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Ni un paso atrás

ROSARIO PÉREZ CABAÑA | Es un hecho incontestable que la editorial Páginas de Espuma se ha convertido, tras más de veinte años de labor, en una referencia en el género cuentístico tanto en la recuperación de voces clásicas como en la difusión de autores contemporáneos. El caso anfíbico de Javier Vela (1981) es un ejemplo de esto último. Su obra es la de un escritor poligenérico, novelista, poeta galardonado, cuentista y autor de brevísimas composiciones de diversa naturaleza.

Después de leer los 11 relatos que componen el libro Guía de pasos perdidos, he recordado lo que Horacio Quiroga proponía en su “Decálogo del perfecto cuentista” acerca de la inconveniencia de escribir bajo el influjo de la emoción: hay que dejarla morir para evocarla después. Y se me ocurre pensar que las emociones de la que surgieron estas historias de Javier Vela han debido de tener una muerte súbita —algunos de estos textos fueron escritos muy recientemente, en época de pandemia—, y tras los funerales el autor ha sabido evocarlas con una limpieza en la forma, con un sentimiento lírico que más allá del lenguaje parece habitar un estadio más profundo, un constante vivir en poesía que me recuerda la pulcritud, la desnudez y la limpieza de algunos poetas muertos. Pero no hablamos ni remotamente de ese oxímoron sintagmático de la “prosa poética”; se trata de una narrativa sin épica, anti-apologética, alejada de las abstracciones que suelen tener el tamaño preciso de los versos. No en vano estamos ante un narrador y poeta que ha demostrado de sobra su rectitud en el lenguaje para corporizar su mirada oblicua del mundo. Y aquí estamos entonces en el sentido amplio y original de la palabra “poesía”. Al fin y al cabo, quizá para el narrador —como para el poeta— la realidad y su imagen supongan una sola mirada estrábica del mundo. La palabra escrita —sin adentrarnos en las discusiones acerca de si la escritura crea la emoción o si es la idea la que la construye el lenguaje escrito— es reveladora de las transfiguraciones que la turbación ante lo percibido es capaz de multiplicar. Los acaecimientos son en estos relatos herramientas subsidiarias que la palabra utiliza para transcribir mundos interiores —de nuestro interior—, individuales y privados.

La primera señal oracular del libro es la cita inicial del relato “La soledad” de Bruno Schulz que remite a la escisión de un yo cuyas mitades parecen ignorarse. Esta antesala nos prepara para recibir a personajes que a lo largo de las historias están unidos por el tema común de la huida; todos, cada uno a su modo, buscan escapar de su entorno; viaje que siempre es de ida y vuelta, lo que finalmente se convierte en un eterno retorno a sí mismos. Seres que marchan o deambulan a no lugares, a espacios equidistantes de todo lo posible donde el aislamiento ejerce de sanatorio; sociófugos que buscan la soledad como liberación y en ocasiones la encuentran como condena. Junto a ello, la necesidad de mirar el mundo con una mirada recién nacida, inocente.

Javier Vela siempre ha manifestado una precocidad intelectual que ahora se va asentando con una madurez que en nada debe sorprendernos. Nos ofrece la garantía del saber bien dicho, algo absolutamente plausible en estos tiempos en que la excusa de muchos es hacernos creer que el conocimiento es una manía elitista de teóricos intelectuales. Cuando la literatura reflexiona sobre la propia literatura —una de las tres maneras de leer de un escritor, recordando a Piglia— estamos en la antesala de una  posible “metahistoriografía” de la literatura en la que fuera el propio hecho literario quien nos hablara de la literatura (solo Borges formaría un tomo de esta obra —tal vez el XI—). Algo así hallamos en el relato “Afectos personales”, quizá, si prescindimos del final —algunos lectores tal vez me entenderán—, supone a mi entender uno de los más logrados del conjunto. En este relato el protagonista escapa del dolor del hecho vivido a través de la lectura, de las lecturas sucesivas que multiplican los significados; pero su huida lo lleva directamente a la soledad, esto es, de nuevo el transfuguismo hacia uno mismo, hacia la revelación del ancla, hacia el umbrío espacio de la certeza. Quizá el autor comparta con algunos de sus protagonistas una visión poética del mundo que provoca una percepción multifocal: mirar y reflejar la mirada extrañada, asombrada. También en este ejercicio de metaliteratura aflora la teoría del cuento de Anderson Imbert que aplicaba al relato la idea bergsoniana del esquema elástico o movedizo de la concepción de las imágenes, lo que plantea una circunnavegación, un constante viaje ida y vuelta. Y en esta travesía, la presencia del mar es una constante, lo que en palabras del autor no deja de ser un viaje ficcional por la cartografía emocional de su infancia.

Este autor puede ser en su escritura implacable e impecable. Lo es al describir la turbidez atmosférica de ciertas familias, al pintar el lado cóncavo de los personajes, al trazar itinerarios de huida, al engañar a la realidad con la fábula o viceversa, como si no solo la vida se empeñara en inventarse en la literatura sino que fuese la literatura quien pretendiese inventar la vida. Leer a Javier Vela puede producir, aviso, un inquietante bienestar que jamás llega a confortable incomodidad; es más bien un autorreconocimiento asombrado, como toda mirada centrípeta, como imaginaríamos que nos imitaría un vecino detrás de la pared y la lejanía que sentiríamos entre el yo de cada lado del muro. Esta Guía de pasos perdidos es un libro recomendable que supone un paso más — y desde luego no un paso perdido— en la trayectoria de este escritor que avanza sin dar un paso atrás.

Guía de pasos perdidos (Páginas de Espuma, 2022) | Javier Vela | 116 páginas | 15 euros

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