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Menos Prisa

10 veces 7-u2208

 

Diez veces siete. Una chica de barrio nunca se rinde

Maruja Torres

Planeta, 2014

ISBN: 978-84-0812-632-4

256 páginas

19,90 €

 

 

Alejandro Luque

Las redes sociales, ese renovado foro romano, hervían la tarde –las seis en punto en todos los relojes– en que se hizo público el ERE de El País. La perplejidad era el sentimiento dominante, porque para la mayoría de los empleados de esa cabecera, el despido, como decía Borges de la muerte –y si no lo decía Borges, le pega haberlo dicho– era algo que siempre le sucedía a los otros. Uno de los despedidos, Ramón Lobo, lo expresaba en esos términos tremendos: «Perder el trabajo es un tipo de muerte. Sin empleo no hay profesión, identidad, tarjeta de entrada, etiqueta, pertenencia a un grupo, apariencia, seguridad en el pago de deudas. Sin trabajo desaparecen los nombres y apellidos, te reduces a una estadística». ¿Cómo podía sucederle eso a profesionales prestigiosos, curtidos en mil batallas, conocidos por todos?

Por su parte, los que ya habían vivido una situación análoga, como Gervasio Sánchez, pasaron la tarde descargando artillería pesada sobre aquellos que no movieron un dedo cuando vieron salir a sus compañeros de un modo indigno. Porque el periodismo, toca decirlo, no solo es la profesión más hermosa del mundo, sino también una de las más insolidarias. Cuando aquella tarde de mayo de 2013 se produjo el holocausto en el número 40 de la calle Miguel Yuste, ya la crisis en general y la de los medios en particular se había llevado por delante a varios cientos, si no miles, de profesionales buenos, malos y regulares, incluso a algunos excelentes que no tendrían nada que envidiar a las estrellas de El País, todos reducidos a eso, a una estadística. Lo que nadie esperaba es que llegara esa hora para los invulnerables, casi inmortales hombres y mujeres de Prisa. Llegó. Aquella tarde de mayo el gremio se dividió entre el llanto y el sádico regocijo: no fue un espectáculo edificante.

Consumado el sacrificio, quedaba ver cómo se reinventarían los despedidos. Nadie dudaba de que, a pesar de las circunstancias extremas del mercado, hallarían acomodo en otras redacciones, toda vez que estuvieran dispuestos a bajar sus cachés. Así ha sido, y cabe celebrarlo porque quienes nos han contado tantas y tantas historias, quienes casi nos han enseñado a leer y a escribir mejor que la cartilla Palau, no merecían engrosar las colas del Inem. Maruja Torres, maestra de toda una generación de reporteros y sobre todo de reporteras, hizo nuevo nido en eldiario.es y, puntualmente, en Mongolia. Y, como otros compañeros de la lista negra, se dispuso a escribir un libro. En su caso uno que sería algo así como un cruce de exorcismo, memorias y de ajuste de cuentas con El País y sus prebostes: Diez veces siete, en alusión a su edad actual, subtitulado Una chica de barrio nunca se rinde.

Antes de entrar en el contenido del libro, quisiera hablar de la estructura: Maruja Torres, ya lo sabemos, es fiel a la técnica divagatoria. “Mi nombre es Dispersión”, nos advirtió una vez durante la promoción de una de sus novelas. Aquí sigue siéndolo. Sus idas y venidas se desarrollan sobre todo entre dos polos, su crianza en el barrio barcelonés del Raval y el relato de su salida del primer rotativo nacional, donde firmó durante más de 30 años. Entre unos recuerdos y otros, se mezclan semblanzas de amigos, evocaciones de viajes y estancias en el extranjero, anécdotas del oficio, confesiones personales, todo ello ligero como el ala de una mariposa.

Demasiado ligero. Una ligereza excesiva que hace que el libro se beba en una tarde bien servida, porque su autora está sobrada de oficio. Y ese oficio es precisamente su condena, porque llena páginas y páginas sin decir apenas nada. No se llamen a engaño: es una lectura amena, llena de color, con sus puntos de emoción y también de desenfadada frivolidad. Es, si han tenido ustedes la ocasión de conversar alguna vez con ella, como una charla azarosa con Maruja Torres.

