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Novela corta de manual

Majarón

Manuel Moya

Baile del Sol, 2009

ISBN: 978-84-92528-59-2

104 páginas

10 €

Daniel Ruiz García

El libro que hoy nos ocupa es prototípico de lo que conocemos como novela corta. A caballo entre el relato breve y la novela, la novela corta se caracteriza por su capacidad de mantener un nivel de tensión dramática sostenido a lo largo de todo su desarrollo, de manera que se lea casi de un tirón, y que las pausas en la lectura dejen al lector con cierta sensación de ‘coitus interruptus’. Para mí, una novela corta eficaz es aquella que, después de la última página, te deja cierta sensación de hambre, como cuando vamos a un restaurante de ésos de ‘nouvelle couisine’ y nos topamos (por fin) con un plato que realmente nos interesa, pero que las buenas formas del minimalismo reducen a una guarnición casi anecdótica. Y para que una novela me deje sensación de hambre, antes tiene que haberme conquistado con su sabor, que en el caso de la literatura está a mi juicio en el estilo, en la capacidad expresiva y cierta propiedad de hipnosis literaria, eso que convierte a un juntador de palabras en un verdadero escritor.

Majarón, de Manuel Moya, se lee de una tacada. Es un libro vibrante, intenso, cuyo principal atractivo reside en su expresividad, en su forma tan intensa de decir las cosas. El argumento es de extraordinaria dureza: un adolescente pasa sus días en una residencia de menores, donde impera la violencia, el abuso de autoridad y las relaciones basadas en la aspereza y en cierta camaradería, lo que se nos antoja muy cercano al ambiente presidiario. El adolescente comparte habitación con el protagonista indirecto de la novela, Medina, al que todos conocen como Majarón, quien da título al libro. Vive en un permanente estado de alerta e inquietud, soñando con salir del centro, mientras entretanto recibe la presión de su familia, de los responsables del centro y de su propia madre. Desde la primera página sabemos que algo ha pasado, y lo que se nos cuenta en la novela es precisamente lo que ocurrió. La narración no está planteada de forma convencional, sino que se desarrolla a través de una mezcla sin transición de distintas voces que van dando cuerpo al libro, hasta desembocar en un desenlace que no por anticipado resulta menos sorprendente. El acierto del libro es que estas voces tienen una dimensión fantasmagórica, vaga, transversal, ya que no se ciñen específicamente a capítulos rígidos donde se dé rienda suelta a una voz concreta, sino que se van entremezclando, a veces en un mismo párrafo. El resultado final apunta a una diseminación en la que al lector le toca hacer el trabajo difícil (aunque muy estimulante): ir otorgando a cada voz una personalidad y un posicionamiento en la trama. Y lo más difícil: determinar, entre tanta carga de voces, cuál es la que está en lo cierto, en cuál reside la verdad. Al final parece estar más o menos claro, aunque la claridad la aporta el lector, y no el narrador, que no se casa con ninguno: la libertad, parece ser la moraleja, es el único camino.

Confieso que no he leído nada de Manuel Moya, pero tengo claro que a partir de ahora estaré al quite. Moya está, en cierto modo, en la tradición de autores comprometidos con la expresividad, con la búsqueda de hallazgos en la oralidad, con el rastreo de sótanos oscuros en los que, debajo de capas de grasa y mierda, entre gatos despachurrados y bicicletas oxidadas, se esconde la belleza.

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