MANOLO HARO | No es difícil ver un árbol. Apenas caminemos unos metros en nuestras ciudades, nos toparemos con algún ejemplar; todo dependerá de la fortuna con la que nuestros programadores urbanísticos acometieran el trabajo en su momento. La costumbre nos lleva a observar con absoluta naturalidad una falsa acacia apretada escuetamente por un recuadro de losas en una acera. Lo más sorprendente de todo es que en ello hay escondido un detalle que se sustenta en el olvido, una madeja que a fuer de no desovillarse ha conseguido que olvidemos el origen de todo: el bosque.
Kierkegaard decía que la vida sólo se puede vivir hacia delante, pero entenderla pasa por un movimiento de retrospección. Entrado ya en la cincuentena, el escritor y ensayista británico John Fowles se colocó delante un emblema de su vida. Con este bellísimo e inteligente ensayo, Fowles desanda el sendero hasta llegar a colocarnos bajo la copa arbórea inaugural. Su guía y su emblema serán el árbol y, por extensión, el bosque y la Naturaleza. El umbral de la memoria se traspasa en un jardín trasero del barrio de Essex, en la desembocadura del Támesis, allá por los años veinte. Su padre cultivaba en un reducido espacio manzanos y perales que regalaban una copiosa producción de fruta a lo largo del año. Al futuro escritor la Segunda Guerra Mundial le deparó el encuentro fortuito y luminoso con la verdadera Naturaleza en un remoto pueblo de Devonshire. El autor defiende en algunos pasajes de esta obra que su escritura y su carácter están estrechamente emparentados con la campiña de Devon. Para Fowles, escribir es una forma sublimada del descubrimiento, una exploración en soledad, tal como hizo en aquellas vivencias adolescentes del sur de Inglaterra. De hecho, él mismo opina que lo valioso de su novelística descansa en su relación con la Naturaleza, frente al “basurero puramente intelectual (influencias, teorías, etc.), donde pican las gallinas y gallos del mundo académico”.
Pero cuesta mucho preservar esta mirada dorada de aquel tiempo en una sociedad tan sofisticada científicamente. Será su visita a la ciudad sueca de Uppsala la que le sirva como inicio de una profunda reflexión al respecto, y, más concretamente, su paseo por el jardín de Carl von Linneo, padre putativo de la «hipercategorización» científica por lo que a la Naturaleza respecta. Linneo intentó registrar todos los seres vivos. Su trabajo parece obra de un titán que plantara la fértil semilla para dar compresión científica al mundo animal y vegetal. Las consecuencias de ese afán dieciochesco de la búsqueda de la verdad en la Naturaleza –basamento para el apasionado capitel romántico que vendrá luego– será la pérdida de una visión global del mundo y, por ende, la ceguera del hombre contemporáneo hacia su propia esencia. Dividir, separar para clasificar, este es “el amargo fruto del árbol del conocimiento de Uppsala”, afirmará Fowles. La objetivación de la Naturaleza provoca nuestra alienación como seres humanos, puesto que esta forma de mirarla la desvirtúa, nos aleja de ella, nos convierte en meros espectadores de un fenómeno al que sólo nos sentimos ligados ya desde el zoológico o la pantalla del televisor. El cientifismo evolucionista decimonónico de Darwin se irá implantando de forma paulatina en nuestras sociedades hasta llegar a tocar campos tan lejanos como el Arte, cuya hermandad con la Naturaleza parece clara para el autor de El árbol. Esta chispa de su pensamiento iluminará el bosque: la ciencia ha extendido su proceder a todos los ámbitos académicos, incluido a áreas de la creación humana donde lo cuantitativo ha aniquilado lo cualitativo. Universidades y colegios horadan perniciosamente en el monte de lo real, empaquetan el conocimiento para ser asimilado. Si nos colocamos ante los hermanos Naturaleza y Arte con la lupa de lo científico estaremos perdiéndonos la parte esencial que nos vincula a ellos. Fowles no se presenta como un espiritualista, que conste; sin embargo, señala con tino que la “modulación abrumadoramente científica” ha alcanzado a objetos no científicos y los ha despojado de su magia y su sentido personal y último.
