Sentido viaje en el tiempo el que nos propone hoy José Martínez Ros: regresar a «El parque de los ciervos» (1955) de Norman Mailer. Nuestro estadista nos habla aquí de relaciones imposibles y depresiones. Malos momentos a los que se atreve a volver gracias a la literatura.
JOSÉ MARTÍNEZ ROS | La primera vez que leí El parque de los ciervos fue en 2005 o 2006, durante un verano largo y depresivo. Me había quedado solo en Madrid atado a un trabajo rutinario y provisional y, sobre todo, a la típica relación imposible que anhelan todos los depresivos del mundo. La lógica es sencilla: un depresivo auténticamente hundido en el pozo más fangoso y oscuro de su psique no desea escapar de allí: busca exponerse a situaciones en las que sentirse aún peor. Una relación complicada e irresoluble es ideal para él. Te deja agotado física y mentalmente, te da un montón de excusas para la autocompasión y una justificación para tomar la química que necesitas para dormir. Un día compré el libro de Mailer, un viejo ejemplar de segunda mano. Me encantó: era un libro plagado de telarañas sentimentales, animado por un genuino nihilismo: el único valor que quedaba intacto, al final, era el del arte. Quise saber más sobre su autor.
En 1955, Norman Mailer, con treinta y tres años, estaba a punto de convertirse en uno de los mayores bluff de las letras norteamericanas.
Mailer, como millones de jóvenes de su generación, había participado en la II Guerra Mundial, pero el volvió a casa con algo más que unas cuantas anécdotas bélicas y el horror imborrable de la contienda: en 1948 había publicado Los desnudos y los muertos, una durísima crónica de una batalla en un lejano atolón del Pacífico, que fue comparada por una crítica entusiasta con Hemingway, Tolstói e, incluso, con Homero, una obra de más de seiscientas páginas que, según el propio Mailer, había escrito en unos pocos meses. Los desnudos y los muertos fue un éxito gigantesco: permaneció en la lista de los libros más vendidos durante sesenta y dos semanas y convirtió a Mailer, con veinticinco años, en millonario y en una fulgurante promesa de la literatura cuyos pasos serían seguidos con atención tanto por admiradores como por detractores.
Menos de diez años después el panorama era totalmente distinto: se había casado, divorciado y vuelto a casar; su segunda novela, Barbary Shore, donde había mezclado surrealismo, izquierdismo y la moda existencialista había sido masacrada por la crítica e ignorada por el público; como tantos autores de la época había sido reclamado por Hollywood, donde permaneció durante varios años, pero ninguno de sus guiones fue aceptado; y ahora nadie quería publicar su tercera novela, El parque de los ciervos, basada en sus experiencias en la Meca del Cine. Siete editores la rechazaron, debido a su fuerte contenido sexual, incompatible con la rigidez moral de la época. Desesperado y deprimido, Mailer recurrió a su ídolo y modelo literario, Hemingway, solicitándole su apoyo. Hemingway se negó, lo que hizo que su relación personal quedara rota para siempre. Finalmente, una pequeña editoral, Putnam, aceptó el reto de publicar El parque de los ciervos (cuyo título alude al famoso Parc-aux-Cerfs, en el que se hallaba el prostíbulo secreto de los reyes de Francia). La reacción de la prensa fue airada: se la acusó de ser un libro repulsivo, hediondo, desvergonzado. En un gesto desafiante, Mailer hizo publicar un anuncio en la prensa que incluía extractos de las críticas más negativas.
Leída hoy, El parque de los ciervos es, ante todo, una de las mejores novelas jamás escritas sobre el mundo del cine, sólo comparable a dos obras maestras, la genial, romántica y trágica (pero por fortuna para Mailer, incompleta: si Scott Fitzgerald la hubiera terminado, hubiera resultado sencillamente insuperable) El último magnate y la salvaje sátira de Nathanael West El día de la langosta. La obra de Mailer se parece mucho más a la de Fitzgerald, el antiguo rival y amigo de Hemingway, que a la del feroz West. Nos encontramos, como en tantas obras del autor de El gran Gastby con un protagonista/testigo que se adentra en un ambiente, un mundo, nuevo para él con una combinación de atrevimiento, ingenuidad y curiosidad.
En este caso con Serge, un veterano de la Segunda Guerra Mundial, con un par de heridas psicológicas, que llega a Desert D´Or, una ficticia localidad californiana, trasunto de Palm Spring, a la que suelen acudir los magnates y estrellas de cine para escapar del ajetreo y los focos de Hollywood. Allí traba amistad con Eitel, que en otra época fue un poderoso y exitoso director, defenestrado por negarse a colaborar con el famoso Comité de Actividades Antinorteaméricanas, más por orgullo y espíritu de la contradicción que por auténticas convicciones políticas. Así podrá ser testigo de la relación entre Eitel, un hombre complejo, de rasgos geniales, pero a la vez inmaduro e incapaz de comprometerse, y una mujer que entra en su vida: Elena, una antigua bailarina italiana, una mujer maltratada, desarraigada, que se aferra a él y con la que establecerá una relación de lo más turbulenta, obsesiva, devoradora que Mailer estudia con detenimiento y morosidad. De hecho, da la impresión de que el joven Norman tenía muy reciente la lectura de En busca de el tiempo perdido, mientras que escribía la novela, aunque con una carnalidad mucho más explicita de lo que se permitía Proust. Tal vez, paradójicamente, esos sean los fragmentos, los que resultaban escandalosos en su época, son los que han quedado más anticuados (digamos que lo que entonces resultaba atrevido ahora parece incluso mojigato).
Por otro lado, Serge se embarca en una relación paralela con Lulú, la exmujer de Eitel, una joven aspirante a estrella, enormemente bella y ambiciosa, obsesionada con su imagen pública, y que permite al autor explorar los aspectos más escabrosos del mundillo hollywoodiense y que resultan, a menudo, las páginas más divertidas, por delirantes, del libro. Hay que destacar también dos inolvidables secundarios: Teppis, un pez gordo de los estudios, un productor antiguamente el jefe y ahora acérrimo enemigo de Eitel, que parece condensar toda la hipocresía que atesora la industria del cine; y Marion, un proxeneta, un individuo absolutamente amoral, misantrópico y solitario, que actúa de acuerdo a su muy particular código de conducta, a través del cual conoceremos el oculto submundo gay de Hollywood (y en ese sentido, la novela sí que nos parece avanzada), tal vez el personaje más misterioso del libro. Es una lástima que Mailer no le dedicara más páginas.
El desenlace será, inevitablemente amargo. Y de nuevo nos traerá a la cabeza uno de los pasajes más famosos de Scott Fitzgerald.
He releído El parque de los ciervos hace unos días, en unas circunstancias mentales afortunadamente muy distintas. El libro se sigue sosteniendo. Un libro lleno de ruido y de furia, de escenas memorables y una excelente escritura. En alguna otra ocasión escribiré por qué creo que la obra de Mailer, a pesar de lo mucho que la disfruto, no va a pervivir como la de otros gigantes de la narrativa norteamericana de la segunda mitad del siglo XX.