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No la maté porque no era mía

Gabriela, clavo y canela

Jorge Amado

Alianza, 2010

I.S.B.N.: 978-84-206-4974-0

600 Páginas

13,50

Traducción: Rosa R. Corgatelli y Cristina Barros

Ilya U. Topper

No, lo voy a admitir desde el principio: Gabriela no es mi obra favorita de Jorge Amado. Este puesto lo ocupan los Capitanes de la arena, y es difícil que alguien los desbanque, así venga con su vestido estampado a un punto de ser harapo, descalza, sensual y sonriente, con aroma a clavo y a canela. Asi venga Gabriela.

Sin embargo ¿a ver quién se le resiste? Gabriela, que no sabe leer, que no sabe ni cuando nació ―ojo al dato: millones de chavalas pobres de Brasil no sabrán su fecha de nacimiento, pero hace falta ser un genio para convertir esta ignorancia en el arma que permite evitar una tragedia sangrienta― es una de las figuras más cautivadoras de la literatura iberoamericana. Una figura que se resiste a los finales felices y que está mucho más a gusto ―en el caso de Gabriela, mulata de sangre caliente, habría que decir más a placer― en el nudo que en el desenlace. Ah, pero el escritor ―Jorge Amado sabe escuchar a sus personajes― se ha dado cuenta y le hace el favor de volver a arrebatarle esa dulzona finalfelicidad para que pueda ser de nuevo la chica que nos enamora. Una capacidad en la que sólo le supera Kurt Held con su inolvidable Zora la Roja (cuya traducción esperamos desde hace 70 años; ¿alguien se apunta para aguantar conmigo la pancarta correspondiente en la Feria del Libro de Sevilla?)

El genio es Nacib: es el héroe silencioso de esta obra, en la que pululan magnates del cacao, sicarios con machetes, prostitutas, señoras demasiado decentes, francotiradores a sueldo y comerciantes progresistas y cultos con ganas de convertir la pequeña ciudad portuaria de Ilhéus, una especie de Far West, en tierra civilizada (estamos en 1925, pero me temo que la modernización que con tanto arrojo emprenden Mundinho Falcão y sus aliados se ha quedado en las obras de mejora del puerto: dicen que hoy sigue habiendo sicarios en Brasil y asesinatos llamados pasionales y clanes que no sueltan el poder ni por el precio de un puñado de vidas). Todos se reúnen en el restaurante de Nacib, un local modesto convertido en el imán cuyo magnetismo permite mantener unidas las 600 páginas de la novela mejor que la pericia del encuadernador.

600 páginas, que se dice pronto. En realidad es esta cifra la que me hace relegar a Gabriela al segundo puesto: Amado se podría haber ahorrado algunos episodios, algunos párrafos, alguna subtrama desplegada con demasiada holgura como para que no parezca un puñado de pienso lanzado a un lector al que supone insaciable. Se entiende: aún hoy, un viaje en autobús de Ilhéus, ciudad natal de Amado, al Sertão ―este salvaje e inmenso nordeste, del que sale la anónima Gabriela― tarda dos días con sus noches y el libro se nos quedará corta.

Publicada en 1958 y con una media de tres ediciones al año durante las siguientes décadas ―luego dicen que Brasil no lee―, Gabriela inaugura la segunda época de Jorge Amado, aquella en la que trocaba sus militancias comunistas y sus novelas arrojadizas por narraciones más pausadas y de mayor éxito popular, con brochazos más gruesos de costumbrismo amable.

Pero no se confundan: ésta es una novela realista, tan realista que el autor, dicen, no pudo volver a pisar Ilhéus en unos cuantos años. Una novela de nítida crítica social, escrita con un compromiso rotundo: en la primera página asistimos a un asesinato, cometido por un dentista que mata a su esposa al enterarse de que le ha puesto los cuernos. No porque el señor en cuestión sea un tipo violento, sino porque es una costumbre absolutamente ineludible, una ley social, que quedará automáticamente impune: la-maté-porque-era-mía, y si no la mata es-porque-no-tiene-cojones, ya se puede ir exiliando. No les cuento el final si les digo que 599 páginas después, ustedes se volverán a topar con el odontólogo.

Éste es el hilo rojo del libro, y perdonen por lo de rojo. Es el nudo que se irá cerrando alrededor del cuello de algún personaje, y el desenlazador que lo desenlace ―muy buen desenlazador es― tendrá nombre árabe: Nacib Saad, brasileño cabal nacido en Siria, llamado a poner fin a esa fea, tan difundida y tan condenadamente actual costumbre del asesinato patriarcal obligatorio. Echen un vistazo a las páginas de sucesos de cualquier diario español y si les deprime, huyan a Ilhéus, ciudad liberada. Uno llega a desear que Nacib monte una cadena de restaurantes o otorgue franquicias.

En fin, Pedro Bala, capitán de las arenas, sigue en el podio, pero seguramente no le importa invitarle a un baile a Gabriela.

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