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Nadie escapa a su canto

ELENA MARQUÉS | A quienes ya hemos atravesado el medio siglo, la celebración de un nuevo aniversario no siempre nos agrada. Más bien nos deprime profundamente. Por mucho que nos repitan que es mejor cumplir años que morir en el intento, ya no somos lo que éramos, y se nos empiezan a marcar demasiado las arrugas, nos pesan las varices, las malas digestiones nos mortifican, nos albea la cabeza. Hasta pensamos con más asiduidad de la conveniente en la Parca, en esa sirena negra que da título a esta novela algo extraña (o al menos diferente, por su tendencia al simbolismo y a cierta espiritualidad) de doña Emilia Pardo Bazán que Nocturna Ediciones recupera para nosotros con motivo del centenario de la muerte de la célebre gallega.

Porque, desde luego, ciertas fechas señaladas, la conmemoración del principio o el fin de las vidas de escritores, pintores, músicos o fotógrafos, dan siempre mucho de sí. Exposiciones, ciclos, conferencias, publicaciones, objetos varios de mercadotecnia, proliferan por doquier, y de repente todos nos lanzamos a recuperar textos, organizar homenajes, montar recitales poéticos bien publicitados en las redes sociales, hacernos los entendidos en géneros y obras como si nos fuera la vida en ello.

Estaba claro que el aniversario de la condesa de Pardo Bazán, introductora en nuestro país del naturalismo literario, cronista de su siglo, feminista de pro y defensora de los derechos de las mujeres, más allá de las miles de páginas exquisitas que tiene en su haber entre novelas, relatos, artículos, ensayos, conferencias y un largo etcétera, donde cabría incluir su correspondencia con Pérez Galdós y hasta un libro de cocina con el que quería hacerle la competencia a otra escritora del otro lado del Atlántico, iba a desembocar en una riada de ediciones y reediciones de libros magníficos de los que apenas nos deteníamos en los de siempre: Los pazos de Ulloa, La madre naturaleza, Insolación, La cuestión palpitante, El encaje roto… La misma Alianza Editorial se ha dejado la piel con la inauguración de una biblioteca dedicada a la gallega, y Nørdica Libros ha reunido e ilustrado un precioso volumen de cuentos de terror que todo el mundo querrá tener en sus estantes.

Con esa misma intención de sumarse al carro celebratorio, Nocturna Ediciones, de catálogo algo disperso, ha lanzado La sirena negra, una de las últimas novelas de la coruñesa (fue publicada en 1908), cuyo protagonista, en contra de los personajes castizos propios de la novela decimonónica de aquende los Pirineos, es una especie de aristocrático nihilista («para mí, vale más el no ser que el ser», afirma), un dandy madrileño que no puede soportar llevar achancletadas las zapatillas para no ponerse en ridículo ante sí mismo y que se define como «un refinado exigente».

Misántropo, misógino, cínico, desdeñoso, frío y profundamente egoísta («Todo cuanto hago, incluso lo que ofrece aspecto de buena obra, hágolo por propia conveniencia», no tiene empacho en decir), Gaspar de Montenegro nos deja sumergirnos en sus acertadas reflexiones y oscuros pensamientos, que se ordenan entre el desapego amoroso, el desprecio de los otros, la abulia y su propia superioridad moral. Vamos, que se nos retrata (la novela está escrita en primera persona) como un tipo «encantador» al que solo lo salva una mordaz y sabrosa ironía (no me resisto a reproducir un párrafo como este: «Propala mi hermana que ha sido muy feliz en su matrimonio; y no lo dudo, entre otras razones porque la unión duró cinco o seis años y mi cuñado estuvo dos de ellos en Cuba») y un repentino cambio en sus inclinaciones vitales por mor de una paternidad sobrevenida.

Porque ocurre que su fatal atracción por la muerte, descrita como una ensoñación de tintes románticos temprana e irresistible, se ve sorprendida por un amor inesperado: el que le inspira el hijo huérfano de una mujer de mala vida que, como otras tantas heroínas literarias (pero qué lejos de la enamorada de Armando Duval, por ejemplo), solo puede morir de tuberculosis y de pobreza. De hecho, las notas descriptivas que de ella lanza el narrador, «de palidez fosforescente, […] de pupilas como lagos de asfalto, donde duerme la tempestad romántica», responden a ese mismo tipo de fémina maldita, de daifa condenada de antemano.

Pues bien, ese elemento infantil que podría rescatarlo de sí mismo; ese oasis de alegría que lo reconcilia con la existencia, que le hace asentarse en «la convicción de que la vida es excelente, de que nacer es un don», afirmación que tanto difiere de su punto de partida; ese arcángel que, en oposición a la visión acuática de la Segadora, se dibuja con un «mirar donde aún no se ha reflejado la negrura humana» (el subrayado es mío), lo hace volcarse en educación y mimos y contratar a dos actores, miss Annie Dogson y Desiderio Solís, cuya filosofía de vida desencantada parece compartir («Es que acaso damos por supuesto que la vida encierra un enigma, y no encierra nada: está hueca»), que desempeñan un papel fundamental en el infausto desenlace («Quizá la fatalidad no existe si no la fabricamos»), lo que nos lleva, con don Gaspar, a constatar la fuerza del destino, la imposibilidad de deshacerse de los lazos de la Seca. El precio que hay que pagar por traicionarla.

Desde luego, no resulta, a estas alturas del siglo, una lectura fácil. Y no me refiero solo a su contenido, que puede resultarnos ajeno, sino a la riqueza léxica y la complejidad sintáctica, la esmerada adjetivación, el espeso, en ocasiones, lirismo, las expresiones algo rimbombantes y arcaicas que más bien deberían hacernos pensar cómo va empobreciéndose el lenguaje cuando se pierden en la noche de los tiempos arambeles, sorites, entimemas, jamugas y jaropes; vocablos de los que solo aparecen anotados a pie de página aquellos que ni siquiera aparecen en el diccionario de la Academia, al que tenemos que recurrir cada dos por tres si queremos enterarnos en algún momento de la misa la media. De haberme encargado yo de la edición seguramente habría aclarado muchos otros términos desconocidos para facilitar una lectura que a más de uno puede resultarle tan lejana como la Córdoba lorquiana.

Pero lo que nadie podrá negarse es el disfrute de una voz propia, rica, inteligente y, en este caso concreto, perfectamente masculina, lo que demuestra una vez más la maestría de doña Emilia en el ahondamiento psicológico, la pintura de personajes y el conocimiento exhaustivo de la naturaleza humana, que deja muestras maravillosas y reales como esa mueca de Camila, la hermana del protagonista, al constreñir «los labios, gesto de las personas demasiado cargadas de razón». Así habría podido describirse a sí mismo el propio narrador-protagonista a lo largo de la historia, si bien la imprecación exclamativa final lo muestra, como un navegante homérico más, derrotado, vencido, desolado a los pies de su sirena, sabedor de que, por mucho que lo intentemos, nadie escapa a su canto.

La sirena negra (Nocturna Ediciones, 2021) | Emilia Pardo Bazán | 200 páginas | 14,50 euros

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