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Ratón de campo o ratón de ciudad

MANUEL MACHUCA| Disculpen la temeridad, pero he de confesar que mientras leía esta novela póstuma del gran escritor portugués José Maria Eça de Queirós (Póvoa de Varzim, 1845- Paris, 1900), se me ha venido a la memoria aquella fábula de Esopo que tantas veces leí a mis hijos en tiempos felices de su niñez, si, claro, no se recuerdan los cambios de pañales.

Acantilado recupera esta novela de uno de los mayores escritores europeos del realismo posromántico, y lo hace junto al relato que la originó, Civilización, publicado en prensa años antes. Por cierto, un relato que, leído tras la novela, no funciona a mi entender y es probable que tenga que ver más en su redacción con las prisas por cumplir con unas obligaciones periodísticas que con la conformación de una obra acabada. No obstante, hay que celebrar que el escritor vislumbrara que aquella historia merecía una novela, como es de alabar por su interés histórico que Acantilado haya publicado ambas narraciones en un único volumen.

La obra de Eça de Queirós, licenciado en leyes, diplomático de profesión y periodista, se caracteriza por una profunda crítica social y por su preocupación ante la decadencia de Portugal del siglo XIX. Toda ella se caracteriza por una fuerte carga anticlerical y por la aversión del autor al conformismo, a la hipocresía o la vanidad de sus contemporáneos, a lo que sin duda contribuyó su profesión diplomática en destinos europeos como Britsol (Reino Unido) o en Paris, donde falleció víctima de la tuberculosis.

La ciudad y las sierras, sin embargo, tiene un tono menos pesimista que otras de sus obras. Es más, comienza con un hilarante primer capítulo, socarrón, satírico, en el que resume la historia de los Jacintos, tal y como denomina a la familia de uno de los protagonistas de la novela. Es un tono que no termina de perderse a lo largo de las cerca de sus trescientas páginas, lo que no es óbice para que recuerde alguna de sus íntimas preocupaciones como portugués:

¡La religión! La religión es el ampuloso desarrollo de un instinto rudimentario, común a todos los animales, el terror.

Narrada por su íntimo amigo Zé Fernandes, protagonizan una pareja que inevitablemente recuerdan a don Quijote y Sancho. Jacinto es el idealista, el devoto de la civilización y el progreso tecnológico, el amante del lujo, del progreso, mientras que Zé Fernandes adopta el rol de realista, hasta cierto punto pesimista y sin duda, trasunto del escritor portugués, que pone el foco en las consecuencias sociales o efectos secundarios de los increíbles avances tecnológicos que se sucedieron a finales del siglo XIX y principios del XX, una época quizás solo comparable a la actual y que, ojito por las indudables coincidencias con la época que nos toca vivir, acabó desembocando en la I Guerra Mundial y, poco más tarde, con el auge de los fascismos, en una nueva confrontación bélica planetaria.

Es la época de la invención del teléfono, del desarrollo de la electricidad como fuente energética y, en palabras que escuché al médico y escritor Francisco Gallardo, de la esperanza en la inmortalidad de la especie humana, gracias a la superación de la muerte por obra y gracia de la capacidad resucitadora de las descargas energéticas, recuerden si no el mito de Frankenstein. Pero también es tiempo, y eso lo señala bien Fernandes, en el que millones de seres jadeantes y rodeados de policía se afanan en la dura búsqueda del pan mientras el civilizado hombre del XIX saborea el pleno goce de vivir.

La primera parte de la novela se centra en Paris, concretamente en el palacete residencia de Jacinto, en el 202 de la Avenue des Champs- Élysées, conocido por todos los bon- vivant de la ciudad como “El 202”, un lugar donde el lujo, la innovación tecnológica y el derroche son el reflejo de la más absoluta normalidad gracias a los réditos económicos que recibe Jacinto de la explotación de sus innumerables posesiones agrarias en su país de origen, Portugal. Y en ese escenario, en el que se abomina de la vida rural, lugar donde se esteriliza el intelecto y en el que solo queda la bestialidad, sucede una vida que poco a poco va produciendo en el protagonista un hastío tal que le hace tomar la decisión de regresar al terruño. A conocerlo, más bien, ya que durante generaciones la única relación de los Jacintos con su tierra era la bancaria. Y ahí comienza la segunda parte, en la que al lujo civilizador sucede otro vital que conmociona y hace tambalear al protagonista, tanto en su escala de valores como en su propia percepción del mundo.

Probablemente esta es una novela escrita ya muchas veces, como tantas otras, como casi todas, en la que se vislumbra en el escritor portugués una cierta reconciliación con el mundo, y en la que me atrevo a elucubrar su relación con la proximidad de la muerte. Si de alguna forma Zé Fernandes, el Sancho Panza de la novela, guarda no pocas similitudes con el Eça de Queirós crítico y combativo con las élites portuguesas, en Jacinto concentra lo que él opina que debería ser Portugal, el cultivo de la excelencia y el progreso sin abandonar sus señas de identidad y su relación con la naturaleza. Jacinto no es un personaje altivo, déspota que luego puede cambiar ante determinados sucesos, no. Jacinto es alguien que siempre lucha por hacer del mundo un lugar más bello para todos. La única diferencia es que mientras en Paris vivía en un mundo pequeño y estrecho, en una bola de cristal, su regreso a la tierra, en el sentido más pleno, consigue ensancharle el mundo, romper la carcasa que lo alejaba de él y encontrar la oportunidad de llevar su ideal de belleza a cualquier lugar.

Mientras escribía estos párrafos, Jacinto me ha hecho tornar la mirada a la situación política en la que vivimos. Una situación en la que tras la impresionante velocidad de los cambios tecnológicos a los que asistimos, sobreviene de nuevo el auge de los fascismos, con la complicidad de no pocos intelectuales equidistantes que ocultan su diarrea tras buenas palabras. Quizás sea el momento de los Jacintos del mundo, y que las mentes brillantes existentes se esfuercen, en lugar de servir a unos cuantos devoradores insaciables como los que asistían a las fiestas del 202, bajen a la tierra, al Alentejo que habitamos el resto de los mortales, a contemplar sus maravillas. Y nos hagan sacar lo bueno que todos tenemos oculto, dentro de una bola de cristal, en algún lugar recóndito de nuestro interior.

La ciudad y las sierras. Civilización | (Acantilado, 2020) | Eça de Queirós| 320 páginas| 22,00 € |Traducción de Javier Cca

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