Mano invisible
Adam Zagajewski
El Acantilado, 2012
ISBN: 978-84-15277-53-8
96 páginas
15 €
Traducción de Xavier Farré
Alejandro Luque
No suelo olvidarme de quienes me recomiendan autores memorables, y esta vez no va a ser una excepción. La primera vez que oí hablar de Adam Zagajewski fue a través de una entrevista que Santiago Belausteguigoitia le hizo a Eduardo Jordá en El País. Éste apostaba a que Zagajewski ganaría el día menos pensado el Nobel, aunque no le hacían falta las coronas suecas para ser ya un gran poeta. Yo de Jordá, gran poeta él también, me lo creo todo, de modo que corrí a ver quién era el polaco aquel con nombre de espía de novela de John LeCarré. Y no sólo no me encantó su Tierra del fuego, sino que pasé a hacerme con todo lo que en adelante fue editando en España: los poemarios Antena y Deseo, el ensayo Dos ciudades, las deliciosas memorias En la belleza ajena…
Vaya por delante que la obra de este autor merecería una reseña más atenta y concienzuda que lo que van a leer a continuación, porque esta Mano invisible -nada que ver con la novela homónima de nuestro Isaac Rosa-, tiene mucha tela que cortar. Alguien dijo que Zagajewski, exiliado, no hacía poesía del exilio, tal vez entendiendo como tal una poesía del desarraigo y de la militancia, a lo Nazim Hikmet, a lo Alberti o a lo Benedetti. Sin embargo, nada me parece más propio de un exiliado que el afán por salvar cosas del olvido y por reinventarse, fuera de su propia tierra, a partir de los saldos de la vida anterior. Algo muy distinto de la nostalgia, que es el anhelo de regresar a un lugar que ya no existe.
Zagajewski es un poeta que atesora momentos, lecturas, estampas de viaje, pedazos de Historia y vidas probables, y con todo ello parece construir no sólo su poética, sino su propio equilibrio personal de exiliado y desexiliado. Sus versos son sencillos, sin sintaxis enrevesada ni sonoridades rimbombantes, porque sencillos son sus materiales de trabajo: las calles, los ríos –el Garona y el Ródano marcan la provincia sobre la cual se erige este libro-, las nubes, las personas zarandeadas por la vida.
Versos que se alimentan de la perplejidad, como el jardinero que en la calle Józefa se apoya sobre su pala “no se da cuenta de que de repente/ ha estallado la guerra/ o que ha florecido una hortensia”. Versos que también quieren reflexionar sobre sí mismos, desentrañar el misterio de escribir poesía, “un duelo/ en el que no hay vencedor”, pero que aspira a convertirse en “un paciente, silencioso himno de la vida”. También tiene un notable protagonismo la figura del padre, afectado, entendemos, por el mal de Alzheimer, de modo que el hijo es el llamado a ser una prolongación de la memoria quemada, aunque acabe reconociendo tristemente: “No soy capaz de ayudarte, tengo una sola memoria”.
Hay quien se pregunta qué puede aportar la poesía a estos tiempos un tanto deprimentes que nos han tocado vivir. La de Zagajewski, no quiero concluir sin subrayarlo, nos permite por ejemplo pensar en Europa en términos muy diferentes a los que nos sugieren Merkel y la Troika. El polaco más mediterráneo de las letras actuales –son excelentes sus poemas sicilianos- nos hace sentir el Viejo Continente como un espacio donde, aunque soplen vientos helados, todos acudimos para calentarnos las manos a la lumbre de una cultura común y secular, que va mucho más allá de las convenciones geográficas.
Agradezco, en fin, a Santi Belaustegui, a Eduardo Jordá y también al cuidadoso traductor Xavier Farré, que ya es como de la familia para los zagajewskianos, el descubrimiento de uno de los cuatro o cinco nombres imprescindibles de la lírica de hoy.