JOSÉ MARTÍNEZ ROS | A finales de la década de los setenta, el polaco Stanislaw Lem era uno de los escritores europeos más importantes de los países situados al otro lado del Telón de Acero. Su novela Solaris había sido adaptada por el gran cineasta ruso Andrei Tarkovsky en una película que se presentó como la respuesta soviética al 2001 de Kubrick. Su fama había hecho que la principal sociedad de escritores de ciencia-ficción norteamericana lo eligiera como miembro honorífico. Sin embargo, la publicación de un extenso y erudito ensayo titulado Un visionario entre charlatanes haría que fuera expulsado de ella por sus indignados colegas de Estados Unidos.
En él afirmaba que Philip K. Dick (1928-1982) era el único autor norteamericano de ciencia-ficción que merece la pena leer. En su obra, admitía que Dick utilizaba los mismos materiales que otros muchos escritores norteamericanos de ciencia-ficción con los que, en realidad, no tenía nada que ver, la misma parafernalia de telépatas, guerras cósmicas, mundos paralelos y viajes por el tiempo, pero que Dick los transcendía . Uno esperaría que Philip K. Dick, al que no le quedaba demasiado tiempo de vida y vivía muy aislado, en California, rodeado de un pequeño círculo de admiradores, se sintiera halagado; y más aún, cuando Lem trató de invitarlo a visitar Polonia, donde ha promovido la publicación de una de sus mejores novelas, Ubik. Pero como nos relata Emmanuel Carrère – que ya había publicado algunas magníficas obras de no ficción como El adversario o Limónov- en este libro, mitad biografía, mitad excelente estudio literario, la reacción del autor de Blade Runner fue muy distinta. Un delirante Dick creyó que una organización secreta comunista llamada Stanislaw Lem intentaba secuestrarlo y llevarlo al otro lado del Muro. Se negó resueltamente en facilitar sus malvados planes….
Esta impactante anécdota representa a la perfección la extraña vida y aún más extraña personalidad de Philip K. Dick, un escritor que fue, durante la mayor parte de su vida ignorado y ninguneado como autor de un género que carecía de la más mínima relevancia académica, pero que llegaría a ser llamado –por Ursula K. Le Guin– “El Borges norteamericano”. La existencia de Dick estuvo marcada por una infancia muy desgraciada –su hermana melliza, Jane, murió en un accidente doméstico, padeció agorafobia y se le diagnosticó una incipiente esquizofrenia- y la revolución contracultural en los sesenta, lo que le llevaría a experimentar con las drogas, como muchos norteamericanos de su tiempo. Tuvo algunas experiencias aterradoras con el LSD, pero sobre todo tomaba anfetaminas, que le ayudaban a mantener su demencial ritmo de trabajo (y que, con toda seguridad, acortaron su vida). Llegaría a publicar más de cuarenta novelas y centenares de relatos, además de un diario personal que, en fecha de su muerte, sumaba más de ocho mil páginas. Se veía obligado a escribir con rapidez, para sostener a su creciente familia, que en el momento de su fallecimiento sumaba cinco ex y tres hijos; a menudo subsistió prácticamente en la pobreza.
Su vida, además, incluyó reclusiones en psiquiátricos, investigaciones por el FBI, su feroz odio hacia Richard Nixon, psicodélicas llamadas de teléfono de John Lennon, revelaciones místicas, unos cuantos romances de lo más marcianos y, sobre todo, unos cuantos libros geniales que no han dejado de traducirse y reeditarse en todo el mundo. Y muchos episodios desconcertantes –que Emmanuel Carrère consigue que leamos con la sorpresa y fruición de una novela-, como cuando una voz (una de las tantas voces que asoman a su cabeza) le reveló que su hijo recién nacido, Christopher, estaba gravemente enfermo. A pesar del escepticismo de su pareja, lo lleva al hospital. Los médicos, en un primer momento, no detectan nada. Pero él insiste. Efectivamente, descubren que el niño padecía una deformación congénita que lo ponía en peligro. Lo operaron inmediatamente, con éxito.
Dick le había salvado la vida.
Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos | Emmanuel Carrère | 376 páginas | 21.9 € | Traducción: Marcelo Tombetta