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Los detalles siempre se agradecen

Tango satanicoROSARIO PÉREZ CABAÑA | Éranse los habitantes de una cooperativa agrícola arruinada en un lugar de Hungría. Eran sórdidos, sucios, infelices. Un día oyeron que volvía alguien a quien creían muerto. Creyeron que él sería su salvador. Sabían que serían engañados. Se dejaron engañar. (Me gustaría escribir: “Este es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo. Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen”. Pero esto ya lo escribió Nabokov en el comienzo de su magistral novela Risa en la oscuridad).

Claro que hay buenos hombres que me han conmovido profundamente. Pienso en William Stoner, aquel profesor heroico, taciturno y corcovado creado por John Williams; pienso en Andreas, el mendigo alcohólico de La leyenda del santo bebedor de Joseph Roth; pienso en San Uraco de la Selva; pienso en Bartleby. Pero esos otros hombres que rebosan oscuros sentimientos… Cuántas alegría nos ha dado la maldad, la amoralidad, la iniquidad de algunos hombres. Hay tanta humanidad en estos como en aquellos. Aunque quizás, solo quizás, más de estos que de aquellos nos habla László Krasznahorkai en esta novela publicada originariamente en 1985 con el título de Sátántango, y que ahora edita Acantilado, después de haber publicado varios títulos del autor.

Y ahora, sí, en fin, diré el cuento en suma, y algo más. Permítanme la molicie. Suenan insospechadas campanas. Llueve y hay un extraño viento. Algo va a ocurrir. Y algo ocurre. A partir de ahí se abre una novela de una brillantez y oscuridad cegadoras. Los protagonistas son los vecinos de una población crecida alrededor de una cooperativa agrícola, una de tantas granjas estatales abatidas por el abandono y la crisis en la que cayó el comunismo gulash en los años ochenta (o acaso el protagonista sea un lugar perdido de Hungría, ya veremos). Un año y medio después de que el carismático Irimías fuera dado por muerto, reciben la noticia de su vuelta. Eso es lo que va a ocurrir en la primera parte de la novela, que transcurre en una sola noche. Una larga noche en la que los habitantes de este desolado poblado mordido por el abandono y la humedad comienzan a manifestar sus signos más visibles de insania.

Hombres y mujeres que viven en la acechanza y en la espera, como quien espera a Godot (no en vano hay quien ha comprado la literatura de Krasznahorkai con la de Beckett). Seres obtusos, sucios, borrachos, que necesitan salvarse a toda costa, incluso sabiendo que su salvación tiene la mueca de una risa macabra. Hombres y mujeres, que, cada uno a su manera, necesitan ser engañados para sobrevivir. Hombres y mujeres víctimas como tantos de las sociedades dementes que generan los sistemas económicos neoesclavistas y el desamparo, cuya mayor resiliencia reside en creer en lo imposible. Y será Irimías, ese hombre que vuelve del pasado en la noche interminable, quien les llenará la cabeza de esperanza. Porque el poder de un “renacido” solo es superable por el poder de un muerto. (No puede dejar de pensar aquí en Esteban, el ahogado más hermoso del mundo, cuyas fuerzas ocultas de su corazón eran capaces de hacer saltar las camisas de los habitantes de aquel pueblo del Caribe que, al igual que este, esperaba su salvación con la llegada de un muerto a su suelo).

Y la venida de este mesías marca un punto de inflexión en la novela, que da paso a la segunda parte con el discurso del embaucador, el predicador codicioso y canalla, el orador del populismo mesiánico capaz de convencerlos de que la ruina es una maldición por el más grande de sus pecados: la desidia. Y hacerlo, claro está, en su propio provecho. Esta segunda parte se inicia con el éxodo de los habitantes a la Quinta Almassy, el castillo abandonado, la propia tierra prometida. Una febril y estéril peregrinación que es en sí misma un prodigio narrativo y que desembocará en el peor de los destinos: la realidad. Y es que la fe es un sórdido artilugio.

De los muchos logros y luminosidades que tiene esta novela, destaca la corporeización del paisaje, convertido en un actante primordial de la narración. El paisaje lluvioso, envilecido como los hombres, abandonado como los amantes, desolado, verdecido de humedad, descrito con minuciosidad de hilandera. Cuánta gloria han dado a la literatura los espacios arruinados: la miseria de los campos de Augusta que nos describió Caldwell en su Tobacco Road; los terrenos baldíos después de que el vacío fuera habitado en el inconmensurable universo de terrones de Faulkner; el fantasmal astillero de Santa María de Onetti; el Zalsburgo al que Bernhard definió como una “enfermedad mortal”… Son solo unos ejemplos, claro está. Y en imágenes, según nuestro propio imaginario gráfico, nos recordará numerosas pulsiones donde nada es melifluo. Nos hará recordar, pongamos por ejemplo, el mesianismo cuasi profético del Ordet de Dreyer, las apáticas tabernas de Kaurismaki, la desolada belleza de Tarkovski, la sordidez mórbida de Haneke y, cómo no mencionar la propia y dilatada adaptación de Sátántangó que realizó Béla Tarr en su película de culto.

