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Los muertos

Sepelio en Tebas. Una versión de Antígona de Sófocles
Seamus Heaney

Vaso Roto, 2012

ISBN: 978-84-15168-49-2

90 páginas

18,30 €

Versión de Hernán Bravo Varela

  

Antonio Rivero Taravillo

I

“Creo que solo a un texto literario le ha sido dado expresar todas las constantes principales de conflicto propias de la condición humana. Ese texto es Antígona, ha escrito George Steiner en Antígonas, el estudio que dedicó a la frondosa pervivencia de ese mito que tiene por protagonista a la hija de Edipo.

Y efectivamente, los ejemplos son muchos, que se multiplican conforme nos acercamos al presente. Hölderlin la tradujo, y discutieron sobre ella Hegel y Kierkegaard (la Antígona de este último fue vertida por Juan Gil-Albert). Jean Cocteau le dio su impronta, y Jean Anouilh la adaptó en plena ocupación alemana de Francia durante la Segunda Guerra Mundial, utilizándola como correlato de la situación de su país en una ecuación en la que Creonte se adorna de los rasgos de Hitler, o viceversa. Algo parecido hizo Bertolt Brecht basándose en la traducción del autor de Hiperión.

1984, además del de George Orwell y su ya remotísima obra de política ficción de siete lustros antes, fue el año en que se desparramó lo que podríamos llamar como «Antigoniada» o «antigonismo». Andrzej Wajdaprodujo entonces la obra de Sófocles, llevando el agua al molino de la lucha del sindicato Solidaridad en los astilleros de Gdansk, y, lo que aquí más nos importa, en Irlanda hubo nada menos que cuatro adaptaciones, dos de ellas, con indiferente intención, a cargo de poetas reconocidos como Brendan Kennelly y Tom Paulin, cuya The Riot Act: After Antigone fue dirigida por Stephen Rea, quien se reservó para sí, como actor, el papel de Creonte.

En América hizo una adaptación libre el poeta José Watanabe, también llevada a las tablas y dedicada a “todas aquellas mujeres que han sufrido en carne propia la violencia de la guerra interna que vivió Perú en años recientes”, y para la colección de clásicos de la Universidad de Oxford, en colaboración con el estudioso Charles Segal, el también poeta Reginald Gibbons, traductor asimismo de Luis Cernuda al inglés. Y ya que hemos pasado a nuestra lengua, se hace ineludible citar las revisiones del mito a cargo de figuras como José María Pemán (autor de la obra teatral Antígona) o de María Zambrano, con su ensayo La tumba de Antígona. También ha inspirado a Benjamín Prado el título de un libro de escritos sobre mujeres rebeldes y ejemplares, y un poemario a Carlos de la Rica: La razón de Antígona. Sin salir de España, también Salvador Espriu compuso en catalán una Antígona en 1939 (aunque no salió a la luz hasta 1955) en la que nuestra recién finalizada guerra civil actúa de sangriento y sombrío telón de fondo de la de Troya y cuanto Sófocles sitúa en Tebas.

Pero vamos ya a Seamus Heaney y la versión que nos ocupa. Hay algo que me parece oportuno resaltar sobre esta obra que surgió como un encargo: que Heaney, aunque aquí haya hecho una versión del drama, ha actuado como un poeta, y no solo como artífice de una lectura en verso llena de ritmo e intensidad sino también, y esto no lo he leído en ningún sitio, y es a lo que iba, en cuanto que bardo, retomando una milenaria tradición de su país, en el que convivieron en época medieval (por simplificar, porque allí no hubo Medievo) los fili o poetas más líricos y visionarios con los bardos, que eran poetas al servicio de un patrón para el que escribían panegíricos y, solicitadas directamente o no, composiciones de circunstancias. Este sustrato céltico reflotó en la vecina isla de Gran Bretaña en la figura del Poeta Laureado, del que se pide que cante, sin menoscabo de que continúe su obra más propiamente personal, los hitos del reinado mientras ocupe el puesto. En la actualidad desempeña el cargo la escocesa Carol Ann Duffy.

