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Retrato de Quiñones con Borges de fondo

Palabras mayoresJOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | «La amistad sigue siendo un enigma», escribía Paul Auster en una carta que enviaba a J. M. Coetzee y que servía de pórtico a un libro sobre la correspondencia que intercambiaron ambos escritores. Y lo es porque, cuando cualquiera que se dedica a estos asuntos inexcrutables, intenta conceptualmente definirla acaba, entre una maraña de palabras, topándose de bruces con el enigma. Claudio Magris, con admirable lucidez, podría afirmar que las relaciones puramente humanas (el amor, la amistad, la contemplación de un cielo lleno de estrellas) escapan a la condena kafkiana de estar «ante la ley»; no fuera ni contra ella, sino estar ante ella. Este es el caso de la relación entre Fernando Quiñones y Jorge Luis Borges. Dos personas tan dispares entre sí que, a pesar de sus diferencias -y con ellas- confluían en la amistad y la literatura. A partir de esas confluencias, el escritor y periodista Alejandro Luque (Cádiz, 1974) ha escrito Palabras mayores. Borges y Quiñones, 25 años de amistad (Silex, 2018).

En la vida, hay autores a los que uno ha leído y releído durante años, y a los que quiere mucho. Por otro lado, existen también aquellos a quienes uno no solo ha leído y releído a lo largo del tiempo, sino a los que además ha tenido la suerte de conocer en persona, los ha visto en lecturas y presentaciones e incluso ha compartido con ellos más de una conversación paseada o participada en la mesa de algún bar. Escritores a quienes uno ha querido mucho, pero mucho de verdad y que se han convertido con el paso de los años en imprescindibles. A la primera categoría pertenece, en el universo personal de Alejandro Luque, Jorge Luis Borges. A la segunda, Fernando Quiñones.

Por eso, quizás, esta historia de una amistad «curiosa, invariable, tan más allá de la edad, de jerarquía, de barreras ideológicas», como la definió el propio Quiñones, entre el argentino y el gaditano, más que desentrañar vida y obra de un autor tan desentrañado como lo es el autor de Ficciones, lo que hace es poner luz y taquígrafo sobre uno de esos autores imprescindibles, a los que uno admira como escritor y como persona. Ese es el caso, para Alejandro Luque, de Fernando Quiñones.

Para hacerlo ha tomado a Borges como excusa -Borges, una excusa, es un atrevimiento- para hacer lo que él quería: colocar a Fernando Quiñones como objeto primordial de su trabajo. Sobre los hombros del argentino, el gaditano no es un escritor más grande, pero se le divisa mejor: se le lee y se le entiende mejor. Sobre todo desde un punto de vista, el literario, a veces preterido en favor de otros aspectos de su personalidad más anecdóticos y desaliñados. Por ello, descubrir la influencia y la presencia de la obra de Borges en la de Quiñones, las aportaciones que a los lectores del gaditano ofrece la modélica referencia del argentino, es uno de los muchos méritos de este libro. Conocíamos que el autor de La canción del pirata tenía una enorme capacidad para reutilizar las voces y los relatos de su pueblo. Ahora sabemos también que en esa labor se incluyeron algunos aspectos de la obra de quien, en sus propias palabras, le proporcionó las más vastas horas de felicidad.

Palabras mayores es el retrato de esa peculiar amistad que abarca 25 años de cartas y elogios, de anécdotas y versos, de encuentros y desencuentros. Las similitudes parecen estar a la par con las diferencias. Entre las primeras, el cariño de ambos por el relato breve y la poesía, la literatura como un intento de lograr una síntesis entre ruptura y tradición, el mismo mar de sus orígenes, el rigor y la seriedad en el oficio, los amigos y proyectos de vida comunes, la abominación del aburrimiento; entre las segundas, la edad, las convicciones políticas o el estilo. De Borges se conoce su naturaleza huraña y su cuidadosa elección de filias y fobias. De Quiñones, su carácter festivo, su sentido de la alegría y su generosidad sin par. En esas contrariedades, el amor a la literatura como modo de entender la vida fue, sin duda, su mayor punto de encuentro. Probablemente, cuando ambos empezaron a escribirse, no sabían que el barco que estaban tomando juntos los llevaba por una senda común y paralela. Esa senda es hoy visible muchos años después gracias a este libro de Alejandro Luque.

«Existen personas en nuestras vidas que nos hacen felices por la simple casualidad de haberse cruzado en nuestro camino», dejó escrito el porteño. La amistad entre Borges y Quiñones, aun distante, se dibuja en Palabras mayores como un encuentro necesario. Un encuentro necesario entre dos vocaciones complementarias, dos cuerpos unidos por una sola sombra vocacional: la literatura. Y por la argamasa de la amistad, mucho antes de que la palabra se expandiera y dislocara para también referir a la lista de nombres que coleccionamos en redes sociales (que ni siquiera nos «hacen felices por la casualidad de haberse cruzado en nuestro camino», sino que existen en algún lugar amorfo donde ni las vemos ni las tocamos y a veces ni cruzamos palabra con ellas).

