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Mucho más que un homenaje cervantino

JUAN CARLOS SIERRA | En Verde, el tío Pepe, o sea, José Macías, y su sobrino Policarpo Arentín, rebautizado como Yago por el primero, se dedican a viajar en un Seat 131 verde turquesa por las carreteras de La Mancha como representantes de la firma La Comercial, con sede en Getafe, que empieza a colocar en el mercado y en las mesas españolas macarrones y otras pastas, alimentos algo exóticos aún en la España de 1977 y alrededores, que es cuando se desarrolla la novela. Con este hilo, con este esqueleto argumental, Luis Foronda es capaz de armar una novela poliédrica, profunda, a ratos divertida, a ratos amarga, como la vida misma; una novela que es muchas novelas, pero que fundamentalmente se antoja cervantina o, más bien, quijotesca.

Porque, aunque el ‘yo’ que narra su vida nos retrotraiga a los dos ‘yoes’ más recordados de la literatura española, a Lazaro de Tormes y al Pascual Duarte de Camilo José Cela, especialmente al primero por el halo picaresco que envuelve de forma especial al tío Pepe, Verde es un homenaje continuo a El Quijote, respira cervantismo por todas sus páginas: el tío Pepe y su escudero Yago, unas veces fiel y otras no tanto; para algunos personajes hay nombres tan reconocibles como Carrasco o Marcela (en esta novela una recién casada que escapa de la brutalidad de su marido -un pueblerino niño pijo consentido, valga el pleonasmo-); los personajes principales recorren muchas posadas/pensiones donde descansan o a veces duermen la mona; también asistimos a algún ‘manteo’ vergonzante que otro -en esta ocasión en forma de baile cojitranco-; a un club de carretera se le rotula en neones con el nombre de Maritornes; nos topamos con individuos disparatados que pueblan los pueblos manchegos de la ruta macarrónica y dan lugar a algunos episodios igual de disparatados; Yago es ungido por una suerte de bálsamo de Fierabrás para corregir su cojera; pero sobre todo hay un final, del que no revelaré nada para no destripar la novela, tremendamente fiel al del ingenioso caballero. En este sentido, diré que, aunque cervantino y ajustado a su coherencia con la tradición literaria elegida por Luis Foronda, el cierre de la novela resulta quizá algo abrupto, como una página que hay que pasar a la fuerza.

Aunque, como hemos visto, la huella quijotesca se pueda rastrear ampliamente -también en la manera de titular los capítulos, por ejemplo-, Verde es algo más que un mero homenaje literario. Verde tiene su propia personalidad como novela, porque si no fuera así estaríamos hablando simplemente de un ejercicio literario y poco más.

Verde es una road novel a la española, para empezar. No estamos en la mítica ruta 66 con Kerouac y compañía, sino en las más humildes y modestas llanuras de La Mancha en 1977, año arriba año abajo; aquí tampoco hay nadie que escape de la justicia, nadie es prófugo de la ley, aunque sí que hay quien huye en busca de su propia vida -Marcela, como ya sabemos, pero también Angelines, encerrada en vida por doña Patrocinio Soler, o Berlamino Medina de Pumares, que ha plantado a El Bombero Torero harto de humillaciones,…-; el glamour que respiran otras novelas del género e incluso sus hermanas cinematográficas, las road movies -pienso, por ejemplo en Thelma y Louise-, no se aprecia por ningún lado, porque todo es pobre, cutre, triste, degradado, casi en blanco y negro.

