Isabel González Turmo, Fátima El Ouardani y Abdeslam El Aallali
Ediciones TREA, 2010
ISBN: 978-84-9704-501-8
160 páginas
20 €
Ilya U. Topper
Encontrarle defectos a un libro de una editorial que uno intuye más cerca del voluntarismo que de las multinacionales, y elaborado por un equipo de autores no sospechosos de haber compartido taller literario con J.K. Rowling, Ken Follet y Stieg Larsson, tiene el riesgo de derrapar hacia el esañamiento. Por otra parte, el mejor homenaje que se puede hacer a un libro es tratarlo como a un adulto. Con sus fallos y sus aciertos. Acompáñenme.
El acierto está en que éste es un libro hecho por y desde Marruecos. Dos de sus tres autores ―Fatima El Ouardani y Abdeslam El Aallali, botánica y geógrafo, respectivamente, ambos doctorados en Granada― son marroquíes. La tercera, Isabel González Turmo, es una antropóloga sevillana. El rigor científico, evidentemente, se les supone. No podía ser de otra manera en un libro basado en una investigación que implica a ocho universidades, el CSIC y tres o cuatro institutos, de Francia a Marruecos, amén del Ministerio de Tecnología.
Es más: quizás haya un exceso de rigor científico. Esa impresión se lleva uno en la Introducción, que a lo largo de 20 páginas quiere reflejar la situación actual de los mercados de Marruecos, desde los zocos populares a las grandes superficies. No creo que pase nada si usted, lector, se salta algunas partes. Podrá prescindir de una enumeración exhaustiva de las mercancías que se venden en un supermercado (excepto si es de los que piensan que Marruecos es un país tan exótico que un supermercado vende cosas distintas al de su barrio).
Demasiado rigor, decíamos: parece que a los autores, los puestos no les dejan ver el zoco. Siguiendo una fórmula matemática, según la cual una afirmación es tanto más correcta cuanto más opciones abarca (hasta llegar a la verdad absoluta del “todo es nada”), la información de que en Marruecos “los zocos se celebran una vez al mes, entre una y cuatro veces a la semana o a diario”, es sin duda cierta. Pero desperdicia la oportunidad de resaltar la enorme importancia del zoco semanal.
Con algo menos de rigor, y saltándonos las excepciones que confirman la regla, cabe afirmar que los zocos rurales marroquíes, desde el Mediterráneo al Sáhara, siguen el ritmo de la semana ―en árabe magrebí y bereber se llama así, ‘semana’― que marca toda la vida social. Toda mujer bereber que se precie lleva en la muñeca un semanario, un juego de siete aros de plata que va turnando para no olvidar cuándo es el día del mercado.
Son legión los municipios que delante del nombre llevan el de un día de la semana. Hagan la prueba; busquen en el mapa pueblos que empiecen con Had, Tnin, Tleta, Arba, Khmis o Sebt y fijense que nunca caerán dos iguales cerca: se harían la competencia. Extraña que en el libro falte toda referencia a esta organización espontánea de una sociedad arcáica ―y anárquica en el mejor sentido de la palabra: sin nadie que la gobierne― alrededor de un ritmo semanal perfectamente coordinado.
De las doce historietas-retrato que componen la parte central del libro, sólo una se desarrolla en un zoco semanal; todas las demás se ubican en mercados diarios, supermercados o incluso un negocio mayorista. Una radiografía que va desde el hombre de negocios millonario a los desheredados, desde las playas de Nador hasta el Sáhara. Doce fotografías instantáneas, compuestas por los datos recogidos durante el estudio antropológico y ordenados en forma de perfil humano. No, no es literatura, pero se acerca bastante a un buen reportaje del National Geographic.
Eso sí: la galería está lastrada hacia el norte; seis de las historias transcurren entre Uxda y Tánger, y uno tiene la ligera sensación que toda la recreación ―porque de eso se trata― debe cierto aire al norte, mucho más patriarcal que el sur. No se asoman, pues, las mujeres tejedoras, tan dueñas de sus propiedades, sus mercancías y su vida, del Medio Atlas, ni las costumbres de flirteo del Anti-Atlas. Ni tampoco se menciona la tradición del Rif de establecer zocos exclusivamente para mujeres. No importa: el cuadro es realista.
El mayor valor de libro, no obstante, está en la tercera parte: un amplio glosario de ingredientes ―desde legumbres a pescado, pastelería o hierbas medicinales― de la cocina marroquí. Aquí, el rigor ―nomenclatura científica, transcripción fonética exacta, sinónimos en árabe y bereber, regionalismos― se agradece (aunque es poco claro el criterio de considerar el artículo L- parte o no de la palabra, y de nuevo hay mayoría norteña, expresada en un importante vocabulario de etimología española). Son centenares de términos con sus descripciones, sus apuntes de tradiciones, costumbres, recetas, hábitos culinarios. Un excelente manual tan apto para filólogos como para gastrónomos o hasta biólogos y botánicos.
Si tiene usted alguna amiga aficionada a rastrear especias y recetas del otro lado de Mediterráneo y convertir la cocina en un laboratorio experimental ilustrado con fotos y postales de “allí”, ya tiene un regalo seguro.
El gran manjar culinario de Marruecos es su Fanta de naranja…
Estoy de acuerdo contigo, Fran, tiene un sabor más dulce, aunque me quedo con la Mirinda, que se puede encontrar con facilidad en Jordania o en Mexico.
Y qué decir de sus embotellado en cristal y su fosforescente color naranja…
Déjate de mirindas, Juan Carlos. Lo nuestro es la Fanta 😉