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Madre no hay más

ILYA U. TOPPER | No hay libros morales ni amorales, decía Oscar Wilde. Solo hay libros bien escritos y mal escritos. Y efectivamente, el infierno de la literatura está lleno de libros que intentan de alguna forma ser morales. Libros que acometen, bajo el formato de novela, un suceso que plantea un dilema ético a la humanidad e intentan ofrecerle al lector una guía para orientarse o al menos unas claves para posicionarse ante estas cuestiones. Gran parte de lo escrito por Amin Maalouf entra en esta categoría, para hablar solo de novelistas de nivel. Parece un hado inevitable: ningún escritor puede servir a dos amos, llamado uno moral y el otro trama.

Por eso da cierta aprensión descubrir en las primeras decenas de páginas —a partir de la 30 ya no hay duda— que la trama se desarrollará alrededor de una mujer superviviente de la guerra civil de los Balcanes, que ha sido violada por los milicianos enemigos, tal y como se hacía en esa guerra y en tantas otras guerras: como parte de una estrategia para destrozar al adversario. Destrozarlo físicamente y psicológicamente y, duele escribirlo por lo que dice sobre una especie que se cree pensante, genéticamente: dejar embarazadas a las vencidas era una manera de forzarlas a ser biológicamente una herramienta de los vencedores: expandiendo su estirpe. Ambos lo vieron así, vencedores y vencidas.

Los bebés no. A los bebés nadie les preguntaba.

Este es el argumento de la novela de Marta Carnicero, y es una novela bien escrita. Es fácil adivinar ya también en las primeras decenas de páginas cuál es la relación entre Hana, la mujer superviviente de un campo de prisioneras, exiliada en Cataluña, y la adolescente catalana Sara, recién cumplidos los 18 años, pero tan pava como cualquiera a su edad. Ambas se pasan el testigo de narradora en un clásico juego de novela a dos voces. Carnicero le ha añadido el recurso atrevido pero soberanamente bien manejado de contar las partes de Hana no en primera persona sino en segunda. Y contrasta muy bien el tono de voz de Sara, esa torrente emocional y muy poco reflexionada de la típica adolescente que se cree incomprendida, con su toque de jerga juvenil, lo suficiente —hasta donde yo puedo juzgar, que no es mucho— para hacerla verosímil y realista, y sin caer en la caricatura ni el rollo forzado.

Descubiertos muy pronto los mimbres de los que está hecha la trama, nos mantenemos en constante tensión para ver por dónde la autora conseguirá trenzarlos, aunque con la incómoda sensación de que todo puede saltar en cualquier momento por los aires. Ya dije que es una novela bien escrita.

Lo que no me convence, por recargar el motor de la novela, que es emocional, con un catalizador que no le hace falta, es esa enfermedad genética de corazón que supone un riesgo de muerte. Es poco creíble, por ser demasiada casualidad y por quedarse en un difuso limbo de las cosas que no se describen con precisión porque no existen en la realidad. Afortunadamente no llega a jugar ningún papel esencial, sáltense las referencias en la lectura y todo funciona igual o mejor. Porque lo que mueve la narración es lo que sienten las protagonistas, y cómo va cambiando lo que sienten. Hacia una hija desconocida y desterrada de la memoria, hacia una madre desconocida que es tan fácil de idealizar, y también hacia una madre que, por ser real y normal como todas las madres que existen de verdad, es tan fácil odiar. Cuando eres una adolescente, odiar a la madre es normal.

Marta Carnicero es valiente al ir sacando capa tras capa de cebolla de estos sentimientos, o cascos de matrioska, según sugiere el título, que juega con la etimología de la palabra rusa: Madrecita. Y logra el difícil equilibrio de narrar lo que ocurre en un campo de prisioneras en manos de una milicia balcánica sin cargar las tintas del horror, pero sin ahorrarnos tampoco los detalles. Pero sobre todo tiene el valor de no dividir el mundo en buenos y malos. Ser un miliciano violador y asesino es la personificación del mal, desde luego, pero formar parte del pueblo escogido como víctima no te convierte en bueno. Y esta reflexión está solo apuntada brevemente en la escena en la que otra madre, esta balcánica, quema una carta que podría desenterrar el pasado: también para las víctimas es mejor no afrontar lo que ocurrió, porque comparten con los verdugos la convicción patriarcal de que una violación no es tanto una culpa para el que lo comete sino un deshonor para quien lo sufre.

Por eso mismo no hace falta nombrar los pueblos que ejercieron de verdugos y de víctimas en los Balcanes, aunque por supuesto sabemos quién era quién en el escenario descrito. Pero podría haber sido al revés. Y podría haberse desarrollado en otro lugar. Se podría haber escrito la misma historia sobre las violaciones sistemáticas del Daesh contra las mujeres yezidíes en Iraq. Con la misma reacción por parte de las víctimas, como contó valientemente Nadia Murad.

Matrioskas es un libro breve, que cabe en el bolsillo. Por eso me lo llevé para leerlo en el autobús que me llevaba, a lo largo del Bósforo, a la charla de Gervasio Sánchez, probablemente el reportero español que más sabe de Sarajevo y de las víctimas de aquella guerra, y de muchas otras guerras. «¿Sabes lo más terrible?» —me respondió a mi pregunta —. «Una mujer que había sido violada en Srebrenica me contó que su mayor preocupación era cómo ocultárselo a su marido».

Matrioskas es un libro tan breve que acaba antes de contar lo que esperábamos leer. La última página nos deja con la sensación de que quizás Marta Carnicero al final no haya sido lo suficientemente valiente como para afrontar el reto literario de continuar. O quizás se haya dado cuenta de que hacerlo implicaría caer en la trampa de adoptar una postura moral. Y que haya preferido dejarlo ahí, en un libro bien escrito.

Matrioskas (Acantilado, 2023) | Marta Carnicero Herranz | 190 páginas | 16,00 euros | Traducción del catalán: la autora.

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