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Monumento al detective desconocido

 

Os hemos engañado. Todavía nos quedaba un ‘bonus track’ en la recámara de las reseñas especiales por el IV Aniversario de EC. Pero no deja de tener su sentido que sea este cántico al albañil de las letras, a la literatura ‘pulp’ en definitiva, el que expíe, de verdad, los pecados lectores de los estadistas. Y es que, como comprobarán al final, nuestro Ilya U. Topper tiene más razón que un santo… Disfruten con este monumento al detective desconocido.

 

 

Ilya U. Topper

Llego tarde a entregar esta reseña. Padecía lo que los analistas llaman un suspense de creatividad estructural: se trataba, me dijeron, de airear un pecado o pecadillo literario. Y resulta que no recordaba ningún libro que me haya gustado y del que me avergüence, o viceversa, lo que, espero, se interprete como señal de buen gusto, y no de falta de vergüenza (aunque cualquiera sabe).  Cuando por fin caí y recordé uno, el problema se agrandó: no recordaba ni autor ni título.

Es por eso que ustedes verán aquí una portada marrón absolutamente anodina, y pensarán que les quiero dar gato por liebre, pero juro por todos los santos, empezando por Simon Templar, que es una fotografía real de un libro, y que no la he sacado de una tienda de atrezo digital. La fotografía, digo. El libro sí. Lo compró mi buen amigo Daniel Iriarte en las callejuelas del barrio de Tarlabasi -ese barrio del centro de Estambul donde filmaríamos un año más tarde un cortometraje ambientado en la guerra civil de Grozni, porque las calles daban el pego- a un señor que vendía libros al peso. Dani me trajo al menos cinco o seis kilos que, alineados en mi estantería, daban una excelente impresión de adusto aburrimiento, exactamente lo que necesitábamos para decorar el espacio vital de un disidente de Karayumurtistán Occidental con una debilidad por las transexuales de Estambul a punto de ser asesinado por un pistolero a sueldo capaz de despachar a un adversario con el canto de un terrón de azúcar.Tras el fin del rodaje, y ante la difusa promesa de Dani de que vendría a recoger los volúmenes cuando le diera tiempo, junto con la camisa de mi asesino (que hoy es una de las mejores piezas de mi armario: el hombre siempre tuvo mejor gusto que yo en el vestir), empecé a hojear por distracción las obras, todas encuadernadas en el mismo falso cuero marrón, y descubrí que muchas eran en inglés y contenían historias de detectives y malhechores. Algunas manchetas ubicaban las ediciones originales en los años treinta, tanto en Nueva York como en Londres,  pero era algo difícil de determinar por la falta de pericia de los encuadernadores, probablemente analfabetos: muchas historias empezaban en medio, o terminaban en medio, justo en el momento de abrirse el ataúd con el falso muerto, aunque con suerte descubrías que seguían cincuenta páginas más adelante, y dándole la vuelta al libro para leerlo al revés. El peor en este sentido era el de relatos de Agatha Christie, aunque no importaba gran cosa, porque en las historias de doña Agatha, de todas formas el único capaz de seguir el hilo narrativo es Hercule Poirot.

Al final encontré dos o tres volúmenes con historias bastante completas, ubicadas en Nueva York, y en las que el típico detective privado persigue, pistola en mano, a mafiosos, millonarios con instintos asesinos y traficantes, encajando unos cuantos golpes en la nariz por el camino y contemplando a pelirrojas en vestidos transparentes (que es esencialmente lo más lejos que llega el erotismo literario norteamericano antes de cambiar de denominación de categoría). No recuerdo el autor -o los autores, porque creo que hubo varios, aunque indistinguibles- , me consta que no aparecían en internet y tampoco puedo comprobarlo ahora, porque al cabo de releer todas las obras varias veces al derecho y al revés -en el sentido literal de la palabra-  resolví que los volúmenes eran ideales para equilibrar el colchón de mi cama donde sobresalía por encima del armazón de hierro (que había tenido que capar con la rotaflex para subirlo por el hueco de la escalera). Allí, en tan inconspicuo lugar, los alcanzaría meses más tarde su destino, al romperse una tubería en la cocina e inundarse el piso entero. Sólo salvé de las densas capas de moho un ejemplar de The Saint, clásico casi tan inmortal como su protagonista, al que no había conocido hasta entonces. (Eso, no haberlo conocido antes, sí es el algo de lo que me avergüenzo, no el disfrutarlo hasta la saciedad, frase por frase, envidiar su impenetrable calma y su imperecedero estilo frente a al negro ojo de las pistolas).

Sí tuve que despedirme de todas las aventuras de Leonidas Witherall, aunque sigo admirando profundamente a alguien (Phoebe Atwood Taylor, alias Alice Tilton, 1909–1976) capaz de crear un jubilado maestro de escuela, clavado a William Shakespeare, autor secreto de famosas radionovelas centradas en el ficticio lugarteniente Hazeltine y obligado en cada entrega a resolver un asesinato cuyo autor indudable es, a ojos de la policía, él mismo. Y alguien que de paso, mientras  se balancea en la cuerda floja entre el cuchillo del auténtico asesino y la silla eléctrica, es capaz de arrancarle al lector carcajadas. Hercule no duraría ni dos párrafos contra Leonidas.

Pero no quería hablar de los clásicos. Ni tampoco de esa otra autora, británica esa vez, que en los años cincuenta fue capaz de inventarse una pareja de asesinos a sueldo homosexuales, para darles un toque cercano y entrañable, profundamente humano. Y luego dicen que Brokeback Mountain.

No: mi homenaje va a ese autor o autores que no figuran en ninguna enciclopedia, que estaban obligados a repetir, mes tras mes (si tanto tiempo les otorgaba el editor) el mismo modelo de industrial amenazado, esposa desconfiada, amante de cabaret, traficante de droga, ladrón de diamantes y policía corrupto, una tras otra vez. Literatura que no deja huella. Literatura sin más pretensiones que, por parte de uno, comer caliente y del otro, pasar una tarde de verano sin pensar en su propia pequeña vida. Literatura de la más modesta y la más honesta. Metería presos a estafadores alquimistas que se creen guías de la humanidad, pero pondría un monumento al obrero de la máquina de escribir.  Y modesto no quiere decir fácil: aunque la trama no hace falta complicarla más allá del triángulo de sospechas, el estilo sí debe ser ágil y los diálogos, chispeantes, si uno quiere que el lector vuelve a decidirse por el mismo autor en el kiosco de la siguiente estación de trenes.

Recuerdo -y de eso sí me avergüenzo un poco- que a los veintidós años, y con la irreverencia imprescindible en un periodista cultural de esa edad, pregunté en una conferencia de Juan José Millas si no creía que gente como Andreu Martin mostraba mucho más oficio a la hora de narrar que unos cuantos grandes nombres premiados (entre los que no habría incluido al propio Millás hasta que publicara Dos mujeres en Praga). No recuerdo su respuesta. Tampoco puedo decir que sea muy fan de Martin, demasiado lúgubre para mi gusto.

Pero mantengo que el trabajo del albañil de las letras tiene su sudor. Un gran escritor puede fabular sobre su infancia o cualquier otra torre de marfil. Un autor de novela negra del tres al cuarto debe mantener siempre una mano en el pulso de la sociedad que le rodea, porque si la ambientación no funciona, el lector no se creerá las pistas falsas. En este oficio, lo primero es saber pintar bien el decorado. Y ese autor anónimo nunca podrá permitirse el lujo de volverse aburrido, insoportable, encadenador de frases incomprensibles, buzo de profundidades filosóficas insondables. No puede arrastrar al lector hacia un lugar donde no ocurra nada ni ocurrirá nada y hacerle creer que ese círculo vacío es el ángulo recto de la L de Literatura. Eso es algo que queda reservado a los grandes escritores, que quieren ver sus nombres impresos en tarjetones suecos.

Me quedo con un diálogo de uno de aquellos tomos amarillentos que, según aprendí hoy de Luque, se llaman ‘pulp’ en americano, y lo pongo por testigo que a veces son esas obras sin nombre ni gloria las que mejor resisten el paso del tiempo. Imagínense a un detective, manoseando inquieto su pistola en el bolsillo de la chaqueta, tomándose un café con un periodista local en un bar demasiado cerca del muelle, donde el sindicato del crimen descarga los fajos de droga que luego se almacenarán en la casa de un diputado:

– Te lo he advertido: no vayas. Te pegarán un tiro y la policía estará encantada.

– ¿Me dices que están todos compinchados?

– Todos.

– Pero eso hay que denunciarlo. Tú trabajas en un periódico. Los periódicos están para informar al público. ¿Por qué no lo destapáis?

– ¿Ves ahí enfrente la casa de putas? ¿Sí? Pues ¿sabes cuál es la única diferencia entre nuestra redacción y esa casa? Que nosotros no tenemos un piano en el vestíbulo.

Aún en 2013, tiene más razón que un santo. Más razón que Simon Templar. Que es, como ya habrán adivinado si se han fijado en las pistas que sembré, quien se oculta tras la portada que ustedes ven arriba (Follow the Saint, Leslie Charteris, 1939, edición de 1959). Los villanos en este libro son completamente imaginarios y no tienen relación con ninguna persona viva.

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