Bad Lands
Oakley Hall
Galaxia Gutenberg, 2011
ISBN: 978-84-810-9871-6
496 páginas
24 €
Traducción de Benito Gómez
Fran G. Matute
Los teóricos y críticos del mundo del cine, de cara a justificar sus pomposos y alambicados análisis audiovisuales, tienden a equiparar la épica del ‘far west’ con las tragedias clásicas del mundo grecorromano. Utilizan términos como «western crepuscular» para referirse al ocaso de los héroes que han vivido en un mundo salvajemente violento y cambiante. Hablan de la «moralidad» del ‘travelling’ como plano arquetípico a través del cual se puede mostrar al espectador tanto la grandeza y aridez de las llanuras como la soledad del vaquero. Pero lo peor de todo es que tienen razón. La estética del ‘western’ está ciertamente plagada de clichés, pero esconde en sus historias la pureza del ser humano en todas sus dimensiones y su lucha contra los elementos.
Por otro lado, no podemos engañarnos y es justo reconocer que toda esta «filosofía» creada alrededor del Lejano Oeste se ha visto consolidada gracias a las películas de Hollywood, con independencia de que su verdadero origen sea la literatura. No cabe duda de que los cineastas han tratado mejor a este género que los propios escritores, cuya obra ha quedado relegada, en el mejor de los casos, a la novela de quiosco (perfectamente respetable, en cualquier caso). La obsolescencia de esta temática a nivel literario no se ha visto reflejada en el mundo del celuloide. No es que no haya habido ‘exploitation’ a nivel fílmico (el propio Spaghetti Western es una muestra de ello, así como los múltiples seriales que inundaron la televisión estadounidense en los años 50 y 60), pero hoy día todo el mundo recuerda las grandes obras maestras del género facturadas por John Ford, Howard Hawks, Delmer Daves o Anthony Mann, y hasta los más recalcitrantes son capaces de identificar a los guionistas habituales que supieron dar nueva vida a estas historias (como Frank S. Nugent, Dudley Nichols, Leigh Brackett, Borden Chase…), pero ¿quién se acuerda de las obras literarias que inspiraron dichos títulos? ¿Quién reconoce hoy día la labor de Ernest Haycox, Alan Le May o Dorothy M. Johnson (con independencia de que esta última acabe de ser recuperada por Valdemar)?
Lo cierto es que uno de los pocos autores que hizo por revitalizar el prestigio del género a nivel literario fue Oakley Hall gracias a ese monumento que es Warlock (1958), un auténtico ‘contender’ al título de Gran Novela Americana y obra venerada, ni más ni menos que por Thomas Pynchon. En este caso, la novela sirvió también de base para una adaptación cinematográfica –El hombre de las pistolas de oro (Edward Dmytryk, 1959)-, si bien es cierto que el ‘film’ no fue capaz de captar toda la grandeza del texto, perdiéndose en dicha adaptación gran parte del esfuerzo ciclópeo de Hall por narrar la construcción de una ciudad sin estatutos, que era la cuestión esencial de la novela.
No deja de resultar curioso que Hall volviera a esta misma idea, veinte años después, con su siguiente obra ambientada en el Lejano Oeste: Bad Lands (1978). Porque en el fondo no podemos disociar esta novela de Warlock, con la que comparte más de una similitud. Hall reincide en su detallismo por narrar el tortuoso camino de los hombres en su empeño por alcanzar la formación de la voluntad popular, situando la batalla, ésta vez, en las tierras sin dueño de la futura Dakota, ‘circa’ 1884. Pero más allá de la brillante recreación histórica y la excelente contextualización de la historia que se narra en Bad Lands con el momento socioeconómico de la época, nos ha interesado, sobre todo, el diálogo que propone Hall entre el hombre y la naturaleza, entre el ciudadano y las instituciones. Como si quisiera echarle un pulso a su admirado Cormac McCarthy, nos deleitamos con los pasajes en los que Hall describe con inusitado lirismo una tierra hermosa, salvaje y prometedora que pronto tornará en lodo y sangre por la mano del hombre, por su avaricia, pero también por su ineficacia para gestionar los asuntos civiles. Porque al margen del mensaje «naturista» que inserta Hall en Bad Lands, el grueso del discurso se centra en las incapacidades del ser humano por convivir, ya no sólo con la naturaleza, sino con sus propios congéneres.
