Diario de viaje a Italia
Michel de Montaigne
Cátedra, 2010. Colección «Letras Universales»
ISBN: 978-84-376-2696-3
392 páginas
14 €
Edición de Santiago R. Santerbás
Alejandro Luque
Puede que los devotos de Montaigne, los atentos y gozosos lectores de sus Ensayos, se sientan decepcionados al no encontrar en estas páginas el torrente de lucidez y sapiencia que de aquéllos emana. Es posible también que los amantes de Italia, seducidos por el título, lo acaben juzgando también negativamente si se compara, por ejemplo, con el Viaje de Goethe, o el de Stendhal. Y, sin embargo, el libro que nos ocupa, a buen seguro no concebido para su publicación, y desde luego no escrito pensando en la posteridad, reserva tantas jugosas revelaciones y puntos de vista que su recomendación está más que justificada.
Estamos en 1580, diez años después del retiro de Montaigne en su torre, y doce antes de su muerte. El escritor, aquejado de cálculos renales, flatulencias y estreñimientos, inicia un largo periplo por los balnearios de Alemania, Suiza e Italia para curarse. Lleva en su séquito a un secretario que irá tomando puntual nota de cuanto vaya sucediendo en el camino; y, cuando más adelante sea despedido por motivos que ignoramos, será el propio Montaigne quien tome la pluma para proseguirlo.
Así, no se trata de un relato precursor del Grand Tour, un viaje a la semilla de la civilización occidental, sino de un itinerario donde en principio hay más piedras de riñón que mármoles y terracotas; más baños termales y salutíferas ingestas que iglesias esplendentes o paisajes bucólicos. Paciencia, pues, para internarse en unas páginas que muy poco a poco van desvelando curiosos aspectos de la personalidad de Montaigne, desde su gusto por adaptarse a las costumbres del lugar al que llega –lamentaba no llevar consigo a un cocinero, no para que guisara para él, sino para que aprendiera los platos que fueran probando– hasta su inclinación por las muchachas, pues allí donde desembarca nunca deja de registrar su valoración de la belleza femenina… Y rara vez pone buena nota.
Tampoco puede decirse que caiga Montaigne rendido ante las más famosas ciudades italianas, aunque se reserve el derecho de ir corrigiendo su juicio. Venecia le defrauda, Florencia aún más. Y Milán es para él simplemente grande. Lo seguro es que el prestigio de esas grandes urbes no le impide desarrollar opiniones propias, y casi siempre prefiere los lugares menos trillados. “En cuanto a Roma, adonde los demás ansiaban ir”, dice el secretario, “él deseaba verla menos que otros lugares, pues todo el mundo la conocía, y no había lacayo que no pudiera darle noticias de Florencia y de Ferrara”.
Pero si hay una razón de peso para zambullirse en estas páginas es su notable valor histórico, pues Michel de Montaigne, católico moderado y conciliador, describirá como pocos la ensalada de creencias que era la Europa de finales del XVI: no sólo por las conocidas controversias entre católicos y hugonotes, sino la abundancia de supercherías y falsos milagros que infestaban la vida pública.
No es raro que le refieran el caso de la chica que guardó un trozo de hostia en una caja, y al poco lo encontró convertido en carne; o que al tipo que pidió una oblea grande se le abrió la tierra bajo los pies y por poco no lo cuenta; se habla de gente que se vuelve invisible a sus enemigos cuando rezan a la Virgen de turno y de cementerios romanos que expulsan a los paisanos enterrados. Con la misma naturalidad consigna el francés la visión del rabino que chupa la sangre del niño judío recién circuncidado, lo que según la leyenda protegerá su boca de los gusanos (acaso refiriéndose a las caries) que el exorcismo de un pobre diablo en trance.
Tampoco le falta ocasión a Montaigne para comprobar cómo se las gastaba la Iglesia Católica del momento, ora recibiendo con fastidio la reprimenda del censor –que no tolera, por ejemplo, que se use en los Ensayos la palabra Fortuna en lugar de Providencia–, ora postrándose a besar la sandalia del Santo Padre, que le recibe junto a otros nobles y, según se registra en estas páginas, no puede reprimir el impulso de “levantar un poco la punta de su pie”, gesto que estudiosos como Jorge Edwards interpretan como una patada en los morros a duras penas reprimida.
Mención especial merece el pasaje en el que narra las atroces torturas y ejecuciones públicas de reos que ha presenciado entre el público impasible, y refiere sobre la marcha algunos casos que invitan a pensar que de todo hace ya cinco siglos, aunque algo sí hemos avanzado: por ejemplo, el caso del travesti avant-la-lettre de Montier-en-Der, aquella muchacha que pagó con la horca su determinación de vestirse como un hombre y actuar como tal, incluido el matrimonio con una mujer; o de los hombres de cierta “secta portuguesa” que fueron quemados por decidir casarse “varón con varón”.
Se desprende de esta lectura, en fin, que Europa no sólo libraba unas feroces luchas de poder: estaba jugándose su futuro entre la senda del oscurantismo –nunca del todo derrotado, como se empeña en recordarnos la Conferencia Episcopal y el mismo Vaticano– el camino humanista que tan bien encarnaría el propio Montaigne en sus Ensayos, como con la curiosidad, el sentido común y la falta de prejuicios que despliega en este felizmente rescatado cuaderno de viaje.
Muy interesante. Recomiendo también la lectura de «Montaigne a caballo» de Jean Lacouture en el que toca el diario del escritor francés. Saludos.