Será esta omnisciencia mecanicista a la que haya que enfrentarse con disposición artística, presente (cuando no es aniquilada por la escuela) en todos nosotros. Del «por qué» y el «cómo» se pasa al «para qué»: el utilitarismo es una secuela del afán explicativo del científico. Pero una novela (a pesar de lo que pudiera parecer leyendo a veces las perlas que se sueltan en Estado Crítico), una sinfonía, un cuadro, cuando realmente están llamados a ser obras canónicas y no frutas del tiempo airado de las modas, son extraños pájaros tornasolados que cambian sus plumas según la luz que las ilumine. No tienen un fin en sí mismos. No olvidemos que Fowles es un hijo lejano, pero muy bien avenido, del Prerrafaelismo en sus convicciones estéticas y vitales. De hecho, su defensa de la Naturaleza y del Arte se sustenta en el adagio esteticista de “El Arte por el Arte”, donde «Arte» puede ser permutado por la palabra «Naturaleza» igualmente. Advierte aquí que todas las herramientas de la crítica o la ciencia, ya sean palabras o sondas espaciales, son desbaratadores y reorganizadores de la naturaleza primordial y de la realidad. Llegará a decir que “La visión moderna del infierno es la carencia de propósito”. El mundo natural, como el artístico, espera ser contemplado en el presente individual que corresponda a cada uno de nosotros, debido a que “nos falta confianza en el presente, en el momento actual, en la visión efectiva” y confiamos sólo en lo que se ha conseguido y explicado en el pasado.
Otras de las esferas del conocimiento que toca Fowles será la del urbanismo: “Una ciudad geométrica, lineal, hace gente geométrica; una ciudad inspirada en un bosque hace seres humanos”. Supongo que todo ello para bien y para mal, recogiendo entre sus calles a toda la variedad humana posible, como lo hicieron los bosques desde siempre y como observaron los novelistas pioneros de la Alta Edad Media cuando colocaban a sus personajes en el tapiz de árboles que encerraban peligros, erotismo y rastros para una búsqueda. El bosque es el germen de la novela, como también lo fue el proceloso mar. La ciudad es hoy día su sustituto. Los modelos urbanos impuestos en los últimos treinta años, donde la uniformidad, la asepsia, la multiplicación banal y la réplica han matado mucho de lo múltiple y fortuito, dan más para cuentos de interior o canciones tristes que para cantares épicos.
La pintura, otra de las pasiones de John Fowles, ofrece pistas de cómo se ha llegado hasta aquí. El concepto de ‘hortus conclusus’ toma cuerpo en la pintura hasta el XVII. Según él, las imágenes de la naturaleza se apartan de lo agreste; autores como Durero o Pisanello, capaces de captar al detalle cualquier sutileza de un gesto, eran incapaces de darle realismo, que no factura creíble, a sus paisajes ordenados. Afirma que sólo se logrará ver la Naturaleza en su plenitud cuando los pintores sientan el bufido de la cámara fotográfica. Aún hoy seguimos conservando un espíritu medieval cuando nos distanciamos de lo que no podemos poseer, controlar ni comprender. Vean si no lo incómodo y detestable que nos parece naturaleza en los jardines traseros de nuestras casas, la cual podamos con afán de conservarla en orden pero sin apenas fijarnos en ella. La gran amenaza de hoy es el creciente desapego emocional e intelectual del propio espacio natural. Sobre éste enuncia Fowles tres principios: que conocerlo es un arte y una ciencia a la vez; hay que entenderlo como parte de nosotros, no como una colección de casos objetivables; y su conocimiento es irreproducible por otro medio.
Finaliza el libro con el relato de una búsqueda: el bosque de Wistman, el paisaje de aquella remota adolescencia que lo ligó de por vida a lo agreste, tan denostado por aquel padre hortelano de fin de semana, que, tras la guerra, prefirió volver a su ‘hortus conclusus’ del patio de la casa en barrio de Essex antes de aguantar la rudeza del paisaje y la mirada de unos vecinos que cuestionaban su estatus social en el universo del ‘countryside’. El bosque de Wistman es un lugar imposible de robles enanos circundados e invadidos por helechos y musgo, odre de leyendas sobre druidas, hadas y caballeros. Pienso que John Fowles lo toma como lógico punto y final para un ensayo que contiene muchas de las preocupaciones y retos que hoy (la obra se publicó en 1979) plantea la Naturaleza, desde su conservación hasta su disfrute individual e intransferible. A partir de esta visión escribe las líneas finales: “Pronto empezaría a convertirse en un nuevo utensilio, en una herramienta más que poder usar. Un buen final, esta podredumbre de lo que fueron hojas vivas”. Pienso que merece la pena volver a los bosques tras una lectura como ésta.
El árbol (Impedimenta, 2015), de John Fowles | 112 páginas | 16 € | Traducción de Pilar Adón