JOSÉ MARTÍNEZ ROS | El año pasado saludamos con satisfacción la creación de un nuevo premio literario en España, lo que puede resultar sorprendente porque si algo sobra en el panorama literario español son los premios literarios, buena parte de ellos de una limpieza nula o francamente ausente. Sin embargo, el planteamiento del premio Dos Passos era distinto, al estar dirigido a escritores nóveles. De ese modo, parecía ocupar el lugar que en su momento tuvieron el Premio Biblioteca Breve, durante la legendaria etapa en la que sirvió de trampolín a los grandes escritores norteamericanos del ‘boom’, o el Premio Herralde en los 80 y 90; y como en los casos anteriores, venía respaldado por una editorial prestigiosa como Galaxia Gutenberg y un jurado de solvencia garantizada.
Resulta curioso, pero las épocas de crisis parecen particularmente proclives para el lanzamiento de nuevos autores. Tal vez, porque es un momento en que los viejos valores literarios pierden crédito, como todos los demás, y las editoriales y lectores se fijan en quienes llegan a la literatura y la adultez para descubrir que «crecieron para encontrar muertos todos los dioses, libradas todas las batallas, destruida toda la fe en los hombres» como escribió el gran Scott Fitzgerald, quien desde luego sabía bastante de crisis -económicas y personales-. Si nos fijamos en los años cuarenta y cincuenta, en parte gracias a una nueva editorial, Destino, y al premio que lleva su nombre, debutó toda una generación literaria que se hacía eco de la situación del país, en los años oscuros de la postguerra y el franquismo, la del Tremendismo. Así conocimos a Carmen Laforet con Nada, a Miguel Delibes con La sombra del ciprés es alargada, y por supuesto a Camilo José Cela, que escribió las mejores novelas de su época, La familia de Pascual Duarte y La colmena y, todos lo sabemos, terminó ganando un Nobel; pero también a otros muchos, a muchísimos escritores ahora olvidados -¿alguien sigue leyendo a Luis Romero o a Ignacio Agustí?-…
Décadas más tarde, en los noventa, en otro momento de crisis, tras la apoteosis de la España democrática que significaron las Olimpiadas de Barcelona del 92 y la Exposición Universal de Sevilla, y con la participación tanto de Destino como de las grandes editoriales de la época, se lanzó con un gran despliegue publicitario a una nueva generación de escritores, en su mayor parte muy jóvenes. En aquella estrategia sobresalieron ante todo tres escritores: José Ángel Mañas, con Historias del Kronen; la sicalíptica Lucía Etxebarría de Beatriz y los cuerpos celestes; y Ray Loriga con Lo peor de todo. Ninguna de estas novelas, es justo decirlo, es particularmente interesante desde una perspectiva actual, pero aportaron una visión probablemente necesaria de la primera generación de autores españoles que habían crecido con la democracia, pero también con la sociedad de consumo, con el pop-rock, las drogas y la publicidad. Pasadas un par de décadas, Mañas ha terminado escribiendo novelas de divulgación histórica y policíacas de escaso interés; Loriga ha escrito guiones y dirigido películas y, en general, parece desaparecido del panorama literario, pero antes llegó a publicar dos libros realmente buenos: Trífero, una fábula nabokoviana, y El hombre que inventó Manhattan, una convincente novela-compuesta-por-relatos, que es desde luego, más de lo que han hecho el resto de sus compañeros de generación; de Lucía Etxebarría mejor no hablemos. Aparte de esos tres, hubo un auténtico tropel de mini-Lorigas, mini-Mañas y, glups, mini Etxebarrías. Apenas es necesario añadir que la mayoría han sido olvidados por la misma industria editorial que los encumbró. Ahora, diría, le toca el turno a la generación que llega a la madurez tras la gran crisis del capitalismo global.
Como decíamos hace un año, la inauguración del Premio fue bastante positiva. Su primer ganador sería un joven autor mexicano, Roberto Wong, con París D. F., una novela no libre de defectos, pero que nos descubría a un narrador potente e inspirado. Una historia en la que la violencia se convierte en ese destino latinoamericano del que hablaba Bolaño y, antes de él, Borges. No obstante, un ingenioso recurso salvaba a París D. F. de caer en el pantano de la falta de originalidad y la transformaba en una novela digna e inteligente: el recurso de la fantasía, de la imaginación -los sueños del protagonista con un París idealizado-, que la convertía en una peripecia literariamente brillante. Por desgracia, un recurso así es lo que hubiera necesitado su segundo ganador, el español Daniel Jiménez, para redimir su novela Cocaína, y es de lo que carece.
No voy a escribir demasiado sobre Cocaína. No veo el sentido de ser excesivamente duro con la primera novela de un autor aún joven. Además, coincidiendo con su publicación, han aparecido varias reseñas en diversos medios que remarcan unas virtudes que yo, como lector, no le he encontrado.
El protagonista de Cocaína es un cliché andante: un aspirante a escritor fracasado, adicto a la sustancia que da título a la novela. Esta relatada en segunda persona, lo que establece un curioso e interesante tono confesional no del todo inédito en la narrativa española (me acuerdo de, por ejemplo, Señas de Identidad, de Juan Goytisolo, y Galindez, de Vázquez Montalbán). Por supuesto, también hay un pasado de relaciones sentimentales y familiares fracasadas, y hay un intento de relacionar el hundimiento personal del protagonista con el de su generación… Pero todas las buenas intenciones que pudiera sostener esta novela se diluyen en una trama circular sumamente predecible (o, por lo menos, esa es la opinión de quien escribe estas líneas: como ya he dicho, se han publicado críticas que ofrecen una opinión muy distinta de este libro), con un lenguaje planísimo, periodístico y estereotipado. Es probable que, como en el caso de las novelas de la generación del Kronen, lo que le falta de peso literario, lo tenga en interés sociológico, y el desgraciado protagonista de Cocaína sea el primer ejemplo de un nuevo tipo de (anti)héroe que proliferará en la narrativa española presente.
Sólo quería añadir que, a lo largo de la novela, el protagonista invoca a menudo a Roberto Bolaño como modelo literario. No conviene olvidar que las primeras novelas de Bolaño, La senda de los elefantes o La pista de hielo fueron ignoradas -y no sin razón- en su momento por la mayoría de los lectores y la crítica, y aún hoy sólo resultan interesantes para los bolañistas acérrimos (como el que escribe estas líneas). Su primera obra maestra, la magnífica La literatura nazi en América la publicó con más de cuarenta años. Que ahora haya encontrado la novela de Daniel Jiménez insatisfactoria, no quiere decir que en el futuro no sea capaz de entregarnos un libro mucho más ambicioso y conseguido, su propia La literatura nazi en América.
Cocaína (Galaxia Gutenberg, 2016), de Daniel Jiménez | 192 páginas | 17,50 € | II Premio Dos Passos