Nos interesa, también, sobremanera el antagonismo de los personajes principales de esta novela, y cómo Hall expone sus divergencias y sus complementariedades. De una parte, el señor Livingston, educado estadista de Nueva York, de familia acaudalada, que viaja al Lejano Oeste huyendo de una tragedia familiar y buscando confort en las tierras asilvestradas de Pyramid Flat, esa suerte de ficticia Tierra Prometida. De otra, el rudo y embaucador Lord Machray, de origen irlandés, ex-militar cultivado capaz de recitar de memoria versos de W. Shakespeare o R. Burns, cuya desmesurada ambición le ha granjeado enemistades con sus vecinos. Pronto se establece entre ambos una relación amor-odio que correrá paralela a su apego por unas tierras que terminarán envenando el juicio de sus habitantes.
Llegados a este punto, debemos advertir que gran parte de los hitos argumentales sobre los que pivota Bad Lands pueden llegar a generar algún tipo de ‘déjà vu’ en el lector si uno es lo suficientemente cinéfilo. Pues la inocencia de Livingston y su fe ciega en las instituciones y en la bondad del ser humano nos ha recordado al James Stewart de El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1963), del mismo modo que la trama relativa a los reguladores y sus ahorcamientos nos han traído a la mente, en más de una ocasión, parte de los sucesos narrados en El incidente de Ox-Bow (William Wellman, 1943), por no hablar de algunos paralelismos que tiene el texto con Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958). Es evidente que los temas en el ‘western’ son limitados y han sido tratados de una forma u otra hasta la saciedad, de ahí que nos vuelva a interesar más en este Bad Lands la cuestión «jurídica», si se me permite la expresión. La lucha del ser humano por autoimponerse reglas de convivencia, leyes aparentemente asépticas que pretenden regular los conflictos desde la equidad. Pero como bien expone Hall en el breve pero enjundioso epílogo, el llamado Salvaje Oeste fue regulado por políticos y hombres de negocios del Este, que nunca pisaron esas tierras para calibrar si sus decisiones legislativas tenían alguna utilidad en un territorio que no conocía de límites físicos (no había vallas ni cercas ni zanjas) y los colonos (pues eran los Sioux los verdaderos habitantes de Dakota) vivían en aparente armonía. Dakota, a finales del siglo XIX fue un hervidero de mandatos: el oro de las Black Hills, el Tratado de Laramie, las leyes Kinkaid… lo que provocó que el territorio se llenara de ‘carpetbaggers’. Y no hay más que ver esa barbaridad que fue Deadwood (2004-2006) de David Milch, para darse cuenta de lo que se estaba fraguando por aquel entonces.
Son estas pesquisas las que, a mi juicio, dan valor a esta obra de Oakley Hall, que si bien palidece en comparación con su antecesora y descomunal Warlock, sí que aporta una mejor visión de conjunto a la problemática del nacimiento de las comunidades en las postrimerías del llamado Lejano Oeste. Puede que fueran malas tierras para la convivencia de los hombres, por toda la putrefacción que sacaron a relucir los que quisieron poseerlas, pero no lo fueron para los contadores de historias. Quizás sea ese el verdadero legado del ‘far west’, la verdadera fertilidad de esas tierras que tanto odio generaron: su capacidad para alimentar a los narradores de historias épicas como las que nos cuenta Oakley Hall en este espléndido Bad Lands, que ningún fan del género debería dejar de leer.
Ah, desde la primera línea de su reseña estaba esperando la referencia a la genial Deathwood
Lo curioso del caso es que «Deadwood» a la que se parece verdaderamente es a «Warlock». Pero mucho, mucho, mucho…
Gran reseña, grande Deadwood, grande Ford, grandes películas «del Oeste».
Es curioso lo difícil que se hace hablar de una novela ambientada en el «lejano oeste» sin citar las grandes películas del género. Es significativo, ya que nos habla de la importancia de éstas a la hora de establecer el canon. Un canon que trasciende al cine para alcanzar a la literatura, incluso a excelentes novelas como «Meridiano de sangre» en la que uno se encuentra muchas veces leyendo y reconstruyendo sus espacios y personajes a través de muchas (y otras) de esas películas citadas. No conocía «Warlock», pero al leer su descripción también se me vino de inmediato a la cabeza Deadwood
Felicidades por la espléndida reseña. Apuntadas quedan las referencias.
Se me olvidó poner antes Gran Torino. Excusad vuesas mercedes.