Karin Boye
Gallo Nero, 2012
ISBN: 978-84-938568-8-5
224 páginas
19 €
Traducción de Carmen Montes
Prólogo de Luna Miguel
Carolina León
Mientras que en el mundo de la edición, de la literatura y de la cultura en general se están sacudiendo muchos cimientos -como en todos los demás, por otro lado-, podemos vislumbrar algunas tendencias, que no sé hasta que punto pueden ser para algunos moda, y para otros genuina contestación, conversación activa con los acontecimientos en lo social. Hablo de la proliferación -o no- de volúmenes de ficción, narrativa, apegada a lo político. Desde muchos ámbitos.
Lo que sí puedo declarar es que, como lectora, me veo impelida hacia cierto tipo de libros y rechazo otros. Necesito que la literatura que ocupa mi tiempo ahora me hable del presente o bien me dé pistas para interpretar el presente. Así, el argumento propuesto en la solapa de Kallocaína (“Kallocaína es el nombre del suero de la verdad que el científico Leo Kall ha inventado para garantizar al Estado seguridad y estabilidad”) sí atrajo mi atención.
De las notas de portada y del prólogo (que poco aporta ‘per se’) se pueden extraer algunos datos, para situarnos: Kallocaína se enmarca en la órbita de las novelas distópicas tipo 1984 (Orwell), pero es anterior a esta. Su autora, Karin Boye, es largamente reconocida en su país como una de las poetas más importantes de la primera mitad del XX, así como fundadora de la revista Spectrum y autora de varias novelas. Kallocaína sería la más conocida fuera de su país.
Desde un lugar de reclusión, una cárcel en la que el narrador, científico, es obligado a trabajar para un gobierno «enemigo», nos cuenta su anterior vida, su trabajo como químico en el Estado del Mundo: “La diferencia entre mis condiciones de vida actuales y las que disfrutaba como hombre libre es insignificante”, conjetura nada más empezar (15). Entonces nos embarca en la historia de la creación, y posterior institución en método policial, de una droga capaz de llevar a los individuos a la indefensión mental y hacerles contar toda la VERDAD. Sus pensamientos, emociones, sentimientos reales, sin estar mediados por la obligación hacia el Estado.
Todos los poderes totalitarios, o casi, han soñado con poseer esa droga de la verdad. Es el ideal que hace innecesaria la tortura, la represión, la propia disidencia. Lo que hace Boye es un poco más sutil que una historia de sumisión, obediencia y tiranía. Porque el señor Leo Kall, inventor y narrador, está ‘a priori’ profundamente identificado con la idea que representa ese sistema: “Todos y cada uno de los conmílites tenían que aprender, además, que con las formas sociales ocurría exactamente lo mismo: el cuerpo que era la sociedad había evolucionado desde la horda desorganizada hasta convertirse en la forma más altamente estructurada y diferenciada de todas, nuestro actual Estado del Mundo”.
Entonces, en lugar de un libro de “aventuras” de individuos contra el poder total, tenemos una historia psicologista, tranquila, reconcentrada y sin apenas ritmo, cuya trama se desarrolla profundamente en la mente del narrador, que va tomando conciencia de las consecuencias de su invento y encontrando, a la par, pensamientos inesperados en su propia ‘psique.’ Aunque la historia parezca verterse en lo común -interrogatorios, leyes, detenciones, nuevos métodos para intimidar a los poco convencidos ciudadanos-, el verdadero proceso se produce en el interior de la vida de Kall, en sus relaciones y en su mundo íntimo.
En buena parte de sus páginas es un libro sobre el Poder, el individuo frente al Estado, la idea de sociedad y nociones como verdad y libertad. Y en otras, las más interesantes, es una novela de aliento metafísico que recuerda extrañas novelas como Dissipatio humani generis (Morselli). “Tenía la sensación de que el esfuerzo de existir era gigantesco y de que el sentido de todas las cosas era irremediablemente nimio” (148).
Los ecos de las dictaduras de las primeras décadas del siglo XX resuenan aquí. Dentro de ese desarrollo que he llamado “psicologista”, donde gran parte del volumen se dedica a debatir visiones del mundo y relaciones de las personas con los estamentos, también aparecen unos disidentes. Un “colectivo” que apela a un “nuevo espíritu”. En el mismo estilo sin sobresaltos del resto del libro, esa resistencia se muestra pintoresca, débil, poco peligrosa, informe: “No pregunte -respondió-. No tenemos nombre, no constituimos ninguna organización. Sencillamente, existimos” ¿A qué me suena a mí eso? Los “subversivos” de esta ficción hacen poco, salvo cosas raras como… hacerse los dormidos…
En esos pequeños detalles hay un universo de posibilidades, dentro de una novela que es “menor” pero ofrece, al tiempo, un buen montón de lecturas interesantes. Como el caso del caos personal que se despliega en la vida del narrador y el acto, casi final, junto a su mujer. Muchas preguntas deja colgando Kallocaína. Y, aunque rezuma miedo y asco por el Estado totalitario y la sociedad organizada en un todo, abre espacios de pensamiento en otras direcciones posibles, imaginativas, de comunidad. Eso sí, le achaco tener que «explicarnos», en lugar de «mostrarnos», las normas de funcionamiento del mundo distópico que crea.
Y, saliendo de la literatura, sobre la droga de la verdad se me queda dando vueltas una idea: de aplicársela hoy, aquí, a una selección indistinta de personas, ¿en cuántos casos nos encontraríamos con disensión verdadera, con un desacuerdo profundo con el sistema que nos subsume?
Comparto contigo la conclusión de que deja muchas preguntas. difiero en que sea una obra «menor». Es una obra distópica pionera con todasde las caracterísiticas del género, que precisamente basa su grandez en la capacidad de plantear preguntas más de 70 años después.
A mí me fascinó y la historia de su autora y de la edición en castellano, que conocí en una presentación de la boca de su editora Donatella Ianuzzi, también.
Saludos
LA buscaré por Alacant.