ELENA MARQUÉS | Cuando (mal)estudiábamos literatura en la adolescencia, aprendíamos de memoria listas y fechas como si no hubiera un mañana: títulos de obras de un autor, recursos literarios, distinguiendo entre figuras de dicción, de pensamiento y de la madre que los trajo al mundo… Los temidos comentarios de texto se convertían en un tenebroso mar en el que debíamos localizar, como buceadores sin agua, metáforas y oxímoron, sin saber muy bien qué aportaban a la literatura más allá de quebraderos de cabeza para los lectores inexpertos y un cinco raspando si terminábamos perdidos en el proceloso mundo del hipérbaton. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento de las aulas de Filología, empecé a sospechar que toda desviación del lenguaje recto tenía un propósito, y que la relación fondo-forma era mucho más estrecha de lo que hasta ahora me habían hecho creer.
Toda esta digresión infantiloide es para decir que si mis profesores de entonces tuvieran que poner un ejemplo para esa perfecta adecuación entre lo que se quiere decir y su expresión les ofrecería sin pensar El libro de nuestras ausencias, del mexicano afincado en España Eduardo Ruiz Sosa; una novela en la que, junto a Teoría Ponce, Magali y el resto de rastreadoras, exploramos sierras y fosas para encontrar a nuestros muertos hecho añicos, para tratar de recomponer identidades y cuerpos, para mantenerlos vivos. Por ello su prosa se rompe en fragmentos sin puntuación ni referencia de mayúsculas, las palabras se encabalgan, se reagrupan, porque el lenguaje no basta para pronunciar la barbarie. Y, sin embargo, no hay forma de no entender; una vez tomado el pulso a las primeras páginas, la lectura fluye. Lo aseguro.
Con un extraño lirismo monstruosamente frío (solo desde cierta distancia puede uno contar determinados hechos), no apto para almas sensibles ni para lectores vagos, El libro de nuestras ausencias es una obra arriesgada en cuanto a su fórmula. Se mueve en espacios asfixiantes, ambiguos y simbólicos (un teatro que fue cárcel, una imprenta que se convierte en vivienda que se convierte en templo, una casa que no termina nunca de construirse) y tareas infructuosas. La locura corre pareja a la violencia, quién sabe qué causa qué. Todos los personajes tienen un gran hueco que llenar, un ojo perdido, un pasado inexplicable, una familia que lo marca para mal, una hija desaparecida; todos bajan al infierno, perfectamente encarnado en esa morgue infinita de los servicios forenses en la que me he sentido Dante acompañada por Virgilio-Magali. Algo que sería imposible de representar en una fotografía si queremos permanecer cuerdos porque solo imaginarlo provoca náuseas.
El libro tiene una dureza atroz. La muerte o la ausencia lo preside desde el inicio en la figura hurtada de Orsina, una actriz enferma de cáncer a la que empieza a buscar Teoría Ponce para darse de bruces con una realidad demasiado grande. Son tantos los desaparecidos (las cifras oficiales hablan de más de cincuenta y dos mil), representados en carteles de «Se busca» adosados a un muro en el que los rostros se superponen como un enorme palimpsesto o una fosa vertical (o en «monas» fabricadas a imagen y semejanza para poder asistir a un entierro «digno» y a la fase definitiva del duelo) que parece increíble que todo eso forme parte de la Historia contemporánea de México. Una historia esquizofrénica en la que los ausentes se convierten en presencia viva que transforma la existencia de quienes se quedan, y que en Ruiz Sosa es, más que una preocupación, un dolor enquistado, como demuestra su libro de cuentos Cuántos de los tuyos han muerto, donde aparecen temas y símbolos que aquí se repiten.
Hay en este libro mucho de representación y fingimiento, de cruce entre la realidad y la ficción, la ensoñación y el recuerdo. Mucha figura fantasmagórica con todo lo que eso conlleva, cuerpos que se fingen muertos para volver a la vida, un velo onírico que quizás suavice y nos haga atravesar las páginas con más calma. La retórica teatral reviste todo el texto desde una estructura presidida por fragmentos de obras dramáticas y unos diálogos en los que actúa también el público. Las referencias al trabajo actoral son continuas («si tienes adentro un personaje no te cabe otro»); los personajes que son más de uno, que se confunden y no distinguen entre su yo y su máscara: el Tuerto con dos nombres; Gastón Tévez/José de Gálvez como expresión de la locura, la violencia y la muerte; Orsina transformada en Julia Pastrana, la nueva Julia Pastrana representada por otra actriz pero bajo el nombre de la desaparecida… Quizás porque todos somos el mismo hombre, y por eso el dolor de uno se transforma en el dolor de todos y el libro termina incluyéndonos en el posesivo «nuestras».
Desde luego, indiferentes no puede dejarnos, aunque ya digo que no es un libro adecuado para todos los públicos. Ni por el fondo, ni por la forma, que aquí son una misma cosa.
El libro de nuestras ausencias (Candaya, 2022) | Eduardo Ruiz Sosa | 464 páginas | 20 euros |