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Rezagados y otros

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Antonio Rivero Taravillo

En el fondo, uno no hace sino leer: libros, periódicos, suplementos, las obras que traduce, y las que escribe y reescribe, que son las que peor tolera y con las que se muestra más crítico de postigos para adentro, se ve que sin provecho, porque luego las publica. Por razones que atañen a la física y esas dos magnitudes no suficientemente elásticas, tiempo y espacio, no puedo dar aquí cuenta de todo lo leído durante el último ciclo trazado por la obstinada tierra en torno al sol. Naturalmente, lo reseñado en Estado Crítico o en el blog propio, más alguna recomendación para el periódico con el que colaboro, o en revistas, representa solo una parte de las lecturas del año. Para complementarla, he aquí una lista tonta, en absoluto exhaustiva, de otros títulos que me han acompañado, larga o fugazmente, en los últimos meses.

Grisura favorecida ahora por mi desmemoria, el año tuvo un pasar discreto hasta el final del verano, cuando al comienzo de una temporada de viajes que solo acaba de terminar ahora se sumó otra migración: la del papel a la pantalla, en concreto a la de un iPad, experiencia sobre la que me extenderé más adelante en esta pieza descacharrada que no sé si encajará en la maquinaria que la acoge y donde ya han aparecido resúmenes más que respetables de otros colegas.

A pesar de que se publicó en marzo mi novela sobre la experiencia española de Octavio Paz, no he dejado de leer sobre el mexicano; así, a la mucha bibliografía manejada durante la fase de documentación de Los huesos olvidados se añadió posteriormente el libro de Enrique Krauze Octavio Paz, el poeta y la revolución, el de Armando González Torres Las guerras culturales de Octavio Paz, y las entrevistas del Nobel con el que  durante años parecía que iba a ser el biógrafo “autorizado”, Enrico Mario Santí, Conversaciones con Octavio Paz, donde el autor de Los hijos del limo evoca algo que se podría incluso aplicar a Estado Crítico: “Siempre que un grupo de escritores jóvenes se juntan, quieren modificar el mundo, quieren llegar al cielo, quieren defender el infierno, y lo único que se les ocurre es fundar una revista.” Al final, ha sido un colaborador de Paz desde los tiempos de Vuelta, Christopher Domínguez Michael, quien ha publicado la biografía del centenario: Octavio Paz en su siglo. Publicado por Aguilar México (creo que no ha llegado a España), es un gran trabajo, sin duda, pero se resiente de lo que expuso con su brillantez habitual Juan Villoro, a quien no desdijo Elena Poniatowska, en la presentación del volumen en la FIL de Guadalajara: que se apoya demasiado no tanto en datos sino en juicios de otro gran estudioso de Paz y colega en Letras Libres, Guillermo Sheridan, cuyo Poeta con paisaje sigue siendo un trabajo de referencia (tanto que, como dije, resulta insoslayable para Michael).

Esta “pacitis” aguda hizo también que me zampara un libro de Roberto Bolaño que no había leído, Los detectives salvajes (en realidad, confieso no haber leído hasta ahora nada del chileno, pero es que uno tiene grandes lagunas, como la que tuvo en su seno a Tenochtitlán). Allí leí la que seguramente sea primera aparición de Paz como personaje de ficción, un tanto desdibujado ya antipático. También me sirvió la diagnosticada dolencia consistente en un desmedido interés por quien pasó la infancia en Mixcoac (nombre que no parece de enfermedad, sino de medicina) para inyectarme en vano (no me pareció gran cosa) Los escenarios de la memoria, de José María Castellet, donde el barcelonés refiere cómo el mexicano le contó en 1977 la anécdota sobre Juan Bosch, mi protagonista (que contra lo que decían unos y otros, incluido Paz, he descubierto que se llamaba así, Juan, como bien recordaba Elena Garro, y no José) .

