LEONOR RUIZ | En la película Unfaithful (Adrian Lyne, 2002), hay una escena en la que Olivier Martinez dice a Diane Lane: «Los errores no existen. Solo está lo que haces y lo que dejas de hacer».
Nos guste o no —y dejando de lado valoraciones morales—, lo que sí parece claro es que cada acción tiene su repercusión. Ninguna vida transcurre sin cambios de sentido o sacudidas inesperadas. Y poco hay de cierto en la frase nunca pasa nada. En lo que atañe a las relaciones de pareja, menos aún.
Luisa y Toni llevan juntos más de tres décadas. Tienen una hija. Vivieron en el Londres de los ochenta. De su época inglesa conservan, entre otras cosas, su amistad con los Douglas, a los que vuelven a ver transcurridos más de veinte años desde su regreso a Barcelona. Un fin de semana en el campo inglés y otro en el Ampurdán transformarán su realidad, defendida a cal y canto de amenazas a lo largo del tiempo.
Desde el principio se nos indica la postura de Luisa respecto a su matrimonio con Toni: si hubo momentos difíciles en el pasado, su firme deseo es ahora disfrutar de la armonía de su relación madura, «esa que tanto les ha costado alcanzar».
Pragmática e hiperactiva, convencida de la inutilidad del dolor, acepta los fallos de su matrimonio, preferibles a cualquier ruptura que altere el espectáculo. Convencida de que el silencio realmente mereció la pena, decide restar importancia a hechos antiguos y callar, perdonarse.
«¿Qué importa —se pregunta Luisa— la verdad absoluta?». «Un accidente no debe destruir el resto de nuestras vidas». Si Toni tiene su propia justificación para haber mentido, ¿por qué entonces le exige a ella la verdad?
Él, menos optimista, señala la disyuntiva: «Lo que no está claro es si nuestra decisión de seguir juntos fue una heroicidad o una cobardía». En su momento, llegó a la conclusión de que Luisa le convenía. Para no arruinar lo construido juntos, optó igualmente por guardar su secreto y dejar el pasado en su lugar. Adoptando la infidelidad como una costumbre que se lleva encima, sigue con su vida.
Pasan los años y el desarrollo profesional de Luisa se atasca. Sus estudios universitarios caen en el olvido, la acuarela queda relegada a una afición, los cursos de arte no conducen a nada concreto…
Y aparece Flora, la hija, un ejemplo de introversión y profunda sensibilidad. Habita un territorio psicológico que la aleja de su madre y al que esta última, en cierto modo, se prohíbe entrar. Contrarresta así Flora el carácter pragmático de Luisa. Y, a la vez, es el evidente recordatorio de unos hechos que reclaman su lugar desde el inicio.
Flora siente que su naturaleza es muy distinta a la de sus progenitores, que no pertenece al mundo de privilegios que habitan. Decide alejarse de ellos. En silencio. Royendo su diferencia y su dolor. Tratando de construir su propia vida para escapar de lo que ella percibe como fracaso vital.
Vulnerable, con una marcada tendencia al aislamiento, se convierte en potencial víctima de abusos y tiranías en la editorial donde trabaja. Escalofriantes —por creíbles— son algunos de los diálogos que recogen este abuso. Y Flora, en su diferencia, un personaje conmovedor.
Rara es la vida sin secretos. Y si poco sabemos de nosotros mismos, de los otros lo ignoramos todo («Nada sabemos de los seres que amamos, salvo la necesidad de su presencia», escribió Cristina Peri Rossi).
Decidir olvidar aboca al fracaso. Lo que se sabe, y más si se trata de algo revelador o significativo, no se olvida. La única opción real es por tanto la decisión de ocultarlo. A veces un secreto sostiene una estructura que sin él se desmoronaría. Pero los secretos pesan. Esparcen su sombra continuamente. Vivir con ellos exige una razón para mantenerlos. Su carga la sentimos dentro y nos mantiene expectantes: en cualquier momento, con cualquier distracción, puede saltar la liebre.
¿En qué consiste, exactamente, salvar una relación de pareja? ¿En pasar por alto cualquier elemento incómodo que la amenace? ¿En extender su duración? ¿En transformarla? ¿Qué se gana y se pierde con todo ello?
La felicidad carece de fórmula mágica, aunque crucial es, quizá, hacerse cargo de la vida propia. La responsabilidad —y fidelidad primera— es hacia una misma, hacia uno mismo. Una sana relación contribuye, seguramente, a la realización personal, pero depositar en ella el peso de esa meta es un riesgo difícilmente asumible. La búsqueda de otras relaciones suele ser muestra de carencias a las que conviene echar un vistazo. O es tal vez una decisión asumida. Cuando solo la asume una de las partes, genera desigualdad.
Uno de los valores de esta novela es la puerta que abre a interpretaciones y análisis. ¿Cuál es el tema? ¿La infidelidad? ¿Las relaciones de pareja? ¿Los secretos? ¿El retrato de una determinada clase social? Podemos tirar de cada hilo. Las tramas se entrelazan con pericia en una prosa pulcra, y lugares y tiempos se manejan acertadamente.
Esa niña de la portada, ese Fragmento de Luz de Carmen Pinart podría ser Flora, la hija, buscando una verdad de la que sus progenitores la apartan.
Advertía Goethe en Las afinidades electivas del papel decisorio de la casualidad. El control de lo que nos sucede queda lejos de nosotros. Los cambios son inevitables, apenas nada termina de la manera en que comienza.
Parece un tanto cándido aceptar el «qué sé yo» de Montaigne como respuesta a por qué pasan las cosas. No en lo que concierne a las relaciones de género. Algo habrá que hacer con el deseo que no consista solo en reprimirlo. Abrazarlo un poco, escucharlo, ofrecerle algún tipo de cobijo. Y, dada la corriente histórica de donde venimos, va llegando el momento de decir, sin vergüenza ni culpa: nosotras también vivimos, también deseamos. Tenga la repercusión que tenga, debemos caminar a la par. Es hora.
Fin de semana (Tres Hermanas, 2020) | Pilar Tena | 280 páginas | 18 euros