No obstante, esta estructura de la road novel se aviene bien con el asunto clave de la novela, que no es más que el de otro de los subgéneros narrativos, la novela de formación; en concreto, la novela de la formación de la personalidad del personaje narrador, Yago Arentín. Como se reconoce en el capítulo que hace de prologo a Verde‘Fin y principio’-, estos viajes manchegos a los diecisiete años forjaron el carácter de quien escribe, pero esto lo descubre éste con las perspectiva que dan los años. De ahí parece surgir la necesidad de contarlo en una novela, de dar las gracias en una novela que es, por ello, una autobiografía ficcional -nada de autoficción-, de un recorrido fundacional por las carreteras manchegas. En el capítulo 29 podemos leer lo siguiente: “Escribir una novela se parece mucho a hacer una caminata…” -cambiemos caminata por viaje, que vienen a funcionar aquí como sinónimos-. Pero también la novela ha de narrar esa caminata/viaje, ese periplo físico, que gasta neumáticos y gasolina por las carreteras manchegas, para abordar algo mucho más profundo, el viaje íntimo de un personaje desde un sí mismo adolescente hasta el sí mismo de la madurez, atalaya desde la que se narra.

El viaje de Yago y el tío Pepe no solo atraviesa una geografía, sino también un tiempo históricamente relevante, el de la Transición. Como ocurría en su anterior novela, Padre serenísimo, Luis Foronda tiende al repaso de nuestra historia reciente -entonces fueron los años ochenta-. Del mismo modo que en su anterior entrega, el peso narrativo en Verde no recae, sin embargo, en el retrato de una época, de una generación, de un momento histórico clave, aunque no esté exenta la novela de todos estos elementos sociológicos, sino en la caminata, que también es una aventura, hacia la construcción del discurso y de la personalidad de uno de los personajes, como ya ha quedado explicado. Es, pues, Verde una novela más de personajes, de personalidades, de individuos, es decir, de estados de ánimo, de los contextos íntimos que los rodean y los perfilan en el relato más allá de lo estrictamente histórico: la soledad y la muerte, pero también la alegría y la celebración.

Y es en este punto donde confluyen los ejes simbólicos del título del libro. El color verde del coche de Pepe Macías apunta, por una parte, a esa búsqueda de la madurez desde la bisoñez de Yago, el narrador, y, por otra, al color de la esperanza individual y colectiva en una España hostigada por los nostálgicos del franquismo, por los soldados de Cristo Rey y algunos descerebrados más, pero que mira a un futuro en libertad -es muy recomendable, en este sentido, pasarse por la página 123 para leer lo que opina al respecto el señor Antoñete, de la localidad ciudadrealeña de Montiel, en conversación con el tío Pepe entre albaranes y pedidos-.

Para ir cerrando esta reseña, que se va alargando quizá más de lo conveniente, hay que destacar el rasgo más sobresaliente de la obra de Luis Foronda, al menos de la que yo conozco. Me refiero al tratamiento del lenguaje, al estilo personalísimo e intransferible del novelista, a su voz narrativa absolutamente reconocible, particular, propia. Es un gustazo, un auténtico placer, pasearse por los párrafos de Verde, como lo era hacerlo por los de Padre serenísimo, por su lirismo narrativo que no chirría, que acompaña sin estruendo la lectura, que se ajusta perfectamente a lo narrado, que adquiere relieve en el transcurso de la novela hasta elevarse a categoría de personaje narrativo. El lenguaje se ha metamorfoseado de herramienta o medio de construcción literaria en fin, en sostén fundamental de Verde. Dejo aquí una muestra por si gustan paladearla: “Así pasaban los días, así las semanas. Iban siendo las tardes más largas y más despejadas las mañanas. Lunes de tinta azul en la yema de los dedos, martes de espacios olvidados entre las encinas, miércoles de llanos llenos de esdrújulas, jueves de verbos conjugados y viernes de recuentos, bravo Yago, qué bien vamos” (página 163)

En fin, todo esto es Verde, y algo más que le dejo al lector; todo esto es la tercera novela de un autor, Luis Foronda, que lleva demostrando desde hace un tiempo que por méritos literarios propios y evidentes debería disfrutar de más lectores. El oficio lo conoce, las herramientas las maneja con soltura, el enjambre en la cabeza no para, ganas de robarle tiempo al trabajo alimenticio para ponerse a escribir no parecen faltarle, talento ya ha demostrado que le sobra,… ¿Qué más se puede pedir?

Verde (Fundación Huerta de san Antonio, Colección Juancaballos de Novela, 2020) | Luis Foronda | 304 páginas | 20 euros

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