ILYA U. TOPPER | Si un hombre con pelo en pecho y voz de barítono exclama: “Yo quiero ser una mujer. A partir de ahora quiero que me llaméis Vanessa”, lo que haríamos usted y yo, lectora, sería lo sensato: gritar “¡Corten!”. Luego explicaríamos al personaje que en el guion pone Loretta y no Vanessa, verificaríamos el atrezzo de los legionarios romanos, los vendedores de chucherías y los mesías varios y pediríamos volver a rodar la escena.
Ya no. Ya no estamos en 1979. Ahora, las tribulaciones de Stan y sus colegas del Frente Popular de Judea ya no son un sketch humorístico, sino un debate serio de ministras y diputados.
“¿De qué sirve luchar por su derecho a parir si no puede parir?” “¡Es un símbolo de nuestra lucha contra la opresión!”.
“¿Qué es ser hombre y mujer?” “¿Cuánta talla de pecho tenemos que tener para ser hombre o mujer? ¿Es el sexo algo genético?”
Adivinen cuál de los dos diálogos corresponde a La Vida de Brian y cuál a una entrevista de la ministra de Igualdad, Irene Montero. Si usted acierta a la primera, le felicito: tiene nivel para leer de una sentada el libro Nadie nace en un cuerpo equivocado, ensayo de los piscólogos José Errasti y Marino Pérez Álvarez. Aquí encontrará no solo la respuesta a las preguntas de la ministra, sino también un detallado recuento del éxito y miseria de la identidad de género (subtítulo del libro).
Que yo sepa se trata del primer libro publicado en España sobre la teoría queer y la ideología del transactivismo, exceptuando la reciente traducción de Daño irreversible de la periodista estadounidense Abigail Shrier. Ya solo por eso es un libro extremamente recomendable: era urgente tratar de forma rigurosa, analítica y en algo más de 140 caracteres un fenómeno social que en menos de tres años nos ha inundado cual marea y protagoniza desde debates del Parlamento a intervenciones policiales en la marcha del 8 de Marzo, Día de la Mujer Trabajadora. Digo tres años, porque si yo mismo me remonto ese lapso de tiempo, recuerdo decir a una amiga, muy preocupada por el transactivismo en redes sociales, que aquello era una estupidez de trolls en Twitter y no tenía relación con la vida real.
Cuando descubrí gracias a una asociación feminista que en un cajón del Parlamento de España yace desde 2017 un borrador de ley redactado para garantizar que cualquier Stan pudiera ser Loretta o viceversa, a todos los efectos legales, con solo declararlo, incluyendo astronómicas multas para cualquiera que reprodujera en la vida real la réplica de Reg en la película, “Es un símbolo de la lucha contra la realidad”… cuando descubrí que los trolls de Twitter ya ocupaban escaños, puestos directivos en la prensa y hasta cátedras universitarias, cambié de actitud. Empecé a seguir en Twitter a gente preocupada. Como José Errasti. Esperaba que escribiera un libro. Este libro.
Ahora bien, si usted, lectora, ha fallado el examen de arriba, no distingue los Monty Pythons de un cónclave de ministros, si cree que el ‘ sexo cuir’ es follar con lencería de cuero y si al escuchar la expresión “identidad de género” piensa en la policía verificando la procedencia de los tejidos en un almacén, entonces quizás no sea exactamente el libro que necesita. Como no hay otro, debería comprárselo y leérselo igualmente, porque es imprescindible. Por favor: no se desanime por la introducción, aunque en el primer párrafo aparezcan frases como “Un ejemplo de retroceso es el fortalecimiento paradójico de las repercusiones biomédicas de la disforia de género con la excusa de su despatologización”. Quizás, si no entiende nada, sería un buen consejo empezar el libro simplemente por detrás. Como son capítulos relativamente independientes, puede funcionar. En el penúltimo, por ejemplo, hay una panorámica de afirmaciones en Twitter —el medio por el que la mayoría nos acercamos al asunto— y sus refutaciones, tras las que adivinamos el teclado cargado de humor de Errasti. Otra buena opción sería empezar con el capítulo 3 (‘Los mil frentes de la invasión queer’).
