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Quitarle a la muerte la última palabra

JESÚS COTTA | Este es un libro (y he estado buscando el adjetivo adecuado, que no es ni “delicioso” ni “delicado” ni “impresionante”, sino un poco de todo eso y, sobre todo:) precioso, porque sabe rescatar de todo lo cotidiano y sencillo lo que realmente vale la pena en esta acelerada travesía en torno al sol que es la vida, lo que nos rescata de la insignificancia y el sinsentido, lo que nos limpia la mugre, lo que nos conecta con lo eterno y lo celeste, lo que no es muerte ni baratija, en fin, lo precioso, que no es otra cosa que el amor; pero no el amor como mero sentimiento, que ya es en sí lo mejor que se puede sentir, sino el amor como lo más alejado de lo soez, lo más parecido a Dios que hay en la tierra, el amor como una auténtica actividad misteriosa que sostiene el universo y vibra en las cosas más cotidianas y en lo tremendamente sencillo, por ejemplo, en las manos de una abuela doblando unas sábanas o peinando a su nieto.

Un libro precioso como este es el mejor homenaje a esas manos preciosas que se han gastado derramando a su alrededor la gracia, es decir, la luz del hada que salva al niño perdido en el bosque.

El libro tiene algo de diario, de confesiones, de novela; pero lo que lo define no es el género, sino la altura poética sostenida de principio a fin, con transparencia, sin trucos ni ases en la manga. Sorprende la calidad y cantidad de ideas luminosas que salpican esta obrita, muchas de ellas a medio camino entre el aforismo y los buenos finales de un poema, pero todas dentro de lo narrativo y la confesión íntima. Son sorprendentes y cálidas las imágenes y comparaciones, y lo son sin recurrir a lo insólito y lo extravagante.

En la ciudad, pareces un elfo enjaulado al que le han arrebatado sus bosques. Una flor retenida en un gulag de cristal, añorando los cielos salvajes bajo los que rezaba. Tú hablas el idioma de los grillos, de la nieve, de los gatos. Hay poetas que escriben libros, y luego están los seres como tú, que lo miráis todo desde el poema.[…] Tú echas de menos tus grillos; yo, tus manos teologales.

El amor es un instinto contra el infierno.

Un plato recién fregado no resplandece igual en la cocina de un bar nocturno donde se hace todo con urgencia que en la de un piso donde un hijo le ha dado la cena a su madre enferma.

El amor es lo contrario de un avión comercial: frena en seco, derrapa delante de cada cosa.

Sé que te amo porque tu tamaño aquí dentro es mayor que el de un sistema planetario.

Dios se hospeda en las margaritas de las cunetas que hacen reverencias cada vez que un coche pasa a su lado.

Y un estupendo etcétera que gana mucho más significado y poder emotivo cuando uno no los desgaja, como he hecho yo, de su contexto.

Estamos tan cercados por las urgencias profesionales, tan bombardeados por los reclamos publicitarios, tan enfrentados por las disputas ideológicas, tan absorbidos por la búsqueda de satisfacciones, que un libro como este es un bálsamo reconfortante, con unas gotas del Edén, una ventana mágica que, al abrirse, nos muestra en una mirada casi sacramental el plácido amén de los árboles, un gato, un niño subiendo las escaleras de la casa de la abuela, de donde irradia el amor salvador y sanador que el mundo necesita. Y esa ventana nos reconforta no porque solo nos muestre cosas bonitas, sino porque, aunque la muerte y la enfermedad y el desencanto también se pasean por el paisaje, hay unas manos derramando la gracia y las margaritas nos saludan en nombre del cielo.

Gracias, Jesús Montiel, por no guardarte para ti un libro tan personal e inspirado.

Lo que no se ve (Editorial Pre-textos, 2020) | Jesús Montiel | 72 páginas | 10 euros

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