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Maniobras de escapismo

RAFAEL CASTAÑO | Es un misterio que Philippe Sands, abogado de profesión, concibiera Calle Este-Oeste. O tal vez deberíamos decir que Philippe Sands, abogado de profesión y, como tal, sabueso, encontró Calle Este-Oeste como en cierto día el primer astrónomo encontró en la pausa del cielo nocturno los nombres y formas de las constelaciones. O como felizmente encontró James Stewart, entre estantes de legajos, el caso que salvaría a su cliente en Anatomía de un asesinato. Por una casualidad causal.

Toda constelación es y no es una forma, y es y no es también, al mismo tiempo, un rescate. Calle Este-Oeste nace cuando Sands, descendiente de judíos europeos, descubre que en una ciudad de nombre movedizo, Lvov-Lviv-Lemberg, engastada en el tapiz nervioso de la Europa de las grandes guerras, coincidieron cuatro de los hombres sin los cuales su vida no sería la misma. Dos de ellos dieron luz por separado a los términos “genocidio” y “crimen contra la humanidad”, demostrando que la realidad está siempre esperando a que le demos nombre. Otro fue Hans Frank, el gobernador general de los territorios ocupados por los nazis en la actual Polonia. El cuarto, su propio abuelo, el único superviviente entre sus familiares de la muerte en los campos de exterminio.

Con todos esos mimbres Sands construyó un libro de historia que era también una novela de detectives y que era también una autobiografía y que mostraba, como lo haría Sebald a su forma silenciosa y mercurial en Austerlitz, su envés, su propia concepción, de un modo que me recuerda al que defiende, al hablar de la creación artística, Agustín Fernández Mallo en su excepcional Teoría general de la basura. En Austerlitz, Sebald orbitaba en torno a un centro, el Holocausto, sin tocarlo jamás, rozándolo con precaución como se hace, con dedos fascinados, con la herida aún abierta y despierta, desde el propio nombre de su protagonista hasta, más directamente, con la mención de soslayo, en uno de los muchos desvíos de la voz narrativa, de los baños checos de Auschowitz.

En Calle Este-Oeste, cuya apuesta estética, si es que esta existe, está en las antípodas de la obra de Sebald, la narración se apoyaba en otra deficiencia de la memoria. Si en Sebald la memoria se enfrentaba a lo innombrable, en Sands la memoria se enfrentaba a la amenaza de la palabra muerta, dormida, anestesiada. ¿Y dónde se encuentran esas palabras? En los archivos, en las sentencias, en los palacios de la burocracia, llenos de cuartos sin puertas y pasillos llenos de ecos. Sands, en suma, trataba de encontrar, entre polvo y papeles viejos, la solución al misterio de su vida. La luz delata las minúsculas partículas del aire que respiramos.

El contacto con Niklas Frank, cuyo padre fue ejecutado en Núremberg, llevó a Sands a otro hijo de nazis, Horst von Wächter, protagonista junto a sus padres de Ruta de escape, el libro que cierra la bilogía dedicada al nazismo iniciada con Calle Este-Oeste. Su padre, Otto von Wächter, fue subordinado directo de Hans Frank, y fue, del mismo modo que aquel, responsable de la muerte de cientos de miles de personas al mando de uno de los territorios polacos bajo el mando nazi.

La respuesta de los hijos no puede ser más opuesta: Niklas abjura de su padre y celebra su final, mientras que Horst lucha por que el mundo descubra el verdadero rostro de su padre, a quien ve como un buen hombre, una víctima más, según él, de un mecanismo de horror en el que no había margen para la humanidad. Calle Este-Oeste se centraba en la memoria y la identidad, y Ruta de escape, pese a ser una variación de aquel, da más peso aquí a la humanización del mal, a la posibilidad de la justificación moral y, con ella, a los innumerables modos con que nos engañamos sobre nosotros mismos, en la vida y en el recuerdo.

A lo largo de su segundo libro, Sands intenta convencer a Horst de que su padre fue tan responsable como el padre de Niklas, y trata, siempre sin éxito, de que sus labios expresen, al menos, las dudas que intuimos que lo atormentan. Ambos esgrimirán cartas, anotaciones en diarios, sentencias, discursos, documentos desclasificados, diagnósticos médicos, para demostrar su punto de vista, y a veces (aquí está lo interesante) verán en las mismas palabras distintos significados, distintas consecuencias morales, y con frecuencia (esto es aún más interesante) veremos cómo Horst recibirá con elástica indiferencia las pruebas incriminatorias que Sands le va mostrando, como uno de esos negacionistas de toda laya con los que, por desgracia, nos vemos obligados a compartir espacio. Ruta de escape no es un libro ambiguo, sino el libro de un jurista, de alguien que, según afirma en el documental Mi legado nazi, debe despojarse de todos los prejuicios con que inevitablemente pensamos el mundo para mirarlo tal cual es y, entonces sí, juzgarlo. Por ello abre el libro una cita de Javier Cercas, amigo del autor: «Es más importante entender al verdugo que a la víctima». Olvidar que el verdugo es verdugo sin olvidar que la víctima es víctima.

Ruta de escape no está a la altura de Calle Este-Oeste. Si en este el desarrollo era orgánico, haciendo de cada detalle (volvemos a Sebald) algo pertinente, necesario, en Ruta de escape el ritmo es irregular, tal vez porque Sands abusa de los diarios escritos por Charlotte, la mujer de Otto, y de la correspondencia con su marido, y porque en ciertas repeticiones, fruto de descuidos en la revisión del texto, uno adivina que Sands, paradójicamente, tenía las cosas muchos menos claras aquí que en Calle Este-Oeste. Gustará al lector de aquella, gustará un tiempo a los demás, y será olvidada. Aquella no.

Ruta de escape (Anagrama, 2021) | Philippe Sands | Traducción de Francisco J. Ramos Mena | 560 páginas | 23,90 €

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