0

Mujeres insospechadas

CA00255701

 

Españolas del Nuevo Mundo

Eloísa Gómez-Lucena

Cátedra, 2014

ISBN: 978-84-3763-202-5

462 páginas

25,50 €

 

 

 

Ilya U. Topper

Corrían los últimos ochenta y yo era un pipiolo cuando cayó en mis manos, en una biblioteca pública de una pequeña ciudad al este de Porto, un librito de una eminente historiadora portuguesa de cuyo nombre quiero acordarme pero no puedo. En pocas decenas de páginas, la autora recreaba el mundo de los exploradores portugueses que zarpaban hacia África e India allá en el siglo XV en sus cáscaras de nuez. Hombres valientes, sin duda. Y mujeres valientes.

Sí: en casi todas las barcas que soltaban amarras para pasar meses de viento y oleaje, se colaba alguna mujer. Estaba prohibido, parece, pero ellas iban de todas formas. Ya fuera por amor a alguno de los embarcados, ya fuera por ganas de aventura. Disfrazadas de marinero, algunas: cuando se descubría el pastel en alta mar, parece que se les aceptaba. Desde entonces he pensado que de caer alguna vez en la tentación de escribir una novela histórica, no habría tema más emocionante que éste. Aunque documentarse exigiría años de rastrear los Archivos de Indias.

Eloísa Gómez-Lucena, antropóloga malagueña, se ha tomado este trabajo para presentarnos lo que se intuye como la obra de referencia sobre este capítulo casi desconocido de nuestra historia: la participación de las mujeres españolas en el descubrimiento y la colonización del continente americano. Treinta y ocho perfiles biográficos se reúnen en Españolas del Nuevo Mundo, libro cuidado hasta el máximo con notas, citas, mapas, grabados, una mimada documentación. Y a la vez una lectura apasionante, refrescante, porque si lo cortés no quita lo valiente, lo erudito no quita el arrojo ni el humor.

Tuve ganas de escribir esta reseña tras leerme apenas la introducción del libro, las primeras 50 páginas, que resumen el asunto y le ponen marco. Y es este marco el que me fascina, poco conocedor que soy de las Américas, aunque desde luego las semblanzas traen rico material para conocer de primera mano, a través de innúmeros testimonios, el afán de la Corona española por colonizar -no sólo conquistar sino colonizar, urbanizar y cultivar en el sentido agrícola- el nuevo mundo. También, el trato con los indios, con sus leyes, disposiciones y numerosos juicios a capitanes o altos cargos españoles por maltrato de la población original, que a veces nos puede inducir a hacer comparaciones poco halagüeñas para algunas repúblicas de hoy día en la misma zona.

A lo que voy: lo que más impacta de la obra es el perfil que traza de la mujer española del siglo XV y XVI, muy pero muy distinto de la imagen que tenemos de nuestra propia historia, acostumbrados como estamos de creer que las mujeres fueron durante siglos el sexo débil y recluido que sólo se emancipó en el siglo XX. Fueron de armas tomar, se ha resumido algunas veces el libro, pero en realidad lo de las armas fue lo de menos. También izaban velas, remaban, achicaban agua y gobernaban el navío. Levantaban casas y organizaban cultivos y talleres. Caminaban miles de kilómetros por terrenos desconocidos.

Cada vez que intento imaginármelas con el estilo y ropajes que nos suscita la palabra Siglo de Oro me chirría algo. Claro, demasiadas Meninas en nuestra conciencia. Murillo le va mejor. Pero lo más sencillo para figurarme cómo tuvo que ser aquello desde cerca es imaginarme simplemente a mis amigas andaluzas de hoy, echadas palante como cualquiera para un trekking o un rafting. Por qué no por el Orinoco. Por qué no en el siglo XVI.

No se cortaban un pelo, no. Tenían prohibido embarcar por su cuenta, eso sí, aunque probablemente más de una se colase, pero normalmente iban o bien casadas o bien en busca del marido que se hubiese adelantado unos años y les mandaba el dinero del pasaje (más exactamente, el matalotaje, los gastos de vivir a bordo). Ah, y eso era obligatorio. Para ellos. Si te embarcabas dejando a tu mujer en el pueblo y al cabo de unos años no la invitabas a venir a reunirse contigo, te metían preso. Literalmente.

Hubo más de una que harta de estar sola en el pueblo y enterada (cómo corrían las noticias en esa época, ni que hubiesen usado Facebook) de que su marido se lo pasaba bien con las indias del Perú, reclamaba a la Justicia que lo prendiese, lo metiera en la primera nao que partiese de allá a los reinos de Castilla y se lo entregase preso “para hacer vida maridable conmigo”. Como lo oyen. Consta en los archivos.

Sí, sí, las mujeres de la época sabían leer y escribir. Por supuesto. Tanto como ellos (que a menudo tampoco sabían escribir si venían de la clase obrera). ¿Se habían imaginado ustedes otra cosa?

También hubo enamoradas que intercambiaban cartitas de amor con el marido y fueron a buscarlo, encontrando la felicidad y contándolo en su muro, es decir en una carta a su padre: “Soy más querida de Valdelomar [su chico] que mujer hubo en mi generación, que en toda Nueva España no hay marido y mujer tan conformes”. Exageradas eran siempre, las andaluzas. Eso tampoco ha cambiado.

Si las cosas iban mal, siempre quedaba acudir a la Justicia. En primer lugar, para divorciarse. Sí, divorciarse. Lo de indisolubilidad del matrimonio no les sonaba gran cosa en la época. Y era cosa del juez: hasta 1564, con las actas del Concilio de Trento y una nueva ley de Felipe II, no hacía falta pasar por la iglesia para casarse con todas las de la ley. Y si ella denunciaba luego maltrato, el juez no sólo otorgaba divorcio -relata Gómez-Lucena el caso de un almirante del virreinato de Perú- sino que podía condenar al marido a pasarle una pensión a la ex e imponerle orden de alejamiento bajo pena de cárcel.

Aunque también hubo algún hombre que denunciaba por maltrato a ella. O bien por bigamía. Especial sonrisa nos saca el caso de Luisa de Vargas que fue encarcelada bajo tal acusación pero a la que sus dos maridos juntos le ayudaron a escaparse de la cárcel.

Luego estaban, por supuesto, las parejas de hecho, muy habituales en la época si concurría alguna circunstancia que impedía el matrimonio, y a las que se les llamaba amancebadas, sin que parece que nadie se escandalizara por ello.

En las primeras tres décadas, contadas a partir de 1493, eran pocas las mujeres registradas en las embarcaciones: el 5,6 por ciento del total. Pero en las últimas dos del siglo XVI ya eran un nada despreciable 26 por ciento. Más de la mitad de ellas, andaluzas, y otro importante contingente, extremeñas.

Pasen y lean. Descubrirán una España que quizás no imaginaban.

admin

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *