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Orgullo de ser rechazado

descarga (4)CORADINO VEGA | Qué queda de un judío cuando no es religioso, ni nacionalista, ni conoce el idioma de la Biblia, se preguntaba Freud; y Albert Einstein pareció contestarle: “Pasión por el conocimiento como tal, un amor a la justicia rayano en el fanatismo, apremiante urgencia de emancipación personal —he aquí los rasgos de la tradición judaica que me hacen agradecer al destino por ser judío”. Las nociones abstractas, cuanto más genéricas y colectivas son, cuanto más alejadas están de los casos particulares, más difíciles resultan de concretar. Porque parece que todavía hay que explicar que existen judíos observantes y ateos, de izquierdas y de derechas, que viven en Israel o que no: que no todos los ciudadanos de Israel son judíos ni todos los judíos consideran al pueblo palestino su enemigo. “¿Qué tengo yo en común con los judíos, si apenas tengo algo en común conmigo mismo?”, decía Kafka. Si cualquier definición de una identidad acaba siendo resbaladiza, más parece serlo la judía con su componente entre religioso y étnico. Cuando Norman Manea, siempre incómodo al abordarla, intenta acotarla hablando del carácter de su madre pero también de la exacerbación del drama de ser hombre entre los hombres, de persecuciones y destierros, coincide con Kertész cuando dijo que era el Holocausto lo que le había hecho a él judío. Ambos saben de lo que hablan. Nacido en la Bucovina rumana de 1936, Manea fue deportado junto a su familia en 1944 al campo de concentración de Transnistria y, tras sobrevivir también al terror y la miseria del totalitarismo comunista, acabó exiliándose casi contra su voluntad en 1986, asfixiado por la felicidad obligatoria del despropósito balcánico-nacionalista de Ceaucescu.

Cuarenta años bajo un sistema que estatalizó hasta la vida privada y el lenguaje de las personas, hacen que Manea desconfíe del papel del escritor en la arena pública, si por compromiso se alude a algo que tenga mínimamente que ver con la literatura “comprometida” impuesta por el socialismo real y sus secuaces intelectuales. El poder es el mayor enemigo del escritor, venga de la dictadura del proletariado, del nacionalismo revisionista tras la caída del Telón de Acero, o del “carnaval del libre mercado” con sus trofeos acomodaticios, su competencia egoísta y sus formas vulgares de publicidad y consumo. Muchas veces la soledad, el aislamiento del artista, acaba siendo la mayor prueba de solidaridad. Pero si el escritor debe sobre todo fidelidad a su criterio estético, en el maremágnum relativista de la posmodernidad también ha de tener entereza cívica y moral, dice Manea, poniendo de relieve la paradoja de que si bien la experiencia totalitaria debe mantenernos vigilantes ante las manipulaciones de cualquier idea, el mundo materialista actual está más necesitado que nunca de ideales trascendentes. Es una evidencia que el papel del escritor en la sociedad se ha vuelto irrelevante, y que resulta ridículo que siga hablando en público como un guía o un profeta del futuro. Su sitio, quizás, es el del observador independiente de un pasado turbio así como el de partícipe, lo más libre posible, de un presente igualmente dudoso. Ése es al menos el objetivo que se fija y cumple Norman Manea en La quinta imposibilidad, un libro que agrupa textos heterogéneos en los que el ensayo y la memoria personal se entremezclan para matizar la compleja relación entre literatura y judaísmo, deshacer malentendidos, y mantener la memoria viva para que el horror no se repita.

Junto a un esbozo de la obra de Bruno Schultz, Manea reagrupa, por ejemplo, una enjundiosa reseña de Intramuros de Giorgio Bassani, un farragoso diálogo imaginado entre Paul Celan y Benjamin Fondane, o un discurso-homenaje a Nathan Zuckerman, el álter ego más recurrente de su amigo Philip Roth, hacia quien se le nota la misma reverencia admirativa que muestra respecto a Saul Bellow, en el perfil humano que dibuja partiendo de las chismografías a cuenta de Ravelstein. De Roth toma también a su personaje Amy Bellette, la joven de La visita al maestro transmutada en una superviviente Anna Frank por medio de la fantasía de Zuckerman (y que luego reaparece de anciana en Sale el espectro), para trazar un paralelismo con las poetas rumanas Selma Meerbaum y Mariana Marin: la una, víctima del antisemitismo de Antonescu en 1942; y la otra, aplastada por la oficialidad literaria de su país en los años ochenta.