De algún modo, la propia comunidad que forman los habitantes podría entenderse como un único personaje complejo e inestable. Pero no quiero dejar de señalar dos individualidades que sobresalen visiblemente sobre el resto: el doctor, el viejo gordo y borracho (prácticamente, el único vestigio de intelectualidad y de cultura del poblado, y que, paradójicamente, vive rodeado de excrementos), cuya existencia queda reducida a la planificación de un universo al alcance de sus manos en las fronteras de los brazos del sillón. Este personaje es el ojo que vigila desde su ventana los movimientos del resto y los anota en su diario, una narración que nos cuenta, desde la observación y la ebriedad, el «cósmico desbarajuste» del pueblo (no diré la importancia de este diario en la estructura narrativa de esta novela, mejor será descubrirlo). El otro personaje sobre el que quiero llamar la atención es Estike, la hija menor de los Horgos, la niña boba, la niña sueño, la niña estafada por la vida y tal vez recompensada por la muerte. La niña a la que le niegan el juego y en su rebeldía decide acceder al único juego que escapa a las reglas, el único que la llevará a sus sueños: ese mundo maravilloso al que solo puede accederse con los ojos cerrados. El capítulo 5, focalizado en ella, es una estremecedora narración que podría entenderse en sí misma como un relato independiente. Sí, Estike representa la inocencia, incluso, y, tal vez sobre todo, cuando intenta desaforadamente ejercer la maldad (no diré cómo, no diré sobre quién), el dominio como salvación, la afirmación del “insoportable peso de su poder”. Tal vez, a pesar de su discapacidad intelectual, y, tal vez, por ello, sea la más lúcida de todos. Porque quizá ella es la que sufre el más cruel de los engaños. Y es lúcido reconocer en la tortura la revelación de lo vano. Y es lúcido decidir lo que no se quiere. Y escapar a otros espacios donde tal vez la liberación.

Por su parte, como decía, el núcleo humano también es un personaje de la novela. Un actante que resiste la desidia en la cooperativa devastada (Futaki, los Schmidt, los Hálics, los Kráner, los Horgos, Kerekes, el director de la escuela, el fondista…). Todos ellos conforman una masa humana caracterizada burlescamente a través de la amoralidad y depravación del lumpen rural al que pertenecen, propicio siempre a la perversidad con sus iguales. Seres que buscan tal vez en el alcohol cualquier olvido, algo que pese menos en sus miserias. Todos constituyen en único ser que espera algo de la llegada de Irimías, algo diverso pero que consiga hacerlos salir del infortunio y del ritmo anodino de sus vidas. Pero solo nosotros sabemos qué piensa Irimías de todo esto. Porque mediante esa focalización cero tan utilizada para conseguir el suspense, el autor nos está haciendo leer de manera prospectiva. Y aun cuando no sabemos lo que va a pasar, lo intuimos con una claridad que casi se convierte en certeza. Sobre ellos sobrevuela un narrador omnisciente capaz de rastrear los recovecos de los personajes generando digresiones interiores; generando visiones descriptivas con precisión de camarógrafo que nos lo convierte a ratos en cuasi omnisciente u observador. Ese tiempo dilatado en la mirada caleidoscópica de los personajes da la impresión de ser una isocronía que nos lleva por la historia con el ritmo con el que en realidad suceden las cosas.

Todo en este lugar está impregnado de un determinismo que nos grita en cada página que no hay posibilidad de escapar a la desdicha de la vida miserable. Miseria, incultura, envilecimiento que saca lo más oscuro de los hombres y de las mujeres. Y no deja de ser la belleza del trauma. El humor de lo aterrador. La distopía de un presente que pone a todos a bailar (incluso literalmente) en una danza satánica de verdades y mentiras, de fe y desesperanza, en la que todos son conscientes, cada uno a su manera, del engaño. El engaño que se manifiesta en la novela como espacio de salvación tanto para los que engañan como para lo que se dejan engañar.

Bellísima narración. Enorme dominio técnico. Invito a su lectura, por supuesto. Ya me dirán si los detalles se agradecen.

Tango satánico (Acantilado, 2017), de László Krasznahorkai | 304 páginas | 22 euros | Traducción de Adan Kovacsics

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