Pero dejo ya a Paz y sigo con otro mexicano, no demasiado bien visto por los sesudos intelectuales que lo miran por encima del hombro, Jaime Sabines, de quien había leído poemas aquí y allá, más una antología. Ahora he disfrutado con su poesía completa: Recuento de poemas. 1950-1963, uno de esos buenos libros que edita Chus Visor cuando no está dando motivos a los que lo acusan de apañar premios para los amigos. Lo repaso ahora y veo que contiene algunos subrayados, testimonio de un aplauso de entonces que reproduzco ahora, como la página de Maltiempo (1972) en que se lee: “La policía irrumpió en la casa y atrapó a los participantes de aquella fiesta. Se los llevó a la cárcel por lujuriosos y perversos. Era natural. La policía no puede irrumpir y acabar con otros escándalos, como el de la miseria.”

Aquí todo el mundo ha leído todo y a todos. Pues bien, 2014 será para mí el año en el que leí (estuve estas décadas muy ocupado estudiando galés o vertiendo a Yeats, además de frecuentar por encima de la prosa el verso) a Juan Rulfo: cayeron tanto Pedro Páramo como El llano en llamas. Y no se si fue este año o el anterior cuando leí una ‘nouvelle’ maravillosa, La batallas en el desierto, del enorme José Emilio Pacheco, a cuya poesía siempre regreso como una marea turbia y contaminada a una playa de arena muy limpia. También ha sido el año en que, animado por la concesión del Nobel a Patrick Modiano he leído por primera vez algo suyo, cosa que no sé si a estas alturas habrá remediado la ministra francesa de Cultura, que no tuvo empacho en confesar que no había leído un solo libro de Modiano. Junto a otra novela, la más reciente publicada en España, me desquité y leí, por fin, una novela suya cuyo título siempre me había parecido bellísimo: En el café de la juventud perdida.

Entre los libros que me han llegado ya finalizando el año, sin tiempo para dedicarles ni siquiera una magra recensión, se cuentan varios de poesía. Salida de emergencia es un poema largo de Manuel Moya, escrito en verso libre o versículo aderezado con los elementos propios de este tipo de forma: la anáfora, el polisíndeton. Hay homenajes insertos a varios poetas, entre ellos Luis Rosales, cuya “Autobiografía” se cita completa y, una vez más no deja de estremecer. El ganador y el finalista del Premio Adonáis 2013, ambos sevillanos, también están entre lo último leído este año: Joaquín Moreno Pedrosa firma Largo viaje (me ha gustado especialmente la segunda parte, la serie amorosa); Lutgardo García Díaz, La viña perdida, con prólogo de Aquilino Duque y un bucolismo sereno que cuaja en versos como “Y el pastor, despacioso, se confunde en la bruma / mientras cuelga volutas de un tabaco sin tiempo.” Igualmente, desde hace días entro y salgo del muy bien escrito y documentado Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa, de Ignacio Peyró, un título que confirma aún más a la joven editorial Fórcola como una de las más interesantes en el campo de la no ficción.

Ni todos los libros leídos son novedad ni están escritos todos en español. Aproveché un viaje a Irlanda para leer una novela autobiográfica estupenda de Hugo Hamilton, The Speckled People, que en España publicó la desaparecida Tropismos con el título de El perro que ladraba a las olas. Y me hice leer, o interpretar, Borstal Boy, las memorias de juventud de Brendan Behan que se representaban, en adaptación teatral, en el Gaiety dublinés. Aprovechando esa estancia me traje el número especial de Poetry Ireland dedicado a Seamus Heaney con motivo del aniversario de su fallecimiento, y, si no libros, la hermosa bolsa de tela para ellos de Hodges Figgis, librería que aparece mencionada en el Ulises de Joyce. No en Dublín, sino en Londres, compré en agosto una excelente antología bilingüe irlandés/inglés del poeta en lengua gaélica Seán Ó Riordáin, que exploró vías de introspección como esta: “Cumfad féin de bhriathra / Scathán véarsaí anocht” (“Compondría con palabras / esta noche un espejo de versos”.) De esta selección de Ó Riordáin, por cierto, me gusta que los traductores sean varios, entre los que hay poetas tan prestigiosos como Ciaran Carson, Paul Muldoon o Theo Dorgan.