En general, hay dos líneas que se repiten: las relaciones entre memoria del Holocausto y literatura, y la experiencia del exilio seguida del rebrote antisemita en Europa del Este a partir de 1989. Sobre las primeras, Manea ha impartido diferentes cursos en el Bard College, tratando de combatir tanto el conocido aserto de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz, como las banalizaciones de su temática. Prueba de la refutación a Adorno sería la obra de Paul Celan, que a su juicio crea un modo de escribir descoyuntado y por eso diferente; novelas como Badenheim de Aharon Appelfeld y Noche de Edgar Hilsenrath —la primera, desde el “anticuado” humanismo que desprecian agresivamente los partidarios de las soluciones expeditivas; y la segunda, desde la crudeza hiperrealista que muestra cómo se fractura el alma antes de que muera el cuerpo—; o testimonios como Los girasoles de Simon Wiesenthal, sobre el que Manea reproduce una tesina escrita por una de sus alumnas, que aborda los límites del perdón con una prosa más clara y ágil que la del director de su trabajo. Seguir utilizando machaconamente el Holocausto como pretexto literario acarrea el peligro de su trivialización y su uso con fines políticos. Y para evitar que se convierta en un producto de industria cultural, con su ‘happy end’ y ganancia comercial correspondiente, o en la cómoda denuncia retrospectiva del fascismo que divide entre buenos y malos, hace falta agudeza en la advertencia que impugne las estrategias de mistificación, elocuencia, objetivación de la ambigüedad y calidad literaria. “Congelar a alguien en el papel de víctima o de opresor es una falsificación”, dice Manea a cuenta de La lista de Schindler, para añadir que la importancia del Holocausto rebasa su contexto geográfico y temporal, pues lo que supuso fue un cuestionamiento de lo humano plenamente vigente, y que no es posible comprender si nos negamos a ver que el mal es más frecuente que el bien o que, como decía Romain Gary, “la carencia de humanidad es parte integrante de nuestro propio ser”.               

Más que monumentos de la memoria harían falta monumentos de la vergüenza, parece decirnos Manea, que recuerda también cómo, para Imre Kertész, ser judío pasó de ser un accidente de nacimiento a un deber moral, el Holocausto puso el punto final a la gran aventura europea después de dos mil años de cultura, y el verdadero problema de Auschwitz es que tuvo lugar y que ni la mejor voluntad podrá suturar esa herida abierta. ¿Cómo podía nadie estar obligado a ser judío?, se pregunta Kertész con la serenidad del cansancio que transmite su literatura, con ese tono cordial y casi afectuoso que no excluye en ningún caso la firmeza. Pues porque no tuvieron más remedio, dice un personaje de Henry Roth con el humor de “risallanto” que viene de Sholem Aleijem, o porque uno acaba convirtiéndose —como sostenía Canetti— en lo que los demás dicen que es. A Imre Kertész, tantos años de dictadura del proletariado le trastocaron la percepción de los valores literarios y luego, cuando le dieron la más alta distinción, algunos periodistas de su país preguntaron a la Academia Sueca por qué el Nobel no iba para un escritor verdaderamente húngaro. Según Norman Manea, pensar que ese premio se da a una nacionalidad es un equívoco tan prejuicioso como creer que en Estocolmo influye la conspiración sionista financiada por la CIA que, heredera del antisemitismo estalinista (como cuenta en su fascinante artículo dedicado a Ana Pauker, la “Pasionaria” rumana), anida aún en aquella parte de la izquierda que olvida la concomitancia “judeomasónica” con la extrema derecha de los años treinta. ¿A qué país se premió cuando se lo otorgaron a Isaac Bashevis Singer o a V. S. Naipaul? Esto entronca a su vez con otra preocupación fundamental de Manea: la lengua que el desterrado lleva consigo como el caparazón de un caracol, su único domicilio; y al respecto reflexiona sobre la legitimidad de Celan para escribir en el idioma de sus verdugos, bromea con el Pnin de Nabokov, recuerda que Eugen Iionesco afirmó que si se hubiera quedado en Rumania habría sido un escritor mejor pero que, al irse a Francia, llegó a ser más importante, y aquello que Cioran también llegó a decir: “Cambiando de lengua, he liquidado de inmediato mi pasado: he cambiado totalmente de vida”.            

