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Reptil de lupanar

9788426402592ANTONIO RIVERO TARAVILLOPara el historiador, el trabajo de hemeroteca y archivo, el fatigar libros en bien nutridas bibliotecas, es imprescindible. Para el historiador de la música, además, se hace necesario escuchar discos y más discos, todo tipo de grabaciones. Pero para Jorge Luis Borges, aquí teórico del tango en unas conferencias dictadas en 1965 de las que nada se sabía hasta que fueron recuperadas de manera rocambolesca por Bernardo Atxaga a través precisamente de unas grabaciones en cinta magnetofónica, escuchar es relativo, y la documentación accesoria. Me explico: hubo una ocasión en la que pudo oír cantar a Gardel y prefirió no hacerlo (primó ahí el joven insolente sobre el erudito), y sin embargo mantuvo conversaciones, aún estuvo a tiempo de hacerlo, qué envidia, con quienes habían conocido los inicios del tango, testigos y protagonistas a los que luego algún tieso volumen, incapaz de bailar o tararear él mismo, ha venido a contradecir, erudito, con la insolencia postergada de aquel Borges.

Ya sabíamos que a Borges no le gustaba Gardel: veía que con él el tango había decaído hasta ser una cosa de queja y ya nada viril, un sollozo que traicionaba a los orígenes del género en las casas en que la carne se vendía y eran, a su vez, centros de encuentro de la sociedad masculina (como recuerda también de su estancia en Palma de Mallorca). Se pregunta retóricamente y responde: “Entonces, ¿dónde surge el tango? Según todos, el tango surge en los mismos lugares en que surgiría, pocos años después, el jazz, en los Estados Unidos. Es decir, el tango sale de las “casas malas”.” Son esos los lupanares de Montevideo o de su Buenos Aires –querido– cuando la urbe inabarcable era mucho más recogida. Entre los párrafos valiosos de este libro, una descripción de aquella ciudad de popular arte menor anterior al versículo desparramado hoy de sus orillas ya imposibles de rimar: “Vemos, pues, al Buenos Aires de entonces, ese Buenos Aires de casas bajas, sin árboles, con patios; un Buenos Aires con tranvías de caballos, tranvías que dejaban al pasajero no en la esquina, sino muchas veces en la puerta misma de su casa, y donde todo el mundo se conocía, todos eran parientes, o parientes de sus parientes.”

El argentino sabe de lo que habla, y recuerda esa etimología ‘stricto sensu’, por así, decir, frente al lenguaje figurado de la vulgarización de la danza en academias de todo el mundo, aquel furor sobre el que ya escribió, y con qué gracia, Julio Camba. Escribe Borges: “He visto a parejas de hombres bailando el tango, digamos al carnicero, a un carrero, acaso con un clavel en la oreja alguno, bailando el tango al compás del organito.” Es muy de Blade Runner ese “he visto” cosas que no creeríais, cuchilleros atacándose más allá de Tigre, hojas afiladas en la oscuridad cerca de la puerta de un almacén en San Telmo, momentos que se perderán como lágrimas en la lluvia, que es una cosa que sin duda sucede en el pasado…

Ve, efectivamente, Borges que la evolución del tango es en realidad una degeneración por la cual el original, cercano a la milonga, muchas veces sin letra, se va convirtiendo en canción “llorona”, lejana ya de las bravatas de los pendencieros. Como dice aquí el autor de Ficciones, las dos palabras por las que se conoce universalmente a la Argentina son “gaucho” y “tango”. Y cuando más a gusto se le nota hablar es cuando lo hace de esa literatura de arrabal, de almacenes y hampones, gauchos de ciudad, tipos duros que han cambiado la pampa por la vereda. En estas páginas las combina. Comparecen además viejos amigos suyos y de sus lectores como Ricardo Güiraldes o Leopoldo Lugones, quien dejó escrito este endecasílabo que cita Borges: “El tango, ese reptil de lupanar”.

Genio y figura, en cuanto puede Borges se escabulle del tema principal de sus conferencias para aventurarse por los callejones peligrosos donde también bailan los cuchillos y cantan los compadritos y guapos sus amenazas, siempre cumplidas. Son barrios que colindan o directamente coinciden con las preocupaciones de los libros tempranos de Borges, como El tamaño de mi esperanza o El idioma de los argentinos. El autor de “Hombre de la esquina rosada” ofrece toda una lección de estilo cuando confiesa el ánimo que le guió para su escribir su relato: “Yo sabía que todo hombre de letras que toca un tema popular corre el albur, el seguro albur de exagerarlo, de modo que en mi cuento habrá un par de palabras en lunfardo, no más, porque sé que la acumulación de lunfardo ya hace presentir al escritor con su diccionario de argentinismos o su “Mester de lunfardía” al lado, buscando palabras, y que esto contamina de falsedad a toda la obra.”

En la tercera conferencia, “Evolución y expansión”, hay un instante particularmente feliz cuando con humor, envés inseparable de la inteligencia, Borges canta desafinando con esta irrebatible captatio benevolentiae que dibuja una sonrisa en los sabios: “Ustedes me van a perdonar que desafine, porque también desafinaban los paisanos y los payadores, aunque estoy obligado a esa fidelidad porque tengo un oído muy escaso.” Y tras cantar dos estrofas de Martín Fierro, apostilla: “Muy bien, creo que he sido suficientemente desafinado, ¿no? Correctamente desafinado, históricamente desafinado.”

Transcrito y anotado por Martín Hadis, es un libro muy lindo este, El tango, pero termina el baile, se apaga la música del bandoneón y se tiene la sensación de que seguimos sin saber mucho del tango, como de todo lo que cautiva, aunque hemos asistido a cuatro momentos impagables de brillantez oral borgeana.

El tango. Cuatro conferencias (Lumen, 2016) de Jorge Luis Borges | 144 páginas | 16,90 €

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