0

Lo que pasa en la calle

El arte de la ficción - SalterRAFA CASTAÑO—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa».
El alumno escribe lo que se le dicta.
—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle».
Mairena. —No está mal.
Juan de Mairena (Antonio Machado)

Un día de 1952, en Greenville, Misisipi, William Faulkner le propuso a un joven militar un trueque: él le escribiría un cuento a cambio de un viaje en caza. Esta es una de las muchas historias que James Salter cuenta en este breve libro, formado por tres conferencias que el escritor neoyorquino impartió en la Universidad de Virginia en 2014, poco antes de morir.

Es obvio que Salter, que entonces frisaba los noventa años, pensaba mucho en el pasado. Era escritor, y era muy viejo. La historia sobre Faulkner también me hizo a mí rememorar el pasado, uno no vivido sino imaginado: el tiempo viejo de los antiguos griegos. Los griegos buscaban la fama y sus dioses castigaban el exceso de ambición, la hibris. Sin embargo, no existía el mercado literario, o al menos no como hoy lo entendemos, y eso les ahorraba muchos dolores de cabeza. (El propio Salter lanza una pulla a su gremio: «Los escritores siempre están evaluando a otros escritores, pero va en contra de sus intereses evaluarse con ese mismo rigor».)

Tomemos el caso de Heródoto. Su método era sencillo: se echaba a andar, se encontraba con una o varias personas, compartía un poco de pan, queso, carne e historias, se calentaba frente a una hoguera, y se ponía de nuevo en marcha. De este modo, sin muchas ínfulas, las suficientes para dejar por escrito sus viajes y recuerdos, su tiempo y los hombres que lo habitaron llegaron a nosotros.

Por supuesto, la historia de Faulkner acaba mal: transcurre a mediados del siglo XX. El piloto Delmond Sylvester, compañero de Salter en las Fuerzas Aéreas, contactó con el comandante de su base para ver si era posible realizar el intercambio. Este lo escuchó con atención y dijo: «¿Quién es Faulkner?»

No obstante, existe siempre la esperanza de convertir el desdén presente, propio y ajeno, en gratitud futura. Escribir, como vemos, va por rachas. Un lector lee novelas románticas, otro ciencia-ficción, otro ensayo, otro ni siquiera es lector. Hay novelas que mueven el mundo, novelas a las que el tiempo acalla y otras a las que el tiempo resucita. Hay pastores de la Cólquida que agradecen una historia bien contada, y militares estadounidenses para los que Faulkner es, con suerte, una marca de cigarrillos. (Más pruebas: después de presentar su dimisión en el Ejército, Salter le contó su decisión a un antiguo teniente coronel con el que conservaba una relación cordial. Sus palabras de aliento: «Valiente idiota»).

Todo es inestable, empezando por la vida. También la escritura. El escritor escribe a veces a gusto, a veces a disgusto (Salter: «Escribo cuando no me apetece, pero no cuando me asquea»). Hay miles de libros que enseñan a escribir, así como hay millones que enseñan a vivir o lo pretenden. Lo más importante, en el caso de los primeros, es conjugar forma y fondo. Enseñar a escribir bien escribiendo bien. ¿Confiarían su cabellera a un peluquero despeinado? Pues eso.

Salter aplica lo que, en la tercera y última conferencia de este volumen, llama «escritura paciente, reveladora». Sorprende que sus referentes, según afirma, sean Nabokov o Faulkner. Aunque si lo pienso mejor, no debería sorprenderme: cuando uno comienza a escribir trata de imitar a sus maestros en todo, y cuando uno encuentra su voz, tras un largo camino, trata de imitar a sus maestros en todo, pero sin que se le note.

Así que la escritura de Salter es sencilla y clara, algo realmente complicado. Cualquiera que haya escrito algo, aunque sea una basura lamentable, me entenderá. Son muchos los factores que entran en juego. Imaginen frente a ustedes el panel de mandos de un avión comercial. O el del Halcón Milenario, lo que más les guste. Imaginen que atraviesan una tormenta. Imaginen que se les ha paralizado el brazo derecho. Imaginen que su piloto ha ido al baño y que el pestillo se ha atascado. Imaginen que, por un inusual error en los sistemas de seguimiento, otros dos aviones se dirigen al mismo punto que usted, en medio de las nubes. Es de noche. Van a impactar en treinta segundos si no hace algo. Imagine todo lo que podría salir mal. Eso es escribir, más o menos.

Salter utiliza una serie de herramientas para enfrentarse al caos de la página anochecida y nublada. Uno es, ya lo hemos visto, el de la constancia. Otro es el amor, el respeto, la veneración por la palabra y el lenguaje; cita a Isaak Bábel («No hay hierro capaz de atravesar el corazón humano con la fuerza de un punto colocado en el lugar preciso») y a Flaubert («Una buena frase de prosa debe ser como un buen verso, incambiable»). Hay que evitar el exceso de rigor («Hubo un tiempo en que sentía que quería escribir un libro de páginas perfectas, pero acabé por darme cuenta de que era demasiado restrictivo») y de humos («En general, los libros importantes no se escribieron para ser importantes»).

De entre todas estas cualidades y actitudes, hay dos que sobresalen. Una es saber mirar. No debe extrañarnos si leemos este apunte: «No mucho después Sonnenberg [un amigo] cayó enfermo; de hecho, fui testigo de ello. Advertí que la punta de su zapato rascaba el suelo al pasar por una puerta». O esto: «Ciertos escritores tienen la capacidad de unir una palabra a otra o enhebrarlas en una secuencia que florece en la mente del lector, o logran describir tan bien las cosas que para éste se convierten en algo parecido o equivalente a la realidad. No depende sólo del acierto en la observación; también del modo de contar». Mirar y contar. El ojo y la mano.

La segunda cualidad es musical: «Creo que enseñar a escribir se parece a enseñar a bailar. Si alguien tiene sentido del ritmo, quizá se le pueda enseñar algo». Las sílabas forman palabras. Las palabras forman frases. Formas elementales configuran formas complejas. La letra suena, aun en silencio.

Contra ese silencio se rebeló Salter, el Salter escritor que dejó el Ejército porque tenía que contar algo, dejar rastro en el papel como dejan los aviones su tímida estela en el cielo: «Todo lo que no está escrito desaparece, salvo por ciertos momentos que perduran, ciertas personas, días concretos. Los animales mueren, la casa se vende, los hijos son mayores, incluso la propia pareja se ha desvanecido, y aun así queda el poema». El poema. Qué fácil es decirlo. Qué difícil.

El arte de la ficción (Salamandra, 2018), de James Salter | 112 páginas | 15 euros | Traducción: Eugenia Vázquez Nacarino

admin

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *