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Mucho cuidado con los don nadie

EL FARMACEUTICO DE AUSCHWITZ

«Soy Capesius de Transilvania, y conmigo vais a conocer al demonio».

MANUEL MACHUCA | La profesión farmacéutica -créanme, lo sé de buena tinta- pasa con frecuencia desapercibida. No se tiene claro, yo tampoco, si es una profesión necesaria tal y como hoy se configura, no se sabe si forma parte del ramo de las ciencias sanitarias, científicas en general o, como he podido comprobar en algunos países como Argentina, puede integrarse en el ámbito de las llamadas ciencias exactas. Dicho sea de paso, esa opacidad está bien alimentada desde dentro, con el objeto de mantener un estatus que solo puede verse como privilegiado si se tienen aspiraciones muy mediocres en la vida. Así, por ejemplo, en España, en la era de la tecnología, en la de Internet, de recetas electrónicas y códigos Datamatrix, los farmacéuticos españoles continúan agujereándote las cajas de medicinas para cobrar sus emolumentos.

¿Por qué cuento esto que tan bien conozco en una reseña literaria? Sencillamente porque es posible que nadie como un miembro de tan acartonado gremio pueda entender cómo uno de los más sádicos participantes y colaboradores en la Solución Final contra los judíos por parte del estado alemán (sí, el estado alemán; los nazis, no, los alemanes. Y no lo digo yo, Angela Merkel dixit), se escapase casi de rositas una y otra vez en los juicios que sufrió.

Victor Capesius, el farmacéutico jefe de Auschwitz; el garante del suministro de las inyecciones de fenol que se administraban en el corazón a los presos que ya no servían; el suministrador, y a veces responsable de aplicar Zyklon B, el pesticida que se utilizaba en las cámaras de gas para acabar con los presos no seleccionados para los trabajos forzados; el miembro del equipo seleccionador de dichos presos junto a otros como el famoso Josef Mengele; el saqueador de tumbas, el que extraía oro de las dentaduras de los muertos, gracias al que consiguió rehacer su vida tras la guerra, ¡en la misma Alemania!, instalando una farmacia propia; este doctor Capesius, solo fue condenado a nueve años de cárcel, de los que cumplió apenas dos.

Patricia Posner hace un profundo y bien documentado trabajo de investigación sobre este personaje cuya vida solo la dirigía la ambición. Ni siquiera los ideales, por mezquinos y vomitivos que estos hubieran podido ser, lo movilizaban. Mucho peor. Aquellos ideales únicamente le sirvieron al siniestro farmacéutico como trampolín, como motor para conseguir lo que deseaba y que tan bien representa ese rebuscar, con sus propias manos, entre quijadas y dentaduras pestilentes por la carne adherida, arrancadas a los cadáveres en busca de oro. Muchas enseñanzas se obtienen, al menos yo las he sacado, sobre aquella época oscura de la civilización, es un decir, europea. Y todas dan miedo.

Un genocidio como el que sufrió el pueblo judío así solo fue posible gracias a la ambición de poder por el conocimiento. No solo fue el odio racial. Esta masacre no hubiera tenido una magnitud así en otros países con menores inquietudes científicas. En una época en la que las empresas químicas se estaban dando cuenta de que el negocio del futuro será el medicamento en lugar del producto químico, el ansia por probar y patentar nuevos fármacos se asoció al odio étnico. Además del exterminio judío en las cámaras de gas, la utilización de conejillos de indias humanos en la investigación permitía acelerar los procesos para el descubrimiento de nuevas moléculas activas farmacológicamente. Resultaría cómico, si no fuera por los millones de vidas cruelmente aniquiladas, saber que el partido nazi condenaba la investigación con animales. Ecologistas que no tuvieron empacho en torturar a decenas de miles de personas en sus proyectos. Josef Mengele era un asesino sin escrúpulos, sí, pero también un científico, un investigador. Y como él, tantos otros con deseos de pasar a la historia. De ahí que se pueda concluir que no es el conocimiento lo que nos hace más humanos sino la cultura. Conocimiento y cultura no es lo mismo. Y hoy seguimos sin darnos cuenta.

El desenlace de los juicios, constata, por una parte, la poca voluntad de los alemanes de confrontar su pasado durante la guerra. ¿Les suena? Alemania no era una sociedad que apoyara el nazismo sino un país ocupado por el enemigo. De ahí esa insistencia al denominar nazis a las fuerzas alemanas, como si fueran algo diferente. A pesar de ello, la realidad histórica fue que Hitler hubiera sido inimaginable sin los “don nadie”, virulentos nacionalistas, imperialistas y antisemitas. ¿Suena a algo, si cambiamos a los judíos, por moros, rumanos, negros o sudacas? Pues eso.

Otro hecho constatable es que quien tiene de verdad poder y es medianamente inteligente en eso de no mancharse demasiado, lo mantiene sea cual sea el cambio de régimen. Esto creo que también suena. Ni que decir tiene la cantidad de científicos que participaron, aunque fuera en procesos intermedios, en las investigaciones y que fueron “evacuados” a otros países como Reino Unido o Estados Unidos, donde pudieron seguir, en otras condiciones, claro, investigando y produciendo para su nueva patria, sin necesidad de verse obligados a la desagradable circunstancia de tener que enfrentarse a juicio. También aquellos directivos empresariales de estructuras indispensables para la expansión nazi se escaparon de rositas sin necesidad de escapar, por supuesto. Esos generales de traje gris que participaron de manera fundamental en la guerra que cita el libro.

Finalmente, cabe señalar el deseo de los alemanes de enterrar el pasado, de esconder bajo la alfombra lo que ocurrió, señalando a otros como los responsables, como uno de los factores que permitieron que un tipo como Victor Capesius, el farmacéutico jefe de Auschwitz, saliera indemne, como muchos otros, todo hay que decirlo, de unos procesos en los que negó todo, jamás mostró arrepentimiento, y así continuó hasta el fin de sus días.

Victor Capesisus representa como nadie ese agujero insondable que sufre Europa, como los medicamentos que dispensan hoy sus colegas españoles, y que la obliga a repetir la historia cada vez que perece la memoria de una generación que muy pronto, desde el principio, con los cadáveres o los crematorios aún calientes, quiere olvidar antes que perdonar. Y es que esto último es demasiado difícil, a pesar de que sea la única vía de salvación.

 

El farmacéutico de Auschwitz (Crítica, 2019) | Patricia Posner| 296 páginas| 19,90 € |Traducción de María Teresa Solana

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