La versión de Heaney fue, pues, el resultado de un encargo del Abbey Theatre de Dublín para celebrar su centenario en 2004. Para entonces Heaney ya había compuesto The Cure at Troy (estrenada en 1990, antes de la concesión del Nobel), donde versionaba muy libremente el Filoctetes de Sófocles, incorporando poemas propios. Él mismo ha confesado que la propuesta fue una gran responsabilidad y un reto. No hay que olvidar que W. B. Yeats ya escribió dos obras sobre el ciclo tebano: Edipo rey y Edipo en Colono. De algún modo, al abordar Antígona el del condado de Derry culminaba el ciclo y retomaba lo que solo quedaba apuntado por Yeats, su querido Yeats, en un poema con que este cerraba La escalera de caracol y otros poemas (1933), donde escribía: “que en el mismo desastre / hermano y hermano, amigo y amigo, / familia y familia, ciudad y ciudad se enfrenten”.

Heaney aceptó ese reto y esa responsabilidad de recrear ese enfrentamiento pero con la idea de ofrecer algo más que la traducción de una venerable obra de la Antigüedad y con la voluntad de que hacer “algo más que una reverencia a una obra que ya indudablemente forma parte del canon occidental”. Curiosamente, aunque aquí y allá dio pistas sobre la posible lectura de su versión como una respuesta al patrioterismo de George W. Bush, reciente la guerra de Irak, el texto de su Antígona, que no se llama Antígona sino Sepelio en Tebas, está bastante limpio de alusiones, aunque se filtran en ella algunas palabras como “subversivo”.

Quiso Heaney, teniendo en cuenta la eclosión de traducciones y adaptaciones  de Antígonaen Irlanda en las décadas anteriores, alzar la suya sobre la contingencia nacional y tocar algo más universal (no olvidemos la buena acogida que él y su obra gozan en los EE.UU.). Creo que en eso acertó, pues aunque en el momento del estreno cualquier espectador tuviera presente una serie de acontecimientos que podían tener reflejo en el drama, incluidos los de “la guerra contra el terrorismo”, hoy, casi diez años después, cualquier lector, en Irlanda, Estados Unidos, México o España, puede aplicar lo que en la obra yace a muchas otras situaciones de injusticia, de choque, de persecución, de la lucha por la debida honra a los muertos.

Y lo hizo de un modo deslumbrante y con soluciones de poeta traductor: empleando diferentes metros para las intervenciones de los distintos personajes y el coro. Esto que se percibe a su vez en la muy buena versión del joven poeta mexicano Hernán Bravo Varela, lo explicó detalladamente el propio Heaney en una conferencia que impartió el mismo año del estreno de su obra cuando era profesor invitado en la Universidad de Harvard. Contó entonces, entre muchas cosas relevantes para un mejor disfrute de Sepelio en Tebas, cómo de repente se le impuso el ritmo de la más célebre elegía de la tradición gaélica irlandesa. En 1992 y en Sevilla pude oírla recitada por la actriz Sinéad Cusack (precisamente en un acto en que Heaney y Seamus Deanepresentaban The Field Day Antology of Irish Writing), y doy fe de que, aun traducida, se trata de una pieza estremecedora.

Por ser tan conocida en Irlanda, Heaney, un defensor de la memorización de poemas recordaba los primeros versos en irlandés: “Mo ghrá go daingean thú! / Lá da bhfaca thú / Ag ceann tí an mhargaidh, / Thug mo shúil aire duit, / Thug mo chroí taitneamh duit, / D’éalaíos óm charaid leat / I bhfad ó bhaile leat.” Como él mismo observó, son versos con tres acentos, que le parecieron apropiados para forjar con ellos el molde en que se expresaría Antígona ante el cadáver de su hermano. A fin de cuentas, en el lamento irlandés Eibhlín Dhubh Ní Chonaill está llorando ante el cadáver de su marido Art Ó Laoghaire, a quien enfrentado al poder de entonces se le ha vedado digna sepultura, como Antígona se duele ante los fraternos despojos de Polinices, quien calificado como “traidor” por el tiránico Creonte también es privado de sus honras fúnebres. Recordó también Heaney que el lamento gaélico del siglo XVIII fue traducido por Frank O’Connor con el mismo sistema acentual. Y a partir de aquí se le impusieron los versos iniciales en que Antígona se dirige a su hermana: “Ismene, quick, come here! / What’s to become of us? / Why are we always the ones?” Hernán Bravo Varela reproduce: “Ismene, ven deprisa, / ¿Cuál será nuestra suerte? / ¿Por qué siempre nosotras?” Es un buen comienzo, aunque luego ya se sabe que las sílabas inglesas hacen estallar el estrecho vestido del español, como si el sastre de nuestra lengua hubiera sisado paño al cortarla, y haciendo saltar botones y costuras aquellas se desparraman hasta alcanzar el endecasílabo.

