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Menos despecho y más salero

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ILYA U. TOPPER | Hace no tanto en estas mismas páginas me felicité de que por fin a un autor español se le haya ocurrido escoger la época de Al Andalus para ubicar una novela histórica. La pena era que Antonio Álamo desaprovechara la oportunidad de sacar azogue de un filón por el que matarían – dije y mantengo – los guionistas de Juego de tronos y lo dejara todo en una descripción orientalizante, milyunanochesca, entreverada con una no ciencia ficción tan atrevida como desbocada.

Ahora llega a mis manos una novela sobre Wallada, la princesa poeta del siglo XI, y me embarga una sensación similar, aunque por los motivos opuestos. Miriam Palma Ceballos no cae en los mismos errores que Álamo (salvo el de escribir Allah, como si en árabe, la palabra Dios fuera marca registrada), aquí no hay tanto orientalismo de zoco (a un poco de hamam, seda, alheña y listas de comida y especias parece que no hay autor capaz de renunciar).

Lo que leemos es un único y largo monólogo interior de una poeta envejecida que reflexiona sobre el amor, los celos, el despecho, las distancias que pone la vida, un ajuste de cuentas con un padre del que poco bueno se puede decir. En fin, sentimientos universales que la autora habría podido atribuir a prácticamente cualquier personaje histórico. Estamos en Al Andalus, porque los nombres son árabes; poco más.

No es mala opción, por supuesto, ni faltarán lectores que se sentirán identificados. Ayuda, en este sentido, un denso y cuidado lenguaje lírico. Y eso es lo que hay: Miriam Palma Ceballos ha tenido la precaución de atenerse estrictamente a lo que sabemos de la Wallada histórica, de no atribuirle más de los 9 poemas que se conservan de ella (están recogidos, además, en el apéndice del libro), y de utilizar también para los demás figurantes – su amante Ibn Zaydún, su alumna Muhya bint Tayyani – las traducciones que ofrecen las y los grandes arabistas españoles. Así que no se preocupe, lector: todo lo que leerá aquí coincide con lo que permiten deducir o intuir las mejores enciclopedias.

Y nada más. Porque toda enciclopedia es un reflejo frío, cenizo, de una época que fue vívida y fogosa. Las traducciones que nos brindan los grandes arabistas son cuidadosas anotaciones de lo que significa el texto árabe, pero no son poemas. Un poema árabe clásico tiene metro y rima, es absolutamente imprescindible que lo tenga, ahí radica su razón de ser. Si en Al Andalus un poeta, una poeta causaba admiración y aplausos y sus versos le abrían la puerta grande de las salas de califas y nobles, por modesto que fuera su origen, no era por crear imágenes de una profundidad hegeliana, sino por lo contrario: por ser capaz de poner a cualquier situación, de forma inmediata, un verso que fuese perfecto en métrica y rima. O en ripio, si el objetivo era hacer reír. Era un juego del intelecto, de chispa, de dominio del lenguaje, sagacidad, salacidad y salero.

Esto es algo que se ha perdido totalmente en las traducciones al castellano de nuestra poesía en lengua árabe. Y de cualquier poesía en otra lengua: la tradición traductora española es muy pobre en este sentido. No me consta aún traductor que se haya atrevido a cambiar el oficio de escriba de significados por el de creador de poesía traducida. O díganme ustedes si han leído alguna vez a Heine, Brecht, Wilde o Rimbaud en ritmo y rima, y no me refiero al tímido intento de intercalar aquí y allá alguna sílaba asonante.

Seguramente no se puede pedir más a un arabista, pero ¿a una escritora? Probablemente Miriam Palma Ceballos no se da cuenta de cómo esta pobreza traductoril influye toda su novela: los insultos que Wallada dirige a su antiguo amor Ibn Zaydún, llamándolo maricón perdido, y los que recibe de parte de su amiga Muhya, que la pone de folladora para arriba, impregnan la historia de amargura, de rencores, de un mal envejecimiento. Cuando la sátira, uno de los nobles géneros de la lírica árabe clásica, es todo lo contrario: es divertimiento, juego, cachondeo, es lo que sigue vivo en una chirigota gaditana. Es hiriente, por supuesto, y puede que la persona alcanzada se duela, pero también puede escacharrarse de risa. Tengo por mí que tal vez los versos más ácidos se los dirigieran en público en las veladas Wallada e Ibn Zaydun, Muhya y Wallada, desternillándose y momentos antes de comerse a besos. Digamos que sería algo así:

A Ibn Zaydún, de sagaz sesera,
Le chifla un palo en un pantalón.
Si viera una polla en una palmera
Se tornaría en buitre o en halcón.

Más difícil es con Wallada, porque aquí el cachondeo es que su nombre significa La paridora, y al estar soltera se ofrecía el chiste fácil para compararla con la Virgen (aunque la historia de María que sacude el tronco de la palmera y recibe una milagrosa lluvia de dátiles solo está en los apócrifos, aparte del Corán, y no nos resulta familiar). Para el caso imagínense que fuese doña Concepción, Conchita para los amigos. Y va Muhya y le dice:

Tuviste una concepción aviesa
sin marido, pero ya sabemos la manera
Si María sacudía su palmera
Tú meneaste una polla tiesa.

Rodeen ustedes todo eso de abundante vino, la luna sobre los patios de Córdoba y el manual de ligar de Ibn Hazm sobre la mesilla, y quizás escuchen el eco de las risas de todos los implicados, Wallada e Ibn Zaydún incluidos. Así, tal vez acabemos imaginando una princesa poeta distinta, menos andalusi y más andaluza.

La huella de las ausencias (Maclein y Parker, 2017) | Miriam Palma Ceballos | 120 págs. | 13,94

admin

2 comentarios

  1. Al hilo de lo que dice Ilya Topper en esta reseña sobre la parca tradición de las traducciones poéticas en otras lenguas, no puedo dejar de mencionar -y reivindicar- la que hizo el filósofo Agustín García Calvo de los Sonetos de Shakespeare, bellísima y fiel, que comparada con la floritura en prosa poética del filólogo de Astrana Marín, treinta años atrás, resulta especialmente brillante.

  2. ¡Muchas gracias! La buscaré.
    Agustín García Calvo era un grande en muchos sentidos. Tenía lo que se llama garra. Inventiva. Humor, mucho humor. Capacidad de atreverse. No imagino yo a Agustín García Calvo diciendo: si aquí pone madreselva, y el verso anterior no habla de atún y melva sino de un jardín, yo no puedo rimar, pos vale, pos hago prosa. No. A Agustín García Calvo lo imagino poniendo jazmín. Sin creerse por eso ser menos fiel.
    Pero es de los pocos. En internet se encuentran “Sonetos de Shakespeare” en prosa. Como si el traductor no se hubiera leído la definición de la palabra soneto.

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