Como refiere Manea en su comentario de la novela de Mihail Sebastian Desde hace dos mil años (que el lector español podía conocer con anterioridad al presentarse como prólogo en la edición de Aletheia), así como en el magnífico ensayo “Las incompatibilidades” dedicado al Diario de este mismo autor (y que también había publicado ya Tusquets en Payasos), Cioran tenía motivos suficientes para sentirse perseguido por los fantasmas de un pasado que le abrumaba y humillaba a partes iguales. Junto a otros intelectuales rumanos de entreguerras, como Constantin Noica o Mircea Eliade, había apoyado explícitamente a la Guardia de Hierro, la agrupación de ultraderecha dirigida por Codreanu que cultivó un violento antisemitismo al que sobrevivió de forma milagrosa el que fuera amigo de todos ellos Mihail Sebastian. Esa “rinocerontización” (como la llamó Ionesco) de la ‘intelligentsia’ bucarestina constituyó, con su irresponsabilidad y frívolo sentido de las compatibilidades, una agresión más insoportable que la de las autoridades y la población narcotizada por la propaganda nacionalista. El que, a diferencia de Cioran, Eliade no condenara nunca su pasado legionario, provocó un artículo del propio Manea titulado “Felix culpa” que, al igual que “Las incompatibilidades”, fue virulentamente contestado por la prensa de la nueva democracia rumana. De este modo, que el mismo niño deportado por el régimen filonazi de los años cuarenta, el mismo hombre que acabó exiliado en una situación rocambolesca a los cincuenta, fuese ahora atacado desde su país, con una crudeza similar a la que la censura comunista había utilizado para tacharlo de cosmopolita y traidor de la patria, por atreverse esta vez a hurgar en un pasado que nadie quería remover y tocar a la gloria nacional en que se estaba convirtiendo a Eliade, justifica la recurrencia —en textos como “El Libro de los Reyes y de los Tontos” (que parte del relato homónimo de Danilo Kiš para reconstruir su salida de Rumania y la correspondencia con su primer editor alemán) o “Acorde final” (que vuelve sobre el exilio y sus incomodidades identitarias)— del mismo material contado ya en su espléndida autobiografía novelada El regreso del húligan, por más que esa reiteración colinde con una voluptuosidad —la de “la honra de ser rechazado”— más propia del victimismo detestado por Manea, que de su oposición a las etiquetas y a que nadie presuma del simple hecho de haber sobrevivido.          

Pero la voluptuosidad de Manea es sobre todo estilística. Su prosa es bizantina, verbosa, abigarrada, con sinuosidades repletas de matices y juegos lingüísticos que recuerdan en algo a los cuadros de Chagall y que, aplicados al ensayo de reflexión, hacen que su lectura se vuelva lenta, densa e incluso enrevesada. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la pieza que cierra y da título a la recopilación, cuando Manea se sumerge en territorio kafkiano para bucear en las que, siguiendo la línea de fracaso que Walter Benjamin vio como la única fuente de autoconfianza que tuvo el autor de El proceso, junto a la inadecuación al amor, la familia o la cuestión judía, fueron las cuatro incapacidades reconocidas por el propio Kafka: la de no escribir, la de escribir en alemán, la de escribir de otro modo y la de escribir. A ellas Manea añade una quinta, la “carnavalización de la imposibilidad”, que vendría a ser una síntesis, basada en el exilio como reducción al absurdo, no sólo del razonamiento kafkiano, sino de toda la temática tratada a lo largo del libro. Es curioso que, en “La lengua desterrada”, Manea hable de cómo el miedo a la traducción de su obra lo llevó a simplificar su estilo y renunciar poco a poco a la ficción, porque lo que hace de verdad difícil la lectura de este volumen es precisamente su traducción desastrosa y su edición. Al lector se le escapa si tiene que ver con que, además de los dos traductores consignados en principio, luego haya dos textos traducidos por otras dos personas distintas, pero no hay ni que echar un vistazo al trabajo previo de Joaquín Garrigós, para detectar las muchas faltas de concordancia y unificación, los numerosos errores sintácticos y ortotipográficos que tampoco han sido subsanados en una corrección posterior. A uno le apena que oficios tan necesarios como los de corrector o traductor se hayan depauperado económicamente tanto y de forma tan generalizada, porque no deja de sorprender que una editorial del prestigio merecido de Galaxia Gutenberg haya permitido la impresión de semejante chapuza, no haya sido más cuidadosa a la hora de referir el origen de los textos, y dé la sensación de no haber hecho siquiera una relectura atenta de sus pruebas.      

La quinta imposibilidad. Judaísmo y escritura (Galaxia Gutenberg, 2015), de Norman Manea352 páginas | 25,90 € | Traducción de Susana Vásquez y Víctor Ivanovici | IV Premio Internacional de Ensayo Josep Palau i Fabre

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