Pero no queda ahí la réplica doblemente acentual (en cuanto a los ictus y a la intensidad grave del tono) de Heaney. También él mismo confesó que para el coro escogió casi de forma general un tipo de verso fuertemente aliterativo y tetracentual, como el de los versos anglosajones altomedievales, metro en que se narra la gesta de Beowulf (también vertida por Heaney) o las justamente célebres elegías “El errante” o “El marino” (esta última la recreó Ezra Pound en estilo igualmente aliterativo, no menos del gusto de W. H. Auden, otro poeta traductor de este tipo de verso). De este modo, el propio Heaney reconoció, paladeando la semejanza, cómo el coro se expresa igual que lo haría un Caedmonateniense, cuyo himno mencionó Jorge Luis Borges en su pequeña arca de hueso de ballena, Literaturas germánicas medievales. La primera intervención del coro, un canto a la Victoria, parece así un canto de escaldo en la sala de un rey germánico que habría hecho sonreír y guiñar un ojo en señal de complicidad a J.R.R. Tolkien. Puesto que aquí, y es una pena, Bravo Varela no ha imitado el sabor de las aliteraciones, cito solo por el original inglés: “Glory be to brightness, to the gleaming sun, / Shining guardian of our seven gates. / Burn away the darkness, dawn of Thebes, / Dazzle the city you have saved from destruction.”

En cuanto al rey Creonte, Heaney le confirió la pompa y la solemnidad que asociamos desde el siglo XVI hasta acá al verso elevado por antonomasia, el endecasílabo (en inglés, el pentámetro yámbico). Como se ve, nada caprichoso hay en la elección que hace el poeta de las formas que la tradición pone a su disposición, y que en este caso el poeta sea a su vez dramaturgo hace que el decir de los personajes no permanezca monolítico sino que, dúctil, evolucione según el desarrollo de la trama y la gravedad del momento. Ello hace que los parlamentos finales de Antígona desemboquen en pentámetros yámbicos que se alejan del entrecortado silabeo de la inicial congoja y opten por un aire solemne revestido de dignidad. Esa misma adecuación de la forma de expresarse a los personajes se hace patente, por otro lado, en el tratamiento que se da a las intervenciones del guardia, con su habla poco cultivada y hasta coloquial, que discurre por la llaneza de la prosa.

Pura López Colomé, buena conocedora de la obra de Heaney y traductora suya, firma un prólogo, “La miseria del mundo” donde además de proporcionar ciertas claves  nos recuerda que fue precisamente en Grecia donde se encontraba el poeta cuando le llegó la noticia, en 1995, de que había recibido el Premio Nobel de Literatura. Por su parte, Bravo Varela ofrece al final del volumen exquisitamente editado (bella camisa, pasta dura con letras doradas, marcapáginas de tela) una “Nota del traductor” en la que acierta al destacar la brillantez lírica que hallamos en Sepelio en Tebas, “sinónimo de una restallante exactitud expresiva”, y cuando dice que el texto, más allá de su condición dramática, “debe leerse como un poema polifónico de largo aliento”. Acarrea además del prólogo original de Heaney, que ignoro por qué se ha omitido en esta edición, un juicio redondo que ha animado al irlandés tanto como, esforzado intérprete, al autor de su versión (así, como “versión”, se nos presenta): “La tragedia griega tiene tanto de partitura musical como de texto dramático”. Sobre lo ya expuesto por el mismo Heaney más arriba en relación con la métrica, Bravo Varela llama la atención del lector sobre el hecho de que al final de la obra se ha “democratizado” el uso del pentámetro yámbico, a la par que Creonte “ya derrotado, culpable confeso de la desgracia que ha caído sobre su familia”, se queja de su suerte en el verso corto y medroso, de lamento, con que oíamos por vez primera a Antígona, cerrándose el bucle de la trama con un rasgo métrico y psicológico que es testigo, por la palabra, de que han cambiado las tornas.