Aún así, para un lego en la materia falta un resumen conciso y en un lenguaje accesible de qué va todo este rollo. Muy probablemente, los autores daban por hecho que salvo algún señor retirado en un pueblo trasmontano, no hay quien no siga el debate. Es un error. Me encuentro cada día con jóvenes entre los 25 y 30 años, carrera universitaria, vasta cultura general y dominio de varios idiomas, que nunca han oído hablar del tema y se quedan tan ojipláticos, patidifusos y boquiabiertos como usted, lectora, se habría quedado hace tres años. Recuerdo que entonces, en verano de 2019, publiqué una columna titulada Soy mujer, por mis santos cojones, y hasta los amigos que me solían aplaudir en cada texto, si no la opinión expresada, al menos la claridad de la argumentación, me dijeron que esta vez no se me entendía nada. Tardamos un rato en comprender cuál era el problema: no se creían que yo quería decir exactamente lo que estaba diciendo, porque era imposible creerse que alguien defendiera las posturas que yo criticaba. Verbigracia, que si una criatura es niño o niña no se puede saber por los genitales —“hay niñas con pene y niños con vagina”— sino observando si les gusta jugar a la pelota (entonces son niños) o con muñecas (entonces son niñas). Porque en la biología —afirman— no existen machos y hembras: eso es algo que se acaba de inventar la sociedad humana. Como lo oye.
Si ya lo ha oído usted mil veces, va a disfrutar con el libro, desde luego, porque no carece de humor al meterse en berenjenales varios. No tiene desperdicio el capítulo que desmenuza las teorías de Judith Butler, aunque intentar batir a una semifilósofa en su propio terreno, el de las conceptualizaciones abstractas incomprensibles, conlleva el proverbial riesgo de pelearse con un cerdo en un charco (incluido el de interpretar al revés la frase de Simone de Beauvoir sobre lo de no nacer mujer). Mi parte favorita es la que indaga en las similitudes sorprendentes entre la ideología queer actual y la de la secta medieval de los gnósticos.
Naturalmente hay aspectos en los que discrepo. Aunque me convence la exposición lúcida de cómo nuestra sociedad consumista —y neoliberal, reiteran los autores— facilita vender al público la ideología transexual bajo el reclamo publicitario de ofrecer una realización personal (“Sé tú mismo”), este análisis se queda en la superficie. Por supuesto, el consumismo, el individualismo (“soy así”) y la búsqueda de las libertades personales son los canales por los que hoy se difunde esta ideología, porque es la forma en la que pulsa nuestra sociedad, pero un vistazo allende nuestras fronteras geográficas y temporales habría revelado que el concepto de transexualidad es precisamente el opuesto de la libertad individual.
Porque individuos y hasta colectivos ‘trans’, es decir hombres que se hacían pasar por mujeres y eran aceptados como tales, y viceversa, los ha habido en todas las épocas y en casi todas las culturas de la humanidad. Pero siempre ha sido en culturas con una división social de sexos exacerbada, como no se cansa de subrayar la socióloga Gisela Bleibtreu-Ehrenberg al analizar (en 1984) la tradición de la transexualidad (ella lo llama así: se refiere a roles sociales asociados al sexo) en el chamanismo. Sólo donde hay una clara separación, incluso segregación, entre lo que debe hacer una mujer y lo que debe hacer un hombre hay necesidad de cambiarse de un bando al otro si una persona se ve incapaz de encajar en el rol asignado. Por eso, el concepto de transexualidad como opción social existe en culturas extremamente patriarcales, como Omán, y por eso mismo ha desaparecido en Albania en las últimas generaciones: cuando una mujer puede heredar, vestir pantalones, fumar, llevar armas y elegir el trabajo que quiere, ya no hace falta declararse hombre.
Por supuesto, un recorrido histórico sobre el fenómeno rompería el marco del ensayo de Errasti y Pérez Álvarez, pero ayuda a entender la inmensa paradoja de declararse trans en una sociedad como la europea del siglo XXI que ya prácticamente ha conseguido superar los estrictos roles sexuales. Explica por qué las asociaciones que intentan crear una infancia trans insisten en lo de la pelota y las muñecas y por qué muchos activistas trans presentan en redes sociales lo que sólo se puede calificar de espantosa caricatura de una mujer, desde el maquillaje y la lencería a una forzada ficción de maternidad: si simplemente se presentaran como una mujer corriente, nadie se daría cuenta de que ya no son hombres. La ideología queer no nace de una amplia libertad individual: nace contra ella. Postula, plantea y exige para ambos sexos roles sociales definidos e inmutables.
Entender esa paradoja sobre todo ayuda a entender un aspecto crucial: por qué los transactivistas combaten con tanta fiereza, tanta violencia y tanto odio al feminismo. Errasti y Pérez Álvarez lo resumen en las últimas dos páginas, aportan ejemplos del discurso dirigido contra feministas (“…ganas de patearle la puta boca con un bordillo”) y advierten que multiplicar esa frase por un millón para reflejar estos ataques es quedarse corto. Tienen razón. Si usted quiere comprobarlo, no tiene que hacer más que entrar en Twitter. Aunque no se lo aconsejo. Se le quedará mal cuerpo.
Nadie nace en un cuerpo equivocado (Deusto, 2022) | José Errasti y Marino Pérez Álvarez | 296 páginas | 18,95 euros
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