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Retrato de la artista adolescente

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ILYA U. TOPPER | “Sí, eso soy yo, pero me has pintado como un loco”, dicen que dijo Vincent van Gogh a su amigo Paul Gauguin en 1988, horas antes de cortarse la oreja. El retrato era un acierto, por supuesto: Van Gogh estaba loco.

También acierta el retrato que la dibujante Susanna Martín y la poeta María Castrejón han trazado de Annemarie Schwarzenbach, la fotógrafa, escritora, arqueóloga y, sobre todo, viajera que supo revolucionar como pocas el burbujeante mundillo del artisteo de los años 20 y 30. En estas páginas aparece como una eterna adolescente —a nadie le da tiempo a dejar de serlo cuando se muere con 34 años— perseguida por las fantasmas de las drogas, el enfrentamiento con su madre, las fiestas interminables con la ‘movida’ de la época. Y no nos cabe duda: así fue efectivamente Annemarie Schwarzenbach, es su retrato más íntimo.

El trazo del dibujo concuerda: una sucesión vívida de imágenes, donde alternan viñetas clásicas de cómic con un lenguaje visual de lo más diverso: desde el trazo de línea clara a claroscuros caravaggianos, desde dibujos arquitectónicos hasta acuarelas que desbordan la página y crean monstruos, sueños, fantasmas. Una creatividad libérrima se desata, salta del amor al detalle y los textos largos, no siempre enteros, a los enormes planos de lagos o desiertos, emborrona una página entera con tormentas de arena, coloca fondos de partitura a un baile de tango…

Como novela gráfica, la obra de Castrejón y Martín es de una riqueza visual y una valentía raramente vista. Atreverse a dibujar el delirio de la morfina y el alcohol, alternándolo con la belleza de un lago nevado desemboca en una sinfonía visual casi tan alocada como su protagonista, una danza de imágenes desenfrenada, desquiciada, despreocupada, desinhibida, desbocada y todas las des que cabe imaginar.

El resultado es sobrecogedor y un placer de lectura que se puede sentir en la boca. Aunque, por supuesto, solo retrata a una de las muchas posibles Annemaries. Para meter una vida agitada y agitadora como la suya en 164 páginas —que se nos hacen muy cortas, muy cortas: dan ganas de leer más despacio para no llegar tan pronto al inexorable final—, toda artista debe seleccionar, elegir, enfocar, crear un encuadre. No es solo lícito: es imprescindible. Otra cuestión es si los amantes del legado de Schwarzenbach echaremos de menos aquello que se ha quedado fuera del encuadre.

La infancia de Annemarie, sus hermanos, los juegos en la villa familiar cerca de Zúrich y su adolescencia ya marcan tendencia: ocupan todo el primer tercio del libro. Se puede pensar que las autoras tenían en mente una obra de varios cientos de páginas, o una serie —la biografía de la viajera lo merecería, sin duda— y luego tuvieron que abreviar… pero también que fuese una decisión consciente de dibujar a su protagonista en su entorno familiar porque la relación con este, y sobre todo con su madre, es lo que importa aquí (quizás el único fallo narrativo de la novela: aunque todos los niños ven a los adultos como viejos, la madre de Annemarie, Renée, y su amante, la soprano Emmy Krüger (¡sí! la niña no era la primera lesbiana en la familia) tienen 34 y 31 años cuando aparecen en su viñeta: no deben dibujarse con rasgos de unas entrañables señoras).

Junto a la relación destructiva con la madre, el hilo rojo de la novela es la amistad de Annemarie con Erika Mann y su hermano Klaus, desde su primer encuentro en 1930 hasta el final: sus correrías alcohólicas, sus conversaciones filosóficas o políticas, sus delirios. Una especie de punto de descanso en la inquieta vida de la reportera  y un arco narrativo necesario en el discurrir del cómic. El resultado, desde luego, es que los cabarets de Berlín y París predominan sobre las hogueras de Persia o Siria. Y que no han podido recibir papel en la obra los personajes que Annemarie Schwarzenbach se encontraba —y a los que retrató magistralmente en varios cuentos cortos— en Haifa, Beirut, Alepo, Palmira y Teherán.

Uno, que ha leído Con esta lluvia, no puede evitar pensar que es una pena, porque varios de estos relatos, en realidad poco más que apuntes del natural, darían para un cómic entero: desde la hostelera francesa que se empeña en ser reina de beduinos en Siria hasta la escritora danesa que se fuga con un noble persa por los montes de Irán. La labor de Schwarzenbach como miembro de un equipo de arqueología en Siria e Iraq, que dura varios meses (1934) queda relegado a exactamente media página, su trabajo como documentalista de una excavación en Irán ni siquiera aparece. Y lo que vemos de los viajes son sobre todo paisajes: curiosamente, salvo en el último viaje (Congo, 1941), no aparece casi ninguna de las más de 3.000 fotografías tomadas por la reportera (y que desde 2017 son de libre acceso en internet). A ratos tenemos la impresión de estar ante una especie de Tintin femenino, el único reportero que nunca publicó una línea (Schwarzenbach sí publicó, y bastante). Por otra parte, desde luego, aquí hemos venido a leer una novela gráfica, no a recorrer el archivo de la viajera.

También las amantes de Schwarzenbach aparecen poco, justo lo suficiente como para dejar claro que ligona era un rato. No siempre nos queda claro cuál es amiga, cuál amante (¿tuvo una historia con su compañera de viaje Ella Maillart?). Ni tampoco aparece la vivencia que Schwarzenbach condensa en ‘Novela lírica’ (1933), un amor completamente desquiciado por una actriz, tal vez inspirada en la figura de Therese Giese, amante de Erika Mann (el rival y confidente del narrador en la novela se llama Erik).

Eso sí: todo lo que hay en esta obra está investigado, documentado, diseñado con mimo exquisito, desde los viales de la morfina hasta  el estampado del vestido negro de Ruth Landshoff, un ligue de juventud. En eso, Martín y Castrejón siguen la huella del gran Hugo Pratt. Y nadie puede negar que la irrefrenable vida de Annemarie Schwarzenbach tiene un algo, un mucho, de Corto Maltés.

Annemarie (Norma Editorial, 2019) | María Castrejón y Susanna Martín  |  164 páginas |  24,70 euros

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