Vuelvo a decir lo que ya expresé al reseñar la antología de Derek Walcott también publicada por Vaso Roto: hay aquí formas propias del español de América (de México, ya dije, es el traductor). Por ejemplo, en ese hablar de usted que en el español de España sería el tuteo. Es decir, el “déjenlo” frente al “dejadlo”. Y vuelvo a anotar en el fondo la pertinencia de esto, pues en el idioma de Heaney se filtran formas típicas del inglés de Irlanda, como ya lo señalara Neil Corcoran en su reseña publicada en The Guardian al aparecer el libro. Aquí, por no ser la edición bilingüe, no podemos apreciarlo, pero bien está que quede, oblicuamente, ese rasgo que, mutatis mutandis, puede que en el original choque al lector de los Estados Unidos o Inglaterra salvo que, claro está, tenga ascendentes irlandeses.

La versión de Bravo Varela de la versión de Heaney de la versión de Sófocles de otras versiones perdidas a su vez funciona a las mil maravillas. No se ciñe al isosilabismo porque tampoco lo hace el original, al cual hace trasparecer en heptasílabos y octosílabos para los versos cortos y en endecasílabos y alejandrinos para los pentámetros de Heaney. Fluida, elegante, musical, pude disfrutar de una muestra de ella en Laberinto, el suplemento de cultura del diario mexicano Milenio, y tanto me gustó que no pude esperar a recibir el libro de la editorial solicitado para la crítica y lo compré por impulso, a lo que contribuía la belleza de su factura, en la primera librería en que lo hallé. Aunque no hayan podido leerla, yo creo que hubiera hecho también las delicias de los traductores y poetas mexicanos Guillermo Fernández (a quien va dedicada), Alfonso Reyes y el recién desaparecido Rubén Bonifaz Nuño (estos dos últimos, además insignes filólogos clásicos).

y II

Algo ha quedado reflejado arriba del argumento de Antígona y, por ende, de Sepelio en Tebas. Ni este es el lugar para extenderse más sobre él ni quizá sea necesario recordar los pormenores de la tragedia, en realidad muy sencillos pero que es preferible que el lector recuerde por sí mismo o, mejor aún, descubra adentrándose por las páginas de este libro tan breve como imperecedero en que la protagonista insta a Ismene a que la auxilie en el entierro con estas palabras que poseen la contundencia de los grandes versos: “¿No somos dos hermanas y un hermano? / ¿O somos un traidor y dos cobardes?

El conflicto, el enfrentamiento que ya apuntaba Yeats en esos versos sobre Antígona, se hacen por la maestría verbal de Seamus Heaney una plantilla sobre la que se pueden alzar múltiples lecturas que trascienden al recinto amurallado de Tebas y llegan hasta hoy mismo y aquí. O hace unas décadas e Irlanda. Heaney ha recordado cómo en 1968, que fue el año de las luchas por los derechos civiles en parte del Ulster, pero también del mayo parisino y de la revolución de las flores en Berkeley, asistió en Belfast a una marcha en la que estuvo presente una Antígona rediviva, Bernadette Devlin, en aquel momento una muchacha que se oponía a las normas injustas enfrentándose al omnímodo poder británico y posteriormente parlamentaria que a punto estuvo de ser asesinada en un atentado. Y cómo también en 1981, cuando empezaron a irse uno tras otro los activistas republicanos que se dejaron morir (casi como Antígona) durante la huelga de hambre que costó la vida a Bobby Sands, el cadáver consumido del hermano de unos vecinos suyos fue el centro de la actualidad. El cuerpo del militante del IRA fue trasladado a una localidad limítrofe entre dos condados, donde fue entregado a los familiares para que fuera debidamente velado y posteriormente enterrado. Aunque él no los compara (y algunas diferencias hay), no es difícil pensar en la férrea Margaret Thatcher como un trasunto del más que severo cruel rey Creonte de Tebas.