Y siguiendo con elencos populosos en un mismo volumen, Traslaciones, compilado por Tedi López Mills, es un grueso tomo que recoge las traducciones que un buen número de poetas mexicanos han hecho de poetas de otras lenguas. Lo adquirí en el stand del Fondo de Cultura Económica de la FIL por la mitad de precio que lo vi hace unos meses en La Central de Callao, en Madrid. De los libros traídos de México y Guadalajara, destacaría no pocos: uno de ellos, la antología de Eduardo Chirinos Lo que dice el canto de los pájaros, donde hay un poema que lleva una poderosa cita de Mark Strand (“A scar remembers the wound”) que dice así: “La cicatriz / se acuerda de la herida, le habla /  muy despacio. Soy flor, le dice, hace años /plantaste una palabra // que alguien quiso escuchar. Pero te fuiste // y me dejaste hablando sola.” Leído atentamente, el poema adquiría una especial gravedad la tarde del pasado 30 de noviembre cuando, al ir a comenzar la presentación de una revista a la que ambos asistíamos, le daba la noticia de la muerte de Strand a Chirinos, su traductor (como lo fue también Paz, por cierto). A Strand y a muchos otros poetas norteamericanos, por otra parte, los he leído últimamente bastante porque de ellos se ocupa Harold Bloom en un libro (Sobre poetas y poesías) que he puesto en español y publicará dentro del primer trimestre del 2015 Páginas de Espuma. En ese libro hay una frase de Bloom acerca de la poesía de Geoffrey Hill que me viene como anillo al dedo para justificar este conjunto de lecturas en las que hay muchos títulos que no son novedades: “nada puede ser anacrónico cuando no existe el presente”.

Como impugnando Facebook, Algo hay que no es amigo de los muros reúne cuarenta poemas de Robert Frost publicados por la tan hermosa de nombre como de factura Ediciones el Tucán de Virginia. Los he leído para entretener la espera de la Poesía completa del norteamericano que dará Linteo a principios de año en excelente traducción (he leído ya algunos poemas) de Andrés Catalán. De la misma editorial, y con descuento, compré en la librería de la Casa Refugio Citlaltépetl, en el DF, Casas reflejadas, una antología de James Merrill que seleccionó, tradujo y prologó Manuel Ulacia, el llorado nieto de Manuel Altolaguirre y Concha Méndez.

Entre los libros que uno ha presentado este año están los de María Alcantarilla (Ella: invierno) y Trinidad Gan (Papel ceniza), ambos publicados por la joven pero muy pujante Valparaíso. De Ediciones Liliputienses destacaría Lejos de mí decirles, la poesía junta del peruano Mario Montalbetti, autor de una obra muy personal que se abre con el poema “Reyes romanos”, con este dístico final terrible y tan lacónico, tras la enumeración de otros monarcas asesinados: “Numo d’Orange abdicó antes de ser asesinado. / Murió asesinado.” A veces, basta una cita para sentir sintonía con un libro, aunque el resto de él sea más débil. Me sucedió con ese “Buda se equivocó. La causa del dolor no es el deseo sino la carencia que motiva el deseo”, frase de Juan Eduardo Cirlot que siempre me ha cautivado y que abre Luz secreta de Celeste Caro. También vi con simpatía los poemas últimos de Fernando Ortiz, cruzados con otros de José Manuel Velázquez, en los que el desaparecido autor de Vieja amiga ponía en su sitio a la islamización creciente de un Viejo Continente (más que viejo, chocho) y del resto del mundo. En ese Epistolario en verso (2012-2013) se puede leer, acogiéndose Ortiz a Chesterton e incluso a su propio santo, el rey Fernando III que liberó Sevilla, una denuncia a la que pocos se atreven de “la asesina barbarie sarracena”.

