocan los mejores” dicho por los docentes a sus alumnos, a sabiendas de que si éstos se marchan ellos van en el lote? En fin, lean al aún hoy estimulante Ortega y piensen en que, a pesar de todo, los que frisan los 40 y 50, fuimos, en el fondo, afortunados.
Interesantísima reflexión sobre una interesantísima reseña, señor Manolo Haro. Nosotras dos somos en la actualidad servidoras públicas gracias a nuestros conocimientos, diríamos no gracias a haber pasado por la Casa de la Fama hispalense, sino a pesar de ello.
Fe de erratas: diga Vd. mejor «la superstición de las clases media y trabajadora españolas de mandar a sus vástagos a las aulas magnas».