Antígona es objetora de conciencia, una “indignada” que no obedece el poder constituido, y en su afán por dar a su difunto hermano las exequias que merece se presenta en cualquiera de las manifestaciones de los descendientes de las víctimas del bando perdedor en nuestra guerra civil, los muchos Polictetes que aún están hacinados en fosas comunes o permanecen abonando las cunetas. ¿Y no es en el fondo lo que subyace a la búsqueda de los restos de uno de los asesinados más famosos, si no el que más, durante la guerra fratricida, Federico García Lorca? Además, la familia de este, como Ismene, la hermana de Antígona, prefiere dejar las cosas como están, y no revolver la historia ni (en este caso, al revés) desenterrar el cadáver. El de Antígona es, sí, el afán de las asociaciones a favor de la Memoria Histórica. Incluso seré políticamente incorrecto, como Antígona, y lanzaré la pregunta de si, una vez promulgada la ley, no serán los hijos y nietos de los caídos del otro bando quienes, tras gozar de lápidas ahora arrancadas y proscritas, tienen que ver cómo los suyos han de ser honrados casi en la clandestinidad, como traidores, ahora que el loado es Eteocles. ¿Honra para unos y no así para otros? ¿Estos sí, y no aquellos? Es un asunto espinoso, que ha sido abordado en la reciente novela de Andrés Trapiello Ayer no más.

En todo conflicto los familiares de los desaparecidos buscan, además de que se haga justicia, que los cuerpos de los suyos les sean devueltos, y por más horrenda que haya sido la muerte, incluso con torturas y decapitaciones, al menos los deudos desean que las almas puedan descansar en paz tras la recuperación de los restos.

El asunto de los muertos tiene tanta trascendencia que cuando el enemigo público número uno durante años de EE.UU y por extensión de todo el mundo occidental, Osama bin Laden, fue abatido en Pakistán, según se informó el muerto fue trasladado a un portaaviones y se concilió lo que a las autoridades estadounidenses pareció como imperativo (hacer desaparecer el cadáver) con cierto decoro: se evitó la profanación y se celebró una ceremonia según el rito islámico, lavando el cuerpo y envolviéndolo en una sábana blanca y pronunciándose un responso que fue traducido por un hablante nativo al árabe, antes de arrojar al mar al terrorista fallecido en algún punto indeterminado en el norte del mar de Arabia.

Todas estas posibilidades, la pugna entre la razón de Estado y las creencias íntimas, la tiranía y la justicia, el positivismo masculino y el impulso intuitivo femenino, la norma humana frente a lo que dictan la religión y los dioses, lo legal y lo lícito, el proclamado bien común y la esfera privada, el exceso de un tipo u otro, ya sea por patriotismo ya sea por piedad, más el contrapunto de la contemporización representada por Ismene y otras lecturas que hallará el lector quedan abiertas en Sepelio en Tebas, donde Seamus Heaney, veinticinco siglos después, hace buenas las palabras de Luis Gil en la introducción a su traducción de la Antígona de Sófocles, donde afirma, basándose en Antífanes, que “la grandeza y la servidumbre de los grandes trágicos residía precisamente no en la invención , como ya señalara un poeta de la Comedia Antigua, sino en la recreación a la altura de los tiempos de los datos fijos de la tradición, introduciendo en ellos las modificaciones necesarias para hacerlos comprensibles a sus contemporáneos, cuya mentalidad no era ya la prehistórica ni la arcaica.” Sófocles no se sacó a Antígona de la nada, y su tratamiento de la protagonista ni fue ni mucho menos el único en época griega. Así Seamus Heaney en este Sepelio en Tebas.

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