Sin la frecuentación deseable, la amistad de Quiñones con Borges data de hacia 1960, cuando éste formó parte de un jurado que concedió el premio de relatos de La Nación de Buenos Aires a un conjunto de cuentos que, titulados entonces «Siete historias de toros y de hombres», se publicarían junto con ocho más bajo el título de La gran temporada en Madrid en 1960. Años antes, Quiñones había encontrado en un mercadillo de libros, en Cádiz, un ejemplar de Ficciones, en la edición de Emecé, comenzando de ese modo su fascinación por el argentino. A partir de entonces, Borges convirtió al gaditano en su escritor español preferido, al punto de dedicarle años después un texto que apareció como prólogo a El viejo país (1978) y que, reproducido en múltiples ocasiones, vino a certificar -sin necesidad en la reiteración- la calidad literaria de Fernando Quiñones. De la mutua admiración pasaron a los encuentros, a salto de mata, en Buenos Aires, en Madrid, en París, en Sevilla. El gaditano se sentía «como se hubiera sentido cualquier joven y desconocido pintor de Chile o de Finlandia, devoto de Picasso, al saberse premiado y encima elogiado por su remoto maestro malagueño». El porteño lo convirtió en su principal acompañante durante sus breves estancias en España desde la primera visita en 1963, año en que se conocieron, invitado por el Instituto de Cultura Hispánica, después de lograr el Premio Formentor dos años antes. Ambos fueron a ver entonces a Rafael Cansinos Assens, otro de sus escritores españoles preferidos de Borges, quien moriría un año después.

En el libro se hace un repaso de las obras de Quiñones y de su biografía, en paralelo con un recorrido por la de Borges. Por sus páginas desfilan los libros, la correspondencia, las anécdotas compartidas o no, el cine, la música -el flamenco en el caso del gaditano, el tango en el del porteño-, la crónica de su encuentro, el éxodo a Madrid, las madres -la de Borges escribía las cartas que le llegaban a Quiñones-, las mujeres, los viajes, los años duros, algunas desavenencias, los premios, las citas, los poemas. Muchos son los aspectos que el libro toca. Todos bien documentados y con la dosis justa de erudición.

Un ajustado y vivencial prólogo de Antonio Muñoz Molina nos sirve de presentación al retrato de Quiñones. Un prólogo en el que el de Úbeda alaba «la efusión vital, la generosidad comunicativa y contagiosa» de un escritor que, veinte años después de su muerte, aún sigue sin ocupar el lugar que le corresponde. En ese sentido, este libro no solo pone su granito de arena a la hora de recuperar y reconocer la figura del escritor gaditano, de sus novelas y cuentos -en los que tanto Cádiz hay-, de su poemas festivos o de su excepcional capacidad como narrador oral, sino que reivindica además la salud intemporal de una literatura, la de Quiñones a la luz de Borges, tan cuajada de la verdad de las mentiras.

Para hablar de dos grandes escritores era necesaria la complicidad de una mano sabia que los enlazara con maestría. Para lograrlo, Alejandro Luque huye de todo academicismo y de cualquier detalle pormenorizado que le haga perder al texto frescura y fluidez. Dos condiciones, las suyas de escritor y de periodista, que se unen a la hora de escribir, de manera cautivante y amena, en un libro que es, entre otras muchas cosas, un entretenido travelling tanto de la vida y la obra de Quiñones como de las luces y sombras de la historia de nuestra literatura. Un libro testimonial que se lee con placer desde cualquier capítulo por el que se abra. Para Luque escribirlo era una cuestión de justicia y un acto de amor hacia un escritor admirado y escasamente atendido por los centros de homologación literaria.

Hubo un tiempo en que las palabras mayores fueron realmente palabras: cornudo, traidor, hereje, puta… Expresiones injuriosas u ofensivas que en una época oscura armaron una definición que aún se conserva en el diccionario. Sin embargo, hoy en día cuando mencionamos esas palabras mayores lo hacemos para aludir a algo muy serio, algo importante, ya desprendido del concepto de ofensa. Tan serio y tan importante como lo es la palabra amistad referida a estos dos grandes escritores. Un enigma, ese de la amistad, que nos sigue enviando sorpresas -este libro de Alejandro Luque es una prueba- de las que debemos seguir aprendiendo.

Palabras mayores. Borges y Quiñones, 25 años de amistad (Silex, 2018), de Alejandro Luque | 390 páginas | 23 euros

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