Pero a un libro se le pide otra cosa, no sé: un poco más de reposo, un poco más de reflexión, de hondura. De acuerdo, los pasajes en los que repasa sus años infantiles (la difícil relación con la madre, el abandono del padre, la hermana a la que descubriría muy tarde) poseen esa pegada. La autora quería contarnos de dónde viene, es decir, de qué pasta está hecha, y lo hace muy bien, pintando de paso un telón expresionista de la España de la época –menos periclitada de lo que pareciera a simple vista– agudo y vívido. Esa habilidad no está al alcance de cualquiera.

Lo malo es cuando el relato oscila hacia el otro extremo, el de la salida de El País. Empieza bien, recreando la cita con ese personaje mezquino, el Químico, que desempeña funciones de liquidador. La cosa promete: no sangre, no vísceras. Promete verdad. Promete que, desde la perspectiva privilegiada de alguien que ha pasado allí tres décadas, que conoce la casa como nadie, que saluda por su nombre al último bedel, va a contarnos todo lo que quisimos siempre saber de El País y nunca nos decidimos a preguntar, porque nadie iba a responder. La cara y la cruz, lo bueno y lo malo. Y eso solo llega en forma de pinceladas leves, casi distraídas. A veces la clava: “’Soy de El País’ era la frase milagrosa, el conjuro que eliminaba obstáculos y garantizaba tratamiento VIP. Se repitió con tanta prepotencia esa frase que sembró no poco odio en otras redacciones”. Quien lo probó lo sabe.

Sin embargo, nunca se llega al hueso. Y mucho menos al hueso más grande y duro, el que ‘a priori’ todo el mundo esperaba ver mordido en estas páginas: Juan Luis Cebrián. Si Maruja Torres iba a añadir una nueva entrega a esa incipiente tradición literaria española, la novela anti-Cebrián, debería haberse leído Todo empezó con Obdulio, de Bosco Esteruelas, pionera del género y más valiente, o menos prudente, que la suya. Porque si una ha tenido ese contacto privilegiado con uno de los hombres más influyentes de la España de las últimas décadas, si una ha estado tan cerca del poder mediático con mayúsculas y presume –como bien puede presumir Maruja– de capacidad de observación y mordiente en la pluma, entonces no es de recibo despachar a ese miura con cuatro capotazos. No. O se borda la faena, o mejor no entrar en ese coso, y con esto paro ya la retahíla de socorridas metáforas taurinas, no se me reboten mis amigos abolicionistas.

Llegando casi al final del relato, nos asiste la certeza de que Maruja, maestra indiscutible, todavía puede culminar su proyecto rayando a gran altura. Esas expectativas, lamento decirlo, quedan defraudadas cuando se entrega a un recorrido apresurado, sin pena ni gloria, por algunos de los mediterráneos que ha frecuentado (Líbano, Egipto, Siria), que nos recuerda, para mal, los desnortes de Esperadme en el cielo, su peculiar homenaje a Vázquez Montalbán y a Terenci Moix. Pero el remate es tan deslavazado, tan de nota a vuelapluma, que cunde la decepción conforme nos acercamos a las últimas páginas, que casi parecen redactadas “en tiempo real”, donde explica su redescubrimiento de Cádiz y su intención de afincarse en Tarifa.

No todo es tan pobre, claro. A veces aparecen destellos de la Maruja que conocemos. Sabe transmitir, muy bien, por ejemplo, la angustia que rodea a aquello que decía Carlos Edmundo de Ory –y si no lo decía él, le pega haberlo dicho– : que envejecer es arrastrar una carreta de muertos. Y hay que tener desde luego mucho oficio para contar con esa gracia el único bofetón que le dio un hombre en su vida, el que le propinó nada menos que Dennis Hopper. Pero estamos hablando de nuestra Oriana Fallaci: no basta con eso. Una chica de barrio nunca se rinde, y menos ante la página en blanco. Y si ella no estaba con ánimos, o con inspiración, o temía represalias de las altas esferas, habría necesitado un editor que le transmitiera confianza y paciencia. Que le permitiera llamarse Dispersión, sí, pero no Pereza. Y mucho menos Prisa.

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