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Novela de género y algo más

el jardín de los sospechososJUAN CARLOS SIERRA | En la página 97 de El jardín de los sospechosos, el inspector Lorenzo Barriuso afirma lo siguiente: “El avance de la ciencia exige de los que investigamos los crímenes una rapidez que a menudo resulta inalcanzable. Nos vuelve inútiles, resta emoción al asunto”. ¿Qué quiere decir exactamente este personaje, más allá de su reflexión en voz alta sobre el asesinato que investiga? ¿Acaso está anticipando el final de una profesión y, de paso, de todo un género literario? ¿La ciencia aplicada a la investigación criminal hará innecesaria la inteligencia del investigador que ve más allá de las evidencias y es capaz de armar un relato coherente y verdadero a partir de las pruebas recogidas alrededor de un crimen? Y siendo esto así, ¿acabará la ciencia, por tanto, con la novela negra? Los avances científicos en criminalística serán una ayuda –inestimable, pero solo ayuda– e incluso un ingrediente que aporte fiabilidad y cierto exotismo lingüístico al relato de las conclusiones, pero esto no invalida la labor necesaria de un investigador/narrador que trascienda los datos, los rastros de ADN o las huellas detectadas bajo la luz azul de la policía científica. Por otra parte, la resolución de un enigma con cadáver interpuesto, si se encuentra en buenas manos –y las de Marina Sanmartín (Valencia, 1977) son de las mejores–, siempre aporta esa emoción que Lorenzo Barriuso niega en su intervención. Y, finalmente, hay que destacar que toda novela negra que se precie de serlo ha de ir obligatoriamente más allá de la mera resolución de un caso, como sucede en El jardín de los sospechosos.

De hecho, da la impresión de que la autora de esta novela ha pasado por alto de forma deliberada uno de los elementos clásicos del género en el que encuadra su relato y que aporta esa emoción a la que nos referíamos unas líneas más arriba: el factor sorpresa. Las recurrentes anticipaciones de la acción tanto en los títulos de los capítulos que conforman la obra como en el desarrollo de estos así lo demuestran. Aun llevando bien de la mano al lector dentro de los cánones del género, Marina Sanmartín no parece especialmente interesada en el sobresalto, sino más bien en profundizar sobre aspectos del alma humana que de momento no desvelaremos. En cualquier caso, tampoco se puede concluir de ello que la escritora valenciana le hurte totalmente al lector ese incentivo para seguir leyendo que son los recodos insospechados en el camino hacia la resolución de un crimen.

Como era de esperar, en El jardín de los sospechosos hay una muerte que aclarar. Pero este deceso literariamente canónico se mezcla en el relato casi simultáneamente con otro de cuyo origen y naturaleza difiere ampliamente; digamos que se trata esta última de una muerte natural –pero no por ello menos cruel– frente a la violencia de la primera. Ello dará lugar también a dos partes bien diferenciadas del libro que, no obstante, quedan entrelazadas por el personaje protagonista, el fotógrafo Martín Guidú, y su sobrino Lucas. Asimismo, ambas muertes abren la novela, cada una por su parte, hacia espacios hermenéuticos que se relacionan directamente con esa segunda o tercera capa de lectura que incide en los recovecos del alma humana. Para desarrollar todo esto y entretejerlo, Marina Sanmartín se sirve acertadamente de una doble estrategia narrativa: la del narrador omnisciente en tercera persona y la de la línea del pensamiento de Martín Guidú, destacada en cursiva.

En El jardín de los sospechosos la autora vuelve a Caivelan, trasunto de su Valencia natal, donde también tenía lugar su anterior novela Informe sobre la víctima. Esta vez la acción se desarrollará en el colegio para niños de altas capacidades Ítaca, situado en una zona noble a las afueras de la ciudad. El ambiente opresivo, asfixiante y oscuro de Informe sobre la víctima se hace de entrada más respirable en este colegio de amplias pistas deportivas, clases variopintas y luminosas, parque infantil y espacios arbolados. Pero sobre todo se llena de las connotaciones positivas con las que se asocia la labor que allí se lleva a cabo y con la supuesta ilusión, entusiasmo, ingenuidad e inocencia del alumnado, chavales extremadamente inteligentes y creativos de entre siete y doce años.

Sin embargo, el viernes 29 de abril, día plenamente primaveral en que se despliega toda la acción de la novela, se deslizará desde la primera página hacia tonos más bien otoñales –“el cielo (…) está encapotado, sitiado por un ejército de nubes grises”–, pero no solo por la meteorología. En El jardín de los sospechosos no todo es tan luminoso como aparenta: “Todos parecían cargar con la responsabilidad de alguna acción inconfesable, de un secreto” –página 108–. De hecho, hasta el edificio que alberga a este colegio guarda en su historia reciente, como la mayoría de nosotros, algún cadáver en el armario, solo que aquí la expresión no funciona como metáfora, sino que hay que leerla de forma radicalmente literal.

El Mal –con mayúsculas–, parece decirnos Marina Sanmartín, está en todos lados, lo impregna todo, a pesar de que pretendamos disfrazarlo con varias manos de pintura y reformas arquitectónicas, con la alegría de los niños en el recreo o con su concentración silenciosa durante sus tareas lectivas, con la historia de la muerte de los primogénitos de Egipto dibujada en la cúpula neoclásica del edificio o con el archifamoso poema de Kavafis en la entrada del colegio Ítaca. Pero el Mal también forma parte de la condición humana, a pesar de que pretenda disimularse en comportamientos normalizados o socialmente aceptados. Debajo de esta superficie lustrosa se puede rastrear un fondo oscuro e inquietante, con el que Marina Sanmartín construye su novela.

A veces hay que leer más allá de los hechos objetivos, porque un juego de niños –aparentemente inocente– es susceptible de esconder todo un entramado de perversidades que, mal gestionadas, pueden desembocar en un final inesperado y trágico; porque los niños, al fin y al cabo, suelen imitar, aunque sea de forma esquemática, los comportamientos adultos; porque los adultos nos reconocemos en esas actitudes y no podemos soportarlo, y algo habrá que hacer para preservar la apariencia de inocencia o para disimular las meteduras de pata de nuestros pequeños, que no dejan de ser en el fondo un fiel reflejo nuestros propios errores.

Todo esto y algo más –como, por ejemplo, la reproducción de actitudes adultas en torno a la explotación hacia las mujeres– se encuentra por debajo de El jardín de los sospechosos, una novela negra en la que el lector, una vez que se abstrae y es capaz de mirar detrás del artefacto literario bien tramado por Marina Sanmartín, puede llegar a reconocerse en este espejo con restos negros de azogue.

Así que no todo es novela negra en El jardín de los sospechosos. O, mejor dicho, como en cualquier buena novela de este género, hay algo más –mucho más– que un crimen por resolver, con o sin pruebas de la brigada científica. Como en la vida, tras las apariencias, por desagradables y crueles que parezcan, existe un trasfondo aún más inquietante que la violencia de la muerte. Está solo al alcance de unos pocos urdir una trama convincente para abarcar tanto en apenas 145 páginas. Sin duda, Marina Sanmartín le tiene cogida la medida al género, tanto que hasta se permite el lujo de cuestionarlo en su escritura jugando con sus códigos más elementales.

¿Estaremos asistiendo, pues, no al final de la novela negra, como indirectamente parecía sugerir el inspector Lorenzo Barriuso, sino a una reformulación de sus convenciones? Veremos cuál es la respuesta de Marina Sanmartín en sus próximas novelas.

El jardín de los sospechosos (Principal de los Libros, 2018), de Marina Sanmartín | 146 páginas | 12,90 euros

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