ANTONIO RIVERO TARAVILLO | Recuerdo cuando –fue todo un acontecimiento– Francisco Brines regresó a la poesía tras nueve años de silencio en un libro espléndido, del que conocí varias cubiertas en hermosa variedad de cartulinas y tintas en la colección Calle del Aire de Renacimiento: El otoño de las rosas. Era 1986 y mediaban nueve años entre esta entrega e Insistencias en Luzbel (1977), como serían nueve los que el poeta tardaría en publicar su libro siguiente y más reciente hasta ahora: La última costa. Afortunadamente, Brines ha seguido escribiendo, como dan fe los diez poemas de un libro inédito que se ofrecen al final de este Jardín nublado (espléndido el primero y sinestésico “Trastorno en la mañana”, con esa celebración de “He leído el poema de un amigo / y se han puesto a cantar todos los pájaros”).
La poesía de Brines tiene mucho con cierta línea cernudiana y con la de un poeta mediterráneo como él mismo que es lástima que no se lea más, Juan Gil-Albert (a quien dedicó el poema “Palabras para una despedida”). En ella coinciden el paganismo epicúreo, el canto al cuerpo, la vegetal pujanza, la conciencia de la transitoriedad de los placeres que no ensombrece sin embargo el impulso de buscarlos. Brines abraza la belleza, y sabe luego trasmitirla a sus lectores, sirviéndose del ritmo plácido de la silva (como el mencionado Gil-Albert, es un maestro del endecasílabo blanco). En La palabra y la rosa. Sobre la poesía de Francisco Brines, libro con el que ganó el I Premio de Ensayo Caballero Bonald, José Andújar Almansa definía la poesía del valenciano como un “vitalismo trágico” y resaltaba su condición elegíaca. Juan Carlos Abril, el responsable de esta edición, subraya cómo la casa familiar, el locus amoenus presente en buena parte de la poesía de Brines, con el huerto y la cercanía del mar y los almendros, sitúa, enmarca, la obra de quien ganara el Premio Adonáis con Las brasas (1960).
Es esta una buena entrada a la poesía de un clásico vivo, Brines, que serena, calma, cauteriza. La edición, a la que solo hay que tirar de las orejas (o las solapas) por el tamaño de la letra (pero este, claro, es el precio de que puedan incluirse más poemas, quiero decir más placer) es modélica, y preciosa desde la misma cubierta, con la viñeta de Ramón Gaya. En Palabras a la oscuridad, hace exactamente medio siglo, Brines ya cultivaba ese acento por el que se reconoce toda su obra. Medio siglo que no es pasado, sino presente vivencia en la que –mirad cómo se van las veladuras de este nublado jardín– no deja de salir el sol. “Vísperas y memoria” podría haberse escrito hoy. Estos son sus últimos versos: “¿Para qué recordar? Cae la tarde / con débil luz en los tejados solos, / dora las hojas con sereno fuego, indecisa es su muerte. Todo pasa, / y esta ciudad se quedará remota / en el lento recuerdo de mi vida. / ¿Para qué recordar?, si hay aquí paz / para los ojos, y alegría breve / para el cansado corazón que aliento.”
Jardín nublado. Antología poética (Pre-Textos, 2016), de Francisco Brines | 20 € | 228 páginas | Edición de Juan Carlos Abril