Estoy seguro de que se me queda mucho, muchísimo en el tintero. Y no siempre por olvido: no voy a citar aquí, en editorial que le queda grande, la antología del psicópata que me amenazó (guardo las puñaladas de su caligrafía) por no mostrar el suficiente entusiasmo ante sus versos; ni los diarios desprovistos de interés de un cleptómano lleno de dobleces como un libro intonso, al que le haría falta un buen corte; ni la poesía del engreído vate que confunde independencia con falta de calidad y se escuda en la primera para justificar que no se le preste atención; ni los buenos poemas de una joven aún hoy estalinista que serían mejores si no les impusiera orejeras que no necesitan… Pero da igual que no los nombre. Todo supuesto agraviado al final encuentra el camino hasta su mención, por discreta que sea, y aun en ausencia del agua del bautismo que lo libre del anonimato, como el lugar manchego famoso por no ser mentado, echa ese sucedáneo: espumarajos por la boca.

Ah, lo de la lectura digital que prometía: si no hay más remedio, se lee así. Es algo que me ha venido bien en los viajes y, por ejemplo, me ha permitido admirarme de las muchas cualidades de El impostor de Javier Cercas en aviones y salas de espera, como también en ellos he corregido una traducción cuyo plazo de entrega vencía. Pero sigo prefiriendo la lectura en papel; sobre todo porque cuando se escribe, traduce, edita, la lectura por placer busca un medio distinto del rectángulo iluminado, y el papel aporta ese descanso, ese aire fresco: casi dan ganas de tirar cáscaras de pipas y dar dos carreras desbocadas en su exiguo patio de recreo en el que cabe el mundo.

admin

6 comentarios

  1. Hay, Sr Taravillo, una novela de Jorge Volpi que publicó Seix Barral que se llama El fin de la locura –creo recordar- en la que también aparece Paz –y de forma también ominosa- como personaje, y debe ser más o menos de la misma época que Los detectives. Aunque Los detectives está muchísimo mejor escrita, eso sí.

    Desconocía que un gran poeta como Sabines tenía, actualmente, tan mala prensa. Cuando era más joven, y tenía mejor memoria, o una memoria menos llena, me sabía de memoria “Los amorosos”, que por cierto me han dado ganas de releerlo y he encontrado https://www.youtube.com/watch?v=YMU1RKzt9cw

  2. Pues si Rivero Taravillo tiene lagunas de lecturas, los demás ¿qué tenemos?: ¿océanos enteros? De Modiano le recomiendo «Dora Bruder», «Un pedrigrí» y la «Trilogía de la Ocupación».
    El libro de Cercas ¿no se le ha hecho largo (repetitivo y empeñado en llegar a las 500 páginas, mínimo exigido, según parece, a cualquier novelista español actual de éxito)? A mí sí.

  3. Muchas gracias, José. Sí, conozco la novela de Volpi, pero me limité a las lecturas del año. En cuanto a Sabines, los mandarines de la alta cultura no le perdonan que se le entienda todo y carezca de pretensiones de meta- o mataliteratura.

  4. César, es cierto que se hace algo larga y repetitiva, pero aun así me parece un libro muy bueno (que, efectivamente, sería mejor más concentrado). En cuanto al número de páginas, con el tipo de letra para cegatos que le puse, y podía haber ampliado mucho más, eran ¡792!

  5. A JUAN EDUARDO CIRLOT no lo conoce casi nadie. En cambio a OSCAR WILDE se le cita muchísimo. Entre sus muchas frases ingeniosas me quedo hoy con ésta (más o menos así):

    «Que hablen mal de uno es espantoso. Pero hay algo peor: que no hablen en absoluto»

    Es un honor para mí ver mi nombre en negrita junto a tantos nombres ilustres.
